—Soy un investigador independiente —dije—. Tengo libertad para publicar datos en cualquier momento. Eso es lo que dice el contrato. Cualquier avance en la tecnología de medición tiene que pasar por los abogados de los Hijos, pero no los resultados paleogeneticos.
Lena lo intentó por otro flanco.
—Pero si este trabajo no ha sido revisado por...
—Ha sido revisado.
Nature
ya ha aceptado el artículo; lo publicaran un día después de la conferencia. Es un hecho. —Sonreí inocente—. Sólo lo hago como un favor para el editor. Dice que aumentará las ventas del número.
Lena se quedó callada. En los últimos seis meses le había ido contando cada vez menos cosas sobre el trabajo. Había dejado que pensara que había problemas técnicos que estaban frenando cualquier progreso.
—¿Ni siquiera me vas a decir si son buenas o malas noticias? —dijo finalmente.
Fui incapaz de mirarla a los ojos, pero negué con la cabeza.
—Nada que haya pasado hace 200.000 años puede ser noticia.
Alquilé un auditorio para la conferencia de prensa —lejos de la torre de oficinas de los Hijos—, que pagué yo mismo. También contraté a un servicio de seguridad independiente. Ni Sachs ni sus colegas directivos estaban impresionados, pero aparte de secuestrarme poco podían hacer para cerrarme la boca. Nunca habían llegado a sugerirme que falsificara los resultados que querían; pero la presunción no escrita de que sólo los «datos correctos» se publicarían con tanto bombo siempre había estado ahí... y los Hijos tendrían un amplio margen para ser los primeros en darle su enfoque.
Detrás del podio, las manos me temblaban. Se habían presentado unos dos mil periodistas de todo el planeta y muchos de ellos llevaban símbolos de afiliación a uno u otro antepasado.
Carraspeé y empecé. La técnica EPR ya era algo conocido, no había necesidad de volver a explicarla. Me limité a decir:
—Me gustaría mostrarles lo que he descubierto acerca del origen del
Homo sapiens.
Las luces se atenuaron y a mi espalda apareció un holograma gigante de unos treinta metros de alto. Anuncié que era un árbol genealógico —no un historial aproximado de genes o mutaciones, sino un diagrama exacto, generación por generación, masculinas y femeninas, de toda la población de seres humanos— desde el siglo IX hacia atrás. Un denso matorral con forma de embudo invertido. El público permaneció en silencio, pero la impaciencia se palpaba en el aire. Esta maraña de mil millones de minúsculas líneas era indescifrable, no les decía absolutamente nada. Pero esperé a que el diagrama impenetrable diera un giro completo muy despacio.
—El reloj mutacional del cromosoma Y se equivoca —dije—. He ubicado los antepasados paternos de grupos con tipos Y similares hasta cientos de miles de años atrás en el tiempo, y nunca convergen en un único hombre.
Empecé a oír un murmullo de descontento. Subí el volumen del amplificador y lo ahogué.
—¿Por qué no? ¿Cómo es posible que haya tan poca variedad mutacional, si el ADN no surge de una única fuente reciente?
Apareció un segundo holograma, una doble hélice, un esquema de la región del tipo Y.
—Porque las mutaciones se repiten, una y otra vez, exactamente en las mismas ubicaciones. Si se comete el mismo error de copia dos o tres veces (o cincuenta) en la misma ubicación, seguirá pareciendo que sólo está a un paso del original.
El holograma de la doble hélice se dividió y se copió, se dividió y se volvió a copiar; las diferencias acumuladas en cada generación resaltaban.
—Las enzimas correctoras de nuestras células deben de tener puntos ciegos específicos, debilidades específicas, como palabras que se deletrean mal fácilmente. Y aún existe la posibilidad de que aparezcan errores completamente aleatorios, en cualquier ubicación, pero sólo en una escala temporal de millones de años.
»Todos los Adanes del cromosoma Y —dije— son una fantasía. No existen padres individuales para ninguna raza, tribu o nación. Para empezar, los europeos del norte actuales tienen más de mil linajes paternos distintos que datan del final la Edad de Hielo. Esos mil antepasados, a su vez, son los descendientes de más de doscientos emigrantes africanos masculinos distintos.
En el laberinto gris del Árbol aparecieron una serie de colores intermitentes que resaltaban ligeramente los linajes.
Algunos periodistas se levantaron como resortes y se pusieron a insultarme a gritos. Esperé a que los guardias de seguridad los escoltaran fuera del edificio.
Paseé la mirada por el público buscando a Lena, pero no la vi por ninguna parte.
—Lo mismo puede decirse del ADN mitocondrial. Las mutaciones se sobrescriben unas a otras; el reloj molecular se equivoca. No existió ninguna Eva hace 200.000 años.
La gente, airada, empezó a protestar, pero yo seguí hablando.
—El
Homo erectus
salió de África... docenas de veces durante un periodo de dos millones de años, y los emigrantes nuevos se mezclaban con los viejos, nunca los sustituían.
