Tran se gira hacia mí con el ratón en la mano.
—Nunca he oído hablar de
Pandemónium.
Me suena a rollo psicodélico. Pero si ha leído la cabeza del tipo y las pruebas están ahí... —Se encoge de hombros—. Tendré que hacerlo antes de venderlo, así que mejor lo hago ahora.
—Por mí vale.
Pulsa el botón y aparece una pregunta: «¿Desea borrar el mapa actual y preparar el sistema para un nuevo usuario?».
Tran hace clic en «Sí».
—Póntelo y disfruta. Es gratis.
—Eres un santo. —Cojo el parche—, Pero no voy a ponérmelo sin saber para qué sirve.
Tran accede a otra base de datos y teclea PAN*.
—Ah. No está en el catálogo. Lo que quiere decir... mercado negro. ¡Ilegal! —Me sonríe como un niño que tienta a otro para que se coma un gusano—. Venga, ¿qué es lo peor que te puede hacer? —No sé. ¿Lavarme el cerebro?
—No creo. Los parches no pueden mostrar imágenes realistas. Nada que sea demasiado figurativo y nada de texto. Se hicieron pruebas con vídeos musicales, cotizaciones de la bolsa, cursos de idiomas... pero los usuarios se chocaban con todo. Ahora sólo pueden mostrar gráficos abstractos. ¿Cómo le lavas a alguien el cerebro con eso?
Lo levanto a la altura del ojo izquierdo, a modo de prueba, pero sé que no se activará hasta que no se pegue firmemente en su sitio.
—Haga lo que haga... —dice Tran— si piensas en ello desde el punto de vista de la teoría de la información, no puede mostrarte nada que no tengas en tu cabeza.
—¿De verdad? Tanto aburrimiento podría matarme. Sin embargo, parece una locura desperdiciar la oportunidad. Alguien que tiene una máquina tan cara como ésta habrá pagado una pequeña fortuna por el software. Y si es lo bastante raro como para ser ilegal puede que hasta sea un alucine. Tran está perdiendo interés.
—Tú decides.
—Exactamente.
Coloco el parche en posición sobre el ojo y dejo que la montura se adhiera suavemente a la piel.
—¿Alex? —dice Mira—, ¿No vas a contármelo?
—¿Eh? —La miro vacilante. Me sonríe, pero parece algo molesta.
—¡Quiero saber qué es lo que viste! —Se inclina sobre mí y se pone a acariciarme el pómulo con la yema del dedo, como queriendo tocar el parche, pero sin atreverse a hacerlo—. ¿Qué viste? ¿Túneles de luz? ¿Ciudades antiguas en llamas? ¿Ángeles de plata follando en tu cerebro?
Le retiro la mano.
—Nada.
—No te creo.
Pero es la verdad. Nada de fuegos artificiales cósmicos; si acaso los dibujos se atenuaban cuanto más me perdía en el sexo. Pero los detalles se me escapan, como ocurre cuando no hago un esfuerzo consciente por visualizar la imagen.
Intento explicárselo.
—La mayor parte del tiempo no veo nada en absoluto. ¿Puedes ver tú tu nariz, tus pestañas? El parche es igual. Después de las primeras horas la imagen simplemente... desaparece. No se parece a nada real, no se mueve cuando mueves la cabeza, de modo que el cerebro advierte que no tiene nada que ver con el mundo exterior y empieza a filtrarla.
Mira está escandalizada, como si la hubiera engañado de alguna forma.
—¿Ni siquiera puedes ver lo que te muestra? Entonces... ¿qué sentido tiene?
—No ves la imagen flotando delante de ti, pero aun así puedes llegar a percibirla. Es como... Existe una condición neurológica llamada visión ciega en la que se pierde toda noción de la conciencia visual, pero aun así, los que la padecen pueden adivinar lo que tienen delante si se esfuerzan mucho, porque la información les sigue llegando al cerebro.
—Como la clarividencia. Entiendo.
Roza con el dedo el
ankh
que cuelga de su cuello.
—Sí, es sorprendente. Si me proyectas una luz azul en el ojo... gracias a una especie de magia extraña, sabré que es azul.
Mira se queja y vuelve a recostarse en la cama. Pasa un coche y a través de las cortinas las luces iluminan la estatua que hay en la repisa: una mujer con cabeza de chacal en la posición de loto, un sagrado corazón visible por debajo de un pecho. Muy moderno y sincrético. Mira me dijo una vez sin inmutarse: «Ésta es mi alma, que se reencarna una y otra vez. Antes pertenecía a Mozart, y mucho antes a Cleopatra». La inscripción de la base dice «Budapest 2005». Pero lo más raro es que está fabricada como una muñeca rusa: dentro del alma de Mira hay otra alma, y dentro de ésta una tercera, y una cuarta. Yo le dije: «La última no es más que madera muerta. No tiene nada dentro. ¿Eso no te preocupa?».
