Luminoso (13 page)

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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Luminoso
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»Y si tenemos que ir más allá de las matemáticas que existen en el universo para poder rodear el lado remoto... eso es lo que haremos. No tiene por qué ser imposible, siempre y cuando lleguemos primero.

Cuando Alison me sustituyó a la una de la mañana, estaba seguro de que no me iba a dormir. Cuando me despertó tres horas más tarde, me sentía como si no lo hubiese hecho.

Con la agenda envié un código de activación a las memorias caché que corrían por nuestras venas, luego nos pusimos de pie, uno junto al otro, hombro con hombro. Los dos chips reconocieron sus respectivas firmas magnéticas y eléctricas, se interrogaron para cerciorarse y comenzaron a irradiar microondas de baja potencia. La agenda de Alison captó la transmisión y mezcló los dos flujos de datos complementarios. El resultado seguía estando cifrado en extremo, pero aun así, después de todas las precauciones que habíamos tomado hasta ahora, pasar el mapa a un miniportátil nos parecía tan seguro como tatuárnoslo en la frente.

Abajo nos esperaba un taxi. El Instituto Popular de Ingeniería Óptica Avanzada estaba en el sur de la ciudad, en Minhang, un enorme parque tecnológico a unos treinta kilómetros del centro. Avanzábamos en silencio por una luz gris que precedía al amanecer, dejando atrás torres de apartamentos feas y gigantes, el vómito arquitectónico de los terratenientes del nuevo milenio, y aguantábamos la fiebre mientras las necrotrampas y su carga se disolvían en nuestra sangre.

El taxi enfilaba una avenida llena de empresas aeroespaciales y biotecnológicas cuando Alison dijo:

—Si alguien pregunta, somos estudiantes de postgrado de Yuen y estamos comprobando una conjetura sobre topología algebraica.

—Y me lo dices ahora. ¿Supongo que no tienes en mente ninguna conjetura en concreto? ¿Y si nos piden más detalles?

—¿Sobre topología algebraica? ¿A las cinco de la mañana?

El edificio del Instituto no era lo que se dice imponente —una gran extensión de cerámica negra de tres pisos de alto—, pero tenía una verja electrificada de cinco metros y a la entrada se apostaban dos soldados armados. Pagamos al taxista y nos acercamos a pie. Yuen nos había facilitado pases de visitante, con fotografías y huellas dactilares. Los nombres eran los nuestros; no tenía sentido engañar más de lo necesario. Si nos descubrían, los pseudónimos sólo empeorarían las cosas.

Los soldados comprobaron nuestros pases y a continuación nos hicieron pasar por un escáner de resonancia magnética. Me obligué a respirar con calma mientras esperábamos los resultados; en teoría el escáner podía detectar las extrañas proteínas de nuestros simbiontes, los restos de la descomposición de las necrotrampas y otra media docena de restos químicos sospechosos. Pero todo dependía de lo que estuvieran buscando. Se había catalogado el espectro de resonancia magnética de miles de millones de moléculas, pero ninguna máquina podía buscarlas todas a la vez.

Uno de los soldados me llevó aparte y me pidió que me quitara la chaqueta. Conseguí controlar una oleada de pánico y luego intenté no pasarme de listo: aunque no tuviera nada que ocultar lo normal sería estar algo nervioso. Me tocó la venda del antebrazo con un dedo; la piel de alrededor seguía estando roja e inflamada.

—¿Qué es esto?

—Tenía un quiste. Me lo han quitado esta mañana.

Me miró con recelo y me quitó la venda adhesiva. No llevaba guantes. Ni siquiera me atreví a mirar. La crema reparadora debería haber sellado la herida completamente —en el peor de los casos aún quedaría algo de sangre coagulada y seca—, pero en la línea de la incisión podía sentir una ligera tibieza acuosa.

El soldado se rió al verme apretar los dientes y me indicó que me alejara con una expresión de desagrado. No sabía qué pensaba que podría haber estado ocultando, pero, al ir a ponerme la venda, vi que en la piel tenía algunas gotas de sangre fresca.

Yuen Ting-Fu nos estaba esperando en el vestíbulo. Era un hombre delgado de sesenta y muchos años. Llevaba puesto unos vaqueros y parecía estar en forma. Dejé que hablara Alison: pidió disculpas por la falta de puntualidad (aunque en realidad no habíamos llegado tarde), y le agradeció efusivamente por habernos concedido esta magnífica oportunidad de continuar con nuestra indigna investigación. Me quedé al margen e intenté parecer deferente, que era lo que se esperaba de mí. Cuatro soldados nos observaban impasibles; por lo visto todo este despliegue adulatorio no les parecía excesivo. Y lo cierto es que si en realidad hubiera sido un estudiante a quien le hubiesen concedido tiempo aquí para una tesis normal y corriente, me habría sentido apabullado.