Apareció un globo, el Viejo Mundo, tan recargado con rutas entrecruzadas que resultaba imposible apreciar un solo kilómetro cuadrado de suelo.
—El
Homo sapiens
surgió en todas partes al mismo tiempo y se mantuvo como una especie, por todo el mundo, en parte debido al flujo genético emigrante y en parte a las mutaciones paralelas que invalidan todos los relojes: mutaciones que se producen de manera aleatoria, pero con tendencia a producirse siempre en las mismas ubicaciones.
Un holograma mostró cuatro fragmentos de ADN que iban acumulando mutaciones. Al principio, conforme la escasa dispersión aleatoria los iba afectando de manera distinta, los cuatro fragmentos se iban diferenciando cada vez más, pero a medida que las mismas ubicaciones vulnerables se veían afectadas, prácticamente acabaron teniendo las mismas marcas.
—De modo que las diferencias raciales modernas vienen como mucho de hace dos millones de años, heredadas de los primeros
Homo erectus
emigrantes, pero toda la evolución posterior ha ido en paralelo, en todo el mundo... porque el
Homo erectus
en realidad nunca tuvo elección. En unos dos millones de años escasos las distintas climatologías podían favorecer distintos genes para adaptaciones locales superficiales, pero todo lo que conduce al
Homo sapiens
ya estaba latente en el ADN de cada uno de los emigrantes antes de que salieran de África.
Los partidarios de Eva se quedaron callados momentáneamente, tal vez porque ya no tenían claro si el panorama que estaba pintando nos unía o nos separaba como especie. La verdad era gloriosamente turbia, demasiado complicada para estar al servicio de cualquier agenda política.
—Pero si alguna vez hubo un Adán o una Eva —proseguí—, existieron mucho antes que el
Homo sapiens
, mucho antes que el
Homo erectus.
Tal vez fueran...
¿Australopitecus?
Hice aparecer dos figuras simiescas, peludas y encorvadas. La gente empezó a lanzar las cámaras de vídeo. Debajo del podio tenía un botón, lo pulsé y delante del escenario se alzó un escudo gigante de plexiglás.
—¡Quemad todos vuestros símbolos! —grité—. Masculino, femenino, tribal y global. Abandonad vuestras patrias y vuestras Madres Tierra: ¡es el fin de la infancia! Profanad a vuestros antepasados, follad con vuestros primos: limitaos a hacer lo que os parezca que está bien porque está bien.
El escudo se rajó. Salí corriendo hacia la salida de emergencia. Los guardias de seguridad habían desaparecido todos, pero Lena me esperaba en el aparcamiento subterráneo dentro de nuestro Volvo blindado, con el motor en marcha. Bajó el cristal espejado de la ventanilla.
—Vi tu numerito en la red.
Se me quedó mirando con tranquilidad, pero en sus ojos había rabia y dolor.
Ya no me quedaba adrenalina en el cuerpo, no tenía fuerzas, ni orgullo. Me caí de rodillas al lado del coche.
—Te quiero. Perdóname.
—Anda, sube —dijo—. Tienes muchas cosas que explicar.
Me desperté desorientado sin tener muy claro el motivo. Sabía que estaba tendido en una cama sencilla, estrecha y llena de bultos, en la habitación 22 del hotel Fleapit. Después de casi un mes en Shanghai la topografía del colchón me era tan familiar como para deprimir al más pintado. Pero estaba tumbado de una forma que no era normal. Los músculos del cuello y de los hombros se quejaban de que nadie podía acabar en esta postura de forma natural, por muy mal que hubiese dormido.
Y podía oler a sangre.
Abrí los ojos. Una mujer a la que no había visto en mi vida estaba arrodillada junto a mí y con un bisturí desechable me hacía una incisión en el tríceps izquierdo. Estaba tumbado de costado, de cara a la pared, tenía la mano esposada a la cabecera y el tobillo al pie de la cama.
La sensación de pánico visceral que me inundaba se vio cortada en seco justo cuando me disponía a revolearme como un estúpido, intentando liberarme por instinto. Puede que una respuesta mucho más antigua —catatonia ante un peligro— le hubiera plantado cara a la adrenalina y hubiera ganado. O puede que sencillamente hubiese llegado a la conclusión de que no tenía derecho a dejarme llevar por el pánico cuando llevaba semanas temiéndome algo parecido.
Hablé con calma, en inglés:
—Lo que estás a punto de arrancarme es una necrotrampa. Un solo latido sin sangre oxigenada y la carga se freirá.
Mi cirujana aficionada personal era recia y musculosa, con el pelo corto y negro. No era china; tal vez fuera indonesia. No parecía sorprendida porque me hubiese despertado antes de tiempo. Los hepatocitos modificados que había adquirido en Hanoi podían degradar casi cualquier cosa, desde la morfina hasta el curare. Por fortuna, la anestesia local excedía su capacidad.
Sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo, dijo:
—Mira en la mesa junto a la cama.