Me concentro e intento evocar la imagen una vez más. El parche mide constantemente la dilatación de la pupila y la distancia focal de la lente del ojo tapado —ambas siguen de forma natural los movimientos del ojo destapado— y de acuerdo con eso ajusta el holograma sintético. De este modo la imagen del parche nunca se desenfoca, ni es demasiado brillante ni demasiado oscura, al margen de lo que esté mirando el ojo destapado. Ningún objeto real podría comportarse así; con razón el cerebro filtra los datos con tanta facilidad. Incluso en las primeras horas, cuando podía ver sin esfuerzo los dibujos que se superponían a cualquier cosa, se parecían más a imágenes mentales muy vividas que a cualquier efecto producido por la luz. Ahora la idea de que podía «mirar» el holograma y «verlo» de forma automática me resulta ridicula; en realidad se parece más a palpar un objeto en la oscuridad e intentar visualizarlo.
Lo que visualizo es esto: elaboradas ramificaciones de colores que centellean contra el fondo gris de la habitación como pulsaciones de tinta fluorescente inyectada en finas venas. La imagen parece que brilla, pero no llega a deslumhrar; aún puedo ver lo que hay en las sombras que rodean la cama. Cientos de estas ramificaciones resplandecen a la vez, pero la mayoría son casi imperceptibles y duran apenas un instante. Puede que en un momento dado resalten unas diez o doce, cada una reluciendo intensamente durante medio segundo escaso para luego desvanecerse dando paso a otras nuevas. A veces es como si uno de esos dibujos más «fuertes» le transmitiera su intensidad directamente al dibujo de al lado, sacándolo de la oscuridad, y otras veces se pueden ver los dos dibujos encendidos a la vez, una maraña de bordes entrelazados. En otros momentos la intensidad, la luminosidad, parece no proceder de ninguna parte, aunque de vez en cuando, en el fondo de la imagen, percibo dos o tres cascadas sutiles, demasiado débiles y fugaces por sí solas para poder seguirlas, que convergen en una única estructura y dan pie a una ráfaga brillante y continua.
La oblea de circuitos superconductores alojada en el parche representa gráficamente la totalidad de mi cerebro. Estos dibujos podrían ser neuronas individuales, pero, ¿qué utilidad tendría una imagen microscópica tan pequeña? Lo más seguro es que se trate de sistemas más grandes —redes de decenas de miles de neuronas— y que el conjunto sea una especie de mapa funcional: conserva las conexiones, pero reorganiza las distancias para facilitar su interpretación. Las ubicaciones anatómicas reales sólo le interesarían a un neurocirujano.
¿Pero qué sistemas me muestra exactamente? ¿Y cómo se supone que debo responder al verlos?
Casi todos los programas para parches son de biorretroalimentación. Miden el estrés —o la depresión, la excitación sexual, la concentración, cualquier cosa— y lo plasman en los códigos de colores y las formas de los gráficos. Puesto que la imagen del parche «desaparece», no supone ninguna distracción, pero la información sigue estando disponible. De hecho, se conectan áreas del cerebro que por naturaleza se ignoran mutuamente, permitiendo que se modulen de forma inaudita. O al menos eso es lo que se dice. Pero los programas de biorrealimentación deberían dejar clara su función: junto a la imagen en tiempo real debería haber una plantilla fija que indicara el objetivo que se persigue. Y esto lo único que me muestra es... un pandemónium.
—Será mejor que te vayas ahora —dice Mira.
La imagen del parche casi desaparece, como un bocadillo de tebeo pinchado, pero me esfuerzo y consigo mantenerla.
—¿Alex? Creo que deberías irte.
El vello de la nuca se me pone de punta. ¿Qué es lo que acabo de ver? ¿Los mismos dibujos al oír las mismas palabras? Intento repetir la secuencia de memoria, pero las estructuras que tengo delante —¿los dibujos del esfuerzo por recordar?— hacen que me resulte imposible. Y para cuando dejo que la imagen desaparezca ya es demasiado tarde; no sé lo que acabo de ver.
Mira me pone la mano en el hombro.
—Quiero que te vayas.
Se me pone la carne de gallina. Aunque no tengo la imagen delante, sé que se están disparando los mismo patrones. «Creo que deberías irte». «Quiero que te vayas». No estoy viendo los sonidos codificados en mi cerebro. Estoy viendo su significado.
E incluso en este momento, simplemente pensando en el significado, sé que la secuencia se repite débilmente.
Mira me zarandea enfadada y por fin me giro hacia ella.
—¿Qué te pasa? ¿Querías tirarte al parche y te molesto?
—Muy gracioso. Vete.
Me visto muy despacio para fastidiarla. Luego me quedo de pie al lado de la cama, mirando su delgado cuerpo enroscado bajo las sábanas. Pienso: «Si quisiera podría hacerle mucho daño. Sería tan fácil».
Ella me mira algo inquieta. Me avergüenzo de mi mismo: la verdad es que ni siquiera quiero asustarla. Pero es demasiado tarde, ya lo he hecho.
Me deja que le dé un beso de despedida, todo su cuerpo está tenso, desconfia. Se me revuelven las tripas. «¿Qué me pasa? ¿En qué me estoy convirtiendo?»