Seguimos a Yuen, que andaba con grandes zancadas. Pasamos por un segundo puesto de control y por otro escáner (en esta ocasión nadie nos detuvo), y luego seguimos por un largo pasillo con un suelo de vinilo de color gris claro. Nos cruzamos con un par de técnicos en bata blanca, pero apenas se fijaron en nosotros. Me había imaginado que en un sitio como éste un par de extranjeros llamarían la atención tanto como si hubiéramos estado dando vueltas por una base militar, pero eso era absurdo. Las empresas extranjeras compraban la mitad del tiempo de ejecución de Luminoso, y la máquina no estaba conectada a ninguna red de comunicaciones, de modo que los usuarios de pago tenían que venir aquí en persona. La frecuencia con la que Yuen se agenciaba tiempo extra para sus alumnos —de la nacionalidad que fueran— era otra cuestión, pero si él pensaba que era la mejor tapadera para nosotros, yo no era quién para discutírselo. Lo que sí esperaba es que hubiese dejado un rastro impecable de mentiras convincentes en los registros de la universidad y demás instituciones, por si la administración del Instituto decidía comprobar nuestras credenciales.

Nos detuvimos en la sala de operaciones y Yuen se puso a hablar con los técnicos. Una de las paredes estaba cubierta con una serie de pantallas planas que mostraban histogramas de estado y diagramas técnicos. Parecía el centro de control de un acelerador de partículas pequeño, lo que no distaba mucho de la verdad.

Luminoso era, literalmente, un ordenador hecho de luz. Existía cuando una cámara de vacío (un cubo de cinco metros de ancho) se llenaba con una onda estacionaria compleja. Ésta se creaba con tres inmensas matrices de rayos láser de gran potencia. Un haz de electrones coherente se introducía en la cámara y del mismo modo que una red muy fina hecha de materia sólida podía difractar un haz de luz, una configuración de luz lo bastante organizada (y lo bastante intensa) podía difractar un haz de materia.

Los electrones iban pasando por las distintas capas del cubo de luz, en cada fase se recombinaban e interferían, y cada cambio en sus fases y en sus intensidades ejecutaba el cálculo correspondiente. Todo el sistema se podía reconfigurar, nanosegundo a nanosegundo, para crear un «hardware» nuevo y complejo optimizado para los cálculos que tuviera que realizar en cada momento. Los superordenadores auxiliares que controlaban las matrices de rayos láser eran capaces de diseñar (y de construir al momento) la máquina de luz perfecta para llevar a cabo cualquier fase concreta de cualquier programa.

Se trataba, por supuesto, de una tecnología diabólicamente complicada, increíblemente cara y temperamental. La probabilidad de que acabara en el ordenador de sobremesa de un contable normal que jugara al
Tetris
era cero, por ello en Occidente nadie se había molestado en desarrollarla.

Y esta máquina engorrosa, tan poco práctica y tan difícil de manejar, era más rápida que todos los trozos de silicio que colgaban de Internet juntos.

Pasamos a la sala de programación. A primera vista, podría haber sido el centro de computación de una pequeña escuela de primaria. Sobre unas mesas de formica blanca había media docena de estaciones de trabajo totalmente normales. Sólo que eran las seis únicas en todo el mundo que estaban conectadas a Luminoso.

Ahora estábamos a solas con Yuen. Alison se saltó el protocolo y se limitó a mirarle buscando su aprobación. Luego procedió a conectar apresuradamente su agenda a una de las estaciones de trabajo y a descargar el mapa cifrado. Conforme ella tecleaba las instrucciones para decodificar el archivo dejaron de tener sentido todas las imágenes que pasaban por mi cabeza sobre qué habría pasado si hubiese envenenado al soldado de la entrada. Teníamos media hora para hacer desaparecer el defecto y seguíamos sin tener ni idea de hasta dónde llegaba.

Yuen se volvió hacia mí. La tensión en su cara delataba su nerviosismo, pero se permitió reflexionar en tono filosófico:

—Si nuestra aritmética parece fallar en el caso de estos números grandes, ¿quiere eso decir que las matemáticas, el ideal, son en realidad defectuosas y maleables, o sólo que el comportamiento de la materia siempre se queda corto con respecto al ideal?

—Si todas las clases de objetos físicos «se quedan cortas» exactamente del mismo modo —respondí—, ya sean cantos rodados o electrones o bolas de ábaco, ¿a qué obedece su comportamiento común, o qué lo define, si no es a las matemáticas?

Esbozó una sonrisa, perplejo.

—Alison pensaba que eras un platónico.

—Retirado. O... derrotado. No le veo sentido a hablar de que la teoría de números estándar sigue siendo verdadera para estas proposiciones (en un sentido platónico difícil de precisar) si ningún objeto real puede llegar a reflejar esa verdad.

—Pero sí podemos imaginárnoslo. Podemos contemplar la abstracción. Sólo renunciamos al acto físico de la validación. Piensa en la aritmética transfínita: nadie puede demostrar físicamente las propiedades de los infinitos de Cantor, ¿verdad? Lo único que podemos hacer es razonar acerca de ellos desde la distancia.

