Los
Diarios
de Kafka están repletos de misteriosas anotaciones como esta que escribió el 2 de noviembre del año 1911: «Esta mañana, a primera hora, por primera vez en mucho tiempo, la alegría de imaginar un cuchillo que gira clavado en mi corazón». En realidad Franz Kafka tuvo clavados en su corazón más de uno. ¿Fue el judaísmo uno de ellos? Hannah Arendt, en su libro titulado
Una revisión de la historia judía y otros ensayos
, comenta que la burguesía judía, a diferencia de la alemana y austríaca, no se interesó por el poder ni siquiera de tipo económico, se contentaba con la riqueza acumulada, feliz de la seguridad y la paz que su riqueza parecía garantizarle. «Un número creciente de hijos de hogares acomodados abandonó la actividad comercial, pues la mera acumulación continuada de riqueza carecía de sentido. Se entregaron en masa a ocupaciones culturales, y en el espacio de unos pocos decenios, tanto Alemania como Austria vieron una gran parte de sus empresas culturales, como la prensa, la edición y el teatro, en manos judías», comenta la pensadora judía de origen alemán y añade que si los judíos de los países de la Europa occidental y central hubieran sentido siquiera un mínimo interés por las realidades políticas de su tiempo, habrían tenido muchas razones para no sentirse seguros.
Franz pertenecía a una de esas familias judías checas acomodadas y su lucha fue precisamente por independizarse de la tiranía burguesa. El padre representaba una autoridad económica y también antropológica que le pesó al escritor durante toda su corta vida. Finalmente se pudo desligar de los vínculos familiares, pero no así de su pertenencia a una comunidad de la que se sentía también ajeno. «¿Qué tengo en común con los judíos? Apenas si tengo algo en común conmigo mismo, y debería meterme en un rincón, en completo silencio, contento de poder respirar», anota en los
Diarios
, en enero de 1914. Kafka es un extraño para sí mismo y para el mundo, un ser aislado que quiere romper amarras con todo cuanto le rodea. Pero las circunstancias se lo van a impedir. Franz Kafka era un laico que tenía respeto por la religión y las tradiciones de sus mayores, pero carecía de fe. Kafka era, como hemos sido tantos de nosotros con respecto al catolicismo, laico pero consciente de que pertenecía a una cultura de referentes sin la cual no podría expresarse ni siquiera para discrepar. Franz asistía con desgana a las sinagogas y sólo por motivos puntuales: «Ayer, sinagoga de Alt-Neu (la Vieja-Nueva). Kol Nidre (la plegaria inicial que se pronuncia la víspera del Día del Perdón). Murmullos apagados, como de gente en la Bolsa. En el vestíbulo, una cajita con esta leyenda: “Una callada donación aplaca toda indignación”. En la sinagoga de Pinkas fui conmovido de un modo incomparablemente más intenso por el judaísmo». Si esta última frase anotada en 1911, fuese leída así, aislada, daría una sensación distinta a la de si se la lee en todo su contexto. Kafka no se conmueve por el rito, los cantos o los discursos religiosos sino que, irónicamente, lo hace por estar rodeado de judíos burgueses de cuyos oficios abomina: el dependiente, el oficinista y «la familia del propietario del burdel». La sinagoga Pinkas, que yo visito en la calle Siroká, número 3, es ya distinta a la que asistió Kafka. A finales de los años cincuenta del pasado siglo, todavía bajo la conmoción de la guerra y del Holocausto, fue reformada para convertirla en un monumento a la memoria de las víctimas judías del nazismo. Los nombres de las casi ochenta mil personas asesinadas en Bohemia y Moravia figuran allí inscritos. La sinagoga se levantó sobre el oratorio de una familia a mediados del siglo XVI, en estilo gótico tardío. Agrandada un siglo después, adquirió el actual aspecto renacentista. A lo largo de los tiempos sufrió sucesivas rehabilitaciones debidas a las continuas inundaciones provocadas por las crecidas del río.