Giré la cabeza. Había instalado un bucle de tubos de plástico que estaban llenos de sangre —la mía, al parecer— que circulaba y se oxigenaba mediante una pequeña bomba. El pie de un largo embudo se introducía en el bucle, y la intersección era controlada por una especie de válvula. Unos cables iban desde la bomba hasta un sensor pegado a mi brazo que sincronizaba el pulso artificial con el real. Era evidente que podía arrancarme la trampa de la vena e insertarla en esta réplica sin saltarse literalmente ni un latido.
Me aclaré la garganta y tragué saliva.
—No te servirá. La trampa conoce mi tensión arterial al milímetro. No se va a dejar engañar por unos latidos genéricos.
—Es un farol.
Pero con el bisturí levantado en el aire, titubeó. El escáner MRI portátil que había usado para localizar la trampa le habría revelado su configuración básica, pero no tendría muchos detalles concretos sobre su ingeniería y ninguna información sobre el software.
—Te estoy diciendo la verdad.
La miré directamente a los ojos, lo que no era fácil teniendo en cuenta nuestra absurda geometría.
—Es nuevo, es sueco. Hay que ponérselo en la vena con cuarenta y ocho horas de antelación, se desarrolla una actividad normal para que pueda memorizar los ritmos... y luego se inyecta la carga en la trampa. Simple, sencillo de manejar y efectivo.
La sangre me corría por el pecho hasta llegar a la sábana. De repente, después de todo, me alegré mucho de no haber metido la trampa más hondo.
—¿Entonces cómo te quitas tú la carga?
—Si te lo digo no tendría gracia.
—Si me lo cuentas ahora te ahorrarás unos cuantos problemas.
Impaciente, se puso a girar el bisturí que sujetaba con el pulgar y el índice. Perdí la sensibilidad de la piel en todo el cuerpo, las terminaciones nerviosas rechinaban y los capilares se cerraban a medida que la sangre se ponía a cubierto.
—Los problemas me provocan hipertensión —dije.
Me dedicó una sonrisa forzada y me concedió una tregua. Luego se quitó uno de los guantes quirúrgicos manchados de sangre, sacó su agenda electrónica y llamó a un proveedor de equipos médicos. Le dio una lista de aparatos que le permitirían solucionar el problema (una sonda de tensión arterial, una bomba más sofisticada, una interfaz informatizada adecuada), y se puso a discutir acaloradamente en mandarín para conseguir que le prometieran una entrega rápida
Dejó la agenda a un lado y me colocó la mano sin enguantar en el hombro.
—Relájate un poco. No habrá que esperar mucho.
Me revolví como si, enfadado, estuviera intentando quitarme la mano de encima. Conseguí que un poco de sangre acabara en su piel. No dijo ni una palabra, pero en ese mismo momento tuvo que darse cuenta de su torpeza. Se bajó de la cama de un salto y se fue directa al lavabo. Pude oír cómo corría el agua.
Entonces se puso a dar arcadas.
—Avísame cuando estés lista para el antídoto —grité en tono jovial.
La oí acercarse y me di la vuelta para encararla. Estaba pálida, tenía la cara desencajada por las náuseas, moqueaba y le lloraban los ojos.
—¡Dime dónde está!
—Quítame las esposas y yo te lo busco.
—¡No! ¡Nada de tratos!
—De acuerdo. Entonces será mejor que te pongas a buscarlo.
Cogió el bisturí y lo blandió delante de mi cara.
—A la mierda la carga. ¡Te rajo!
Temblaba como una niña con fiebre, trataba inútilmente de contener el flujo de las fosas nasales con el dorso de la mano.
—Si vuelves a cortarme, perderás algo más que la carga —dije fríamente.
Se dio la vuelta y vomitó; era como un hilillo gris, con sangre. La toxina convencía a las células del revestimiento de su estómago para que se suicidaran todas a la vez.
—Quítame las esposas. Te matará. No tarda mucho.
Se limpió la boca, se recompuso, hizo como si fuera a decir algo y empezó a vomitar de nuevo. Sabía por propia experiencia lo mal que lo estaba pasando. Aguantarse el vómito era como intentar tragarse una mezcla de mierda y ácido sulfúrico. Echarlo fuera era como si te arrancaran las tripas.
—En treinta segundos —dije— estarás tan débil que no podrás hacer nada aunque te diga dónde buscar. Así que si no me sueltas...
Sacó una pistola y un juego de llaves, me quitó las esposas y se quedó al pie de la cama, temblando como loca pero apuntándome. Me vestí rápidamente ignorando sus amenazas. Me vendé el brazo con un calcetín que milagrosamente encontré por ahí y me puse una camiseta y una chaqueta. Clavó las rodillas en el suelo; seguía apuntándome más o menos con el arma, pero tenía los ojos hinchados y medio cerrados, y rebosaban un líquido amarillo. Pensé en quitarle la pistola, pero me pareció que no valía la pena.