No contesté. Desde las revelaciones de Hanoi, podía decirse que había perdido la fe en mi capacidad para «razonar desde la distancia» sobre cualquier cosa que no pudiera describir personalmente en un folio con números arábigos. Tal vez el concepto de «verdad local» de Alison era todo lo que estaba a nuestro alcance; pretender ir más lejos empezaba a parecerse a la «física» de tebeo que consistía en ponerse a girar sobre uno mismo agarrando una viga de acero de diez mil millones de kilómetros de largo por una punta y predecir que la otra punta superaría la velocidad de la luz.

En la pantalla de la estación de trabajo apareció una imagen: empezó como el mapa del defecto que conocíamos, pero Luminoso ya lo estaba expandiendo a una velocidad pasmosa. Miles de millones de bucles inferenciales giraban en torno a los márgenes: algunos confírmaban sus propias premisas, y así delineaban regiones en las que imperaba sólo un tipo de matemáticas estable; otros se retorcían hasta contradecirse a sí mismos, revelando brechas en el borde. Intenté imaginar cómo sería recorrer mentalmente una de esas cintas de Moebius de lógica deductiva; los conceptos no eran complicados, lo que hacía que fuera imposible era la magnitud de las proposiciones. ¿Pero qué pasaría si pudiera seguir esa lógica contradictoria? ¿Acabaría balbuciendo como un loco, o cada uno de los pasos me parecería perfectamente razonable y la conclusión sencillamente inevitable? ¿Acabaría concediendo feliz y tranquilo que «dos y dos son cinco»?

Conforme el mapa crecía —la escala se iba reajustando para que cupiera en la pantalla, lo que daba la sensación de que nos alejábamos de las matemáticas extrañas lo más rápido que podíamos y escapábamos por los pelos de ser engullidos— Alison permanecía sentada, echada hacia delante, esperando a que se revelara la imagen completa. El mapa representaba la red de proposiciones como un enrevesado entramado tridimensional (una burda convención representacional, pero tan buena como cualquier otra). De momento, el límite entre ambas regiones no mostraba signos de curvatura general, sólo se apreciaban incursiones aleatorias de distinto tamaño en ambas direcciones. Hasta donde sabíamos, era posible que las matemáticas del lado remoto acabaran envolviendo a las del lado cercano, que la aritmética que creíamos que se extendía hasta el infinito no fuera en realidad más que una isla diminuta en medio de un océano de verdades contradictorias.

Miré a Yuen, que observaba la pantalla incapaz de disimular su angustia.

—Cuando estudié vuestro software pensé: «Claro, esto parece que está bien, pero tiene que haber un fallo en sus máquinas. Luminoso los sacará de su error enseguida».

—Mira, está dando la vuelta —le interrumpió Alison exultante.

Tenía razón. Conforme la escala se reducía, los meandros fractales y aleatorios del borde por fin parecían adoptar una convexidad general... una convexidad del lado remoto. Era como si el punto de vista retrocediera ante un erizo de mar gigante y espinoso. En cuestión de minutos, el mapa mostraba un tosco hemisferio decorado con complicadas extrusiones cristalinas de todos los tamaños. Ahora la sensación de estar observando unos restos paleomatemáticos era más intensa que nunca: parecía como si este extraño grupo de teoremas hubiera surgido de una premisa central para llenar el vacío de verdades no reclamadas, tal vez una mil millonésima parte de segundo después del Big Bang, sólo para ser detenido al encontrarse con nuestras propias matemáticas.

El hemisferio se expandió lentamente hasta alcanzar los tres cuartos de esfera... y luego formó un todo espinoso. El lado remoto tenía límite, era finito. Era la isla, no nosotros.

Alison se rió nerviosa.

—¿Era así antes de que empezáramos, o hemos sido nosotros los que hemos hecho que lo fuera?

¿Había contenido el lado cercano al lado remoto durante miles de millones de años, o había sido Luminoso el que había abierto nuevos caminos, expandiendo activamente el lado cercano hacia territorios matemáticos que no habían sido verificados nunca antes por ningún sistema físico?

Nunca lo sabríamos. Habíamos diseñado el software para que siguiera trazando el mapa de modo que cualquier proposición no reclamada pasara instantáneamente a engrosar las filas del lado cercano. Si nos hubiéramos adentrado a ciegas, hasta llegar al vacío, podríamos haber acabado verificando una proposición aislada, y sin darnos cuenta habríamos originado unas nuevas matemáticas alternativas con las que lidiar.

—Vale —dijo Alison—. ¿Qué hacemos ahora? ¿Intentamos sellar el borde o borramos la estructura entera?

Por su parte el software estaba evaluando la dificultad relativa de ambas tareas.

—Sellamos el borde, nada más —respondió Yuen de repente—. No podéis destruirlo. —Se volvió hacia mí, suplicante—. ¿Aplastaríais un fósil de
Australopitecus?
¿Borraríais del cielo la radiación cósmica de fondo? Puede que esto ponga en tela de juicio todas mis creencias, pero en ello se inscribe la verdad sobre nuestra historia. No tenemos derecho a destruirlo como bárbaros.

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