Las referencias al judaísmo tanto en sus obras narrativas,
Diarios
y cartas son esporádicas y difusas. A veces le valen para hacer comparaciones con los cristianos, otras se refieren al Talmud o a la Cábala, las más son descripciones sobre obras teatrales y literarias escritas por judíos o sobre ellos. Apenas hay comentarios políticos. Lo que más le inquieta es conocer la sangría de compañeros, vecinos o amigos que parten hacia Palestina. A Milena le confiesa ya muy enfermo que: «Yo quería viajar en octubre a Palestina, pero nunca habría llegado a hacerlo, era una fantasía de las que alienta alguien convencido de que nunca más se levantará de la cama…». Con quien más conversa sobre estos asuntos es con Max Brod, con Milena y con el actor Lowy: «Cuatro amigos de juventud se convirtieron con la edad en grandes eruditos talmudistas. Pero cada uno de ellos tuvo distinta suerte. Uno se volvió loco, otro murió, el rabino Elieser se volvió librepensador a los cuarenta años y únicamente el de más edad, Akiba, que no había empezado a estudiar hasta los cuarenta años, llegó al saber perfecto. El discípulo de Elieser fue el rabino Meir, un hombre piadoso; su devoción era tan grande, que no le perjudicaron las enseñanzas del librepensador. Como él mismo decía, comía la nuez y tiraba la cáscara. Una vez, en sábado, Elieser dio un paseo a caballo; el rabino Meir le siguió a pie con el Talmud en la mano, aunque no más de dos mil pasos, porque no se debía andar más en sábado. Y he aquí que el paseo dio lugar a una frase y a una réplica simbólicas. “Regresa a tu pueblo”, dijo el rabino Meir. El rabino Eleiser se negó con un juego de palabras» (anotación en los
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del año 1911). Un día de ese mismo año cae en sus manos la
Historia del judaísmo
de Graetz. Al principio la toma con entusiasmo pero, finalmente, lo invade el escepticismo. Al menos así yo lo deduzco de estos comentarios de noviembre: «Como el deseo de leerla había superado ampliamente la lectura misma, al principio me resultó más extraña de lo que pensaba, y tuve que interrumpir la lectura de vez en cuando, para permitir que, con el descanso, se acumulase mi judaísmo…». En otras anotaciones posteriores a 1915 habla de su «judaísmo recalcitrante», que casi siempre lo inclinaba hacia el lado contrario. Poco tiempo después critica el desprecio de los judíos orientales por los judíos checos. En una carta a Milena le narra un suceso del que fue testigo: una batalla campal entre judíos en tránsito a América. «Me pregunta usted si soy judío», Kafka se refiere a Milena, y él mismo le responde contándole esta anécdota de Heine: «Según Matilde, la esposa del poeta alemán, los alemanes eran malignos, presumidos, intolerantes, criticones, entrometidos, en resumen: ¡un pueblo insoportable! “Pero si usted no conoce a los alemanes —replicó Meissner—. Henry sólo frecuenta a los periodistas alemanes y aquí en París, todos ellos son judíos.” “¡Ay, qué manera de exagerar! —exclamó Matilde—. Puede ser que uno que otro sea judío, por ejemplo Seiffert…” “¡No! —respondió Meissner—. Ése es el único no judío.” “¿Cómo? —exclamó Matilde—. Jeittles, por ejemplo (era un individuo alto, fornido y rubio), ¿es posible que él sea judío?”. “Por supuesto”, confirmó Meissner. ¿Y Bamberger?” “También.” ¿Y Arnstein?” “También.”». Kafka remata esta anécdota comentándole a Milena que «este rasgo es realmente heroico».
Kafka, en sus
Diarios
, tiene una especial devoción por Goethe. Lo cita innumerables veces (él que no habla de muchos autores y obras) e incluso registra con entusiasmo el viaje a Weimar en los meses de junio y julio del año 1912, en compañía de Max Brod. Visita la casa de Schiller, y la de Goethe le provoca este pensamiento, «… triste espectáculo, que recuerda a los antepasados muertos. Aquel jardín que no ha dejado de ir creciendo desde su muerte. El haya que quita la luz a su cuarto de trabajo». Hannah Arendt dice que la fama y el deseo de lograrla motivaron a los jóvenes judíos de comienzos del siglo XX nacidos en el seno de esas familias burguesas. Y el ideal era el genio, que parecía encarnarse en el autor del
Werther
. La crítica y desgarradora ensayista ironiza sobre la manía de estos muchachos por Goethe, Rembrandt y Beethoven, según estuvieran medianamente dotados para la rima, la pintura o la música. «Cuanto más cultivados los hogares paternos de estos niños prodigio, más consentidas las imitaciones. Y el fenómeno no se limitaba al arte; dominaba cada detalle de la vida personal. Se sentían tan sublimes como Goethe, imitando su olímpico distanciamiento de la política…» Kafka, como Zweig y tantos otros judíos súbditos del Imperio austrohúngaro, practicaron esta idolatría. Cuando, en una carta que Kafka le envía desde Venecia a Max, le comenta su asistencia a un congreso sionista, muestra una total desgana sobre lo que allí se debatía, «me resultaba completamente extraño, en todo caso me sentía cohibido y distraído por distintas cosas…». No es que Kafka desconociera el antisemitismo, sino que todos estos asuntos lo desviaban de su camino literario. En otra misiva a Max, su amigo Franz confiesa su afinidad oculta con el paganismo. «La mejor forma de acercarse a tu planteamiento quizá sea decir: teóricamente existe una posibilidad de plena felicidad terrenal, es creer en lo esencialmente divino y no buscarlo. Esta posibilidad de felicidad es tan blasfema como inalcanzable, pero quizá los griegos hayan estado más cerca que nadie de ella…» Hannah Arendt con motivos, pero injustamente, culpó a este exceso de individualismo intelectual de los males por los que pasó el pueblo judío: «Así, el judío burgués y hombre de letras, que nunca se había preocupado por los asuntos de su propio pueblo, se convirtió, sin embargo, en víctima de los enemigos de éste. Sólo hay una escapatoria de la “desgracia” de ser judío: luchar por el honor del judío en su conjunto». Arendt clasificaba como de «advenedizos» a sus contemporáneos judíos que hicieron cualquier cosa por ser aceptados por la sociedad y como «parias conscientes» a los que quedaron al margen, en un terreno de nadie, sin perder sus orígenes pero tampoco guardándoles una fidelidad suma: «La tradición de Heine, Varnhagen, Aleichem, Lazare o Franz Kafka. Es la tradición de una minoría de judíos que no han querido convertirse en advenedizos, que prefirieron el estatuto de “parias conscientes”. Todos exhibieron cualidades judías: el “corazón judío”, la humanidad, el humor, la inteligencia desinteresada son todas cualidades de parias. Todos los defectos judíos, la falta de tacto, la estulticia política, los complejos de inferioridad y la mezquindad con el dinero, son características de los advenedizos». Kafka, en carta a Max, destacaba ese papel de «paria consciente» en sí mismo a través de este comentario sobre Karl Kraus: «El ingenio es básicamente la jerigonza judío-alemana. La mayoría de los que comenzaron a escribir en alemán querían alejarse del judaísmo, generalmente con una imprecisa aprobación de los padres. Vivían en medio de tres imposibles: la imposibilidad de no escribir, la imposibilidad de escribir en alemán, la imposibilidad de escribir de otra forma, casi podría agregarse una cuarta, la imposibilidad de escribir (porque la desesperación no era algo que pudiera aquietarse escribiendo, era un enemigo de la vida y de la escritura, en este caso, escribir no era, más que algo provisional, como en el caso de que alguien que escribe su testamento poco antes de ahorcarse, algo provisional que bien puede durar toda la vida), o sea, era una literatura imposible desde todo punto de vista, una literatura de gitanos que había robado a la criatura alemana de su cuna y que a toda prisa la había acomodado de cualquier forma…». El advenedizo o
parvenu
renunciaba a sus orígenes con el fin de ser reconocido y poder asimilarse al común de sus conciudadanos; mientras que el paria consciente asumía el don recibido y lo tomaba como propio. Ambas son condiciones del paria social o del excluido, pero como dice Arendt, «la del paria consciente, si bien es prepolítica, en circunstancias excepcionales es inevitable que tenga consecuencias políticas aunque, por así decir, de manera negativa»
(Eichmann en Jerusalén)
. En
Vida de una mujer
, Hannah comenta de esta manera la actitud del «asimilado», de aquel que renuncia a sus orígenes a un alto precio: «No hay asimilación si uno se limita a abandonar su pasado pero ignora el ajeno. En una sociedad que es, en su conjunto, antisemita, sólo es posible asimilarse asimilándose también al antisemitismo». Pero Kafka insiste siempre en su ajenidad: «¿Por qué uno no se resigna a considerar que lo acertado es vivir en esta tensión especial, sostenida, suicida?», le dice a Milena.
