Asher se mostró comprensiblemente taciturno pero dispuesto. Me explicó que antes de que todo se hiciera en digital en este sitio se archivaban películas en celuloide. Los dueños de ahora se especializaban en materiales biológicos. Las instalaciones no tenían asignados guardias de seguridad, pero las cámaras de vigilancia y los sistemas de alarma parecían imponentes y la propia estructura del recinto daba la impresión de ser prácticamente impenetrable.
La misma mañana del atentado Lansing llamó a Biofile, la empresa de almacenaje. Asher confirmó que había mandado a alguien desde la oficina de Sydney norte para que comprobara el congelador en cuestión. No faltaba nada, pero había prometido que iba a aumentar las medidas de seguridad inmediatamente. Puesto que se suponía que los congeladores eran a prueba de manipulaciones y tenían cierres individuales, lo normal era permitir que los clientes accedieran a la cámara en cualquier momento, con la única supervisión de las cámaras de vigilancia. Asher le había prometido a Lansing que en lo sucesivo nadie entraría en el edificio sin que lo acompañara un miembro de su equipo; y afirmaba que, de todos modos, nadie había entrado desde el día del atentado.
Cuando esa mañana se presentaron dos técnicos de LEI para hacer un inventario, se encontraron el número de matraces de cultivo previsto, todos ellos bien sellados y con sus correspondientes etiquetas de código de barras, pero algo en el aspecto del contenido no cuadraba. El coloide traslúcido congelado era más opalescente que turbio; un ojo inexperto nunca se habría dado cuenta, pero al parecer era más que obvio para los entendidos.
Los técnicos se llevaron unos cuantos matraces para analizarlos. LEI operaba desde un local provisional, un rincón subalquilado en un laboratorio de control de calidad de un fabricante de pintura. Lansing me había prometido que tendría los resultados de las pruebas preliminares para cuando nos viéramos.
Lansing llegó y abrió el congelador. Con una mano enguantada extrajo un matraz del remolino de vaho y lo levantó para que lo inspeccionara.
—Sólo hemos descongelado tres muestras —dijo—, pero todas tienen el mismo aspecto. Las células han sido destruidas.
—¿Cómo?
La condensación