Sin embargo, una vez en la calle, en el aire frío de la noche, recupero la lucidez. Amor, empatia, compasión... Todo lo que suponga un obstáculo para la libertad debe ser superado. No tengo por qué elegir la violencia; pero mis decisiones carecen de sentido si dependen de la conducta social y el sentimentalismo, de la hipocresía y el autoengaño.
Nietzsche lo entendió. Sartre y Camus lo entendieron.
Con toda la tranquilidad del mundo pienso: «No había nada que me detuviera. Podría haber hecho cualquier cosa. Podría haberle roto el cuello». Pero elegí no hacerlo. Yo elijo. ¿Y cómo sucedió? ¿Cómo y cuándo? Cuando le perdoné la vida al dueño del parche... cuando elegí no ponerle un dedo encima a Mira... al final fue mi cuerpo el que actuó de una forma y no de otra. Pero, ¿dónde se origina todo el proceso?
Si el parche me muestra todo lo que pasa en mi cerebro —o todo lo que importa: pensamientos, significados, los niveles de abstracción más elevados—, entonces, si supiera cómo interpretar esos patrones, ¿podría seguir todo el proceso? ¿Sería capaz de seguir su rastro hasta la causa primera?
Me paro a media zancada. La idea es vertiginosa... y estimulante. En algún lugar en lo más profundo de mi cerebro debe estar el «yo»: el origen de toda acción, el yo que decide. Puro, incorruptible ante la cultura, la educación o los genes... el origen de la libertad humana, plenamente autónomo, responsable sólo ante sí mismo. Siempre lo he sabido, pero llevo años intentando descifrarlo.
Si el parche pudiera colocar mi alma ante un espejo, si me permitiera contemplar mi propia voluntad en el momento en que emerge del núcleo de mi ser cuando aprieto el gatillo...
Sería un instante de sinceridad perfecta, de conocimiento perfecto.
Libertad perfecta.
Estoy en casa, tumbado a oscuras, y vuelvo a evocar la imagen, experimento. Si voy a seguir el rastro a contracorriente, tengo que cartografiar tanto territorio como me sea posible. No es fácil: tengo que estudiar los pensamientos, estudiar los dibujos, intentando recordar las conexiones entre unos y otros. Al obligarme a realizar asociaciones libres, ¿estoy viendo las estructuras que corresponden a las propias ideas? ¿O los dibujos que veo responden más al hecho de que les estoy prestando atención, lo que veo no es más que la filigrana que existe entre la imagen misma y los pensamientos que espero que ésta refleje?
Enciendo la radio y sintonizo un programa de entrevistas. Intento concentrarme en las palabras sin perder de vista la imagen del parche. Consigo discernir los dibujos generados por unas pocas palabras o, al menos, los dibujos comunes a las cascadas que aparecen cuando se emplean dichas palabras. Pero a la quinta o sexta palabra pierdo la pista de la primera.
Enciendo la luz, cojo un papel e intento esbozar un diccionario. Pero lo único que consigo es desesperarme. Las cascadas surgen demasiado rápido y todo lo que hago para intentar retener un dibujo, para congelar el momento, es una intrusión que borra dicho momento.
Casi está amaneciendo. Me doy por vencido e intento dormir un poco. Pronto necesitaré dinero para el alquiler, tendré que hacer algo, a no ser que acepte la oferta de Tran por el parche. Meto la mano debajo del colchón y compruebo que la pistola sigue ahí.
Pienso en los últimos años. Un título sin valor. Tres años en el paro. Trabajos seguros en casa durante el día. Y luego las noches. Deshaciéndome capa a capa de cualquier ilusión. El amor, la esperanza, la moralidad... Todo eso tiene que ser superado. Ahora no puedo parar.
Y sé cómo tiene que acabar.
A medida que la luz penetra en la habitación noto un cambio repentino... ¿en qué? ¿En mi estado de ánimo? ¿En mi percepción? Me quedo mirando la estrecha franja de luz en la escayola descascarillada del techo y todo tiene el mismo aspecto, todo sigue igual.
Recorro mi cuerpo mentalmente, como si pudiera estar sufriendo algún dolor demasiado extraño para poder apreciarlo de inmediato. Pero lo único que noto es la tensión de mi propia incertidumbre y mi propia confusión.
La sensación de extrañeza se intensifica y dejo escapar un grito. Siento como si me hirviera la piel y diez mil gusanos emergieran de ella arrastrándose desde la carne líquida, sólo que no hay nada que explique esta sensación: no veo heridas, ni insectos, y no me duele absolutamente nada. No siento ninguna comezón, ni fiebre, ni sudor frío... Nada. Es como un relato de terror protagonizado por un yonqui con el mono, como un ataque de
delirium tremens
sacado de una pesadilla, pero carente de todo síntoma. Era el horror mismo.
Saco las piernas de la cama y me incorporo apretándome el estómago, pero es un gesto vacío: ni siquiera tengo ganas de vomitar. La sensación de angustia no está en mis tripas. Permanezco sentado y espero a que se me pase la ansiedad.
No se me pasa.
Estoy a punto de arrancarme el parche —¿qué otra cosa puede ser?—, pero cambio de idea. Antes quiero probar algo. Enciendo la radio.