A finales del siglo XVIII, el emperador José II promulgó un edicto, el Toleranzpatent, por el cual los judíos eran equiparados a los gentiles en el Sacro Imperio Romano Germánico. Los judíos tuvieron que tomar nombres y apellidos alemanes, hablar en alemán, hacer el servicio militar y matricularse en escuelas alemanas secularizadas. A los seis años de edad, Franz Kafka entró en la Deutsche Volks-und Bürgerschule, en el Mercado de la Carne, un centro docente de lengua alemana dirigido en gran parte por judíos, en un entorno nacionalista checo. «Viniendo de las cercanías de la iglesia de Tyn hacia la escuela, veíamos muchas carnicerías en el mercado. Enfrente estaba la escuela checa que rivalizaba con nuestra escuela alemana. A la entrada de la checa estaba el busto del gran maestro Comenius y debajo del mismo brillaban sus palabras en lengua checa: “Cada niño checo a una escuela checa”. Estas palabras servían de advertencia a los padres checos que enviaban a sus hijos a escuelas alemanas. Y nosotros? ¿Fuimos niños checos? Llevábamos consigo, sabiéndolo o sin saberlo, el patrimonio de miles de años y el destino de un pueblo que se había acostumbrado a vivir entre otros pueblos», comenta Hugo Bergmann. Corría el año 1889 y los Kafka vivían en la Casa Minuta, en la Plaza de la Ciudad Vieja (Staroméstské náméstí n.° 2). Aquí residieron hasta el año 1896. En esta casa nacieron sus tres hermanas. La familia Kafka, a diferencia de la Brod, no era ilustrada. La casa de Max estaba llena de libros de su padre: Goethe, Schiller, Heine… Los Kafka no se pudieron ocupar ni física ni intelectualmente de su hijo debido a las responsabilidades horarias del negocio. Los empleados del hogar: la cocinera, la dueña de la casa, Marie Werner, o la institutriz francesa, Bailly, suplieron la ausencia de los padres. A partir de septiembre de 1893, Kafka asistió al instituto estatal de lengua alemana en la Plaza de la Ciudad Vieja, ubicado en el edificio trasero del Palacio Kinsky. En el verano del año 1901 aprobaba el bachillerato. Kafka fue un buen alumno (excepto en matemáticas) pero no le gustó esta experiencia, pues estaba lleno de temores sobre su capacidad para aprobar los exámenes. Hubiera podido hacer carrera dentro de la burocracia imperial. El Palacio Kinsky es uno de los más bellos inmuebles de Praga. Fue levantado a mediados del siglo XVIII por el arquitecto Kilián Dienzenhofer. Las decoraciones salieron del taller de Ignacio Platzer. Su estilo rococó es muy llamativo en el conjunto severo de la plaza. De 1912 a 1918 estuvo allí instalado el negocio de los Kafka. Hoy hay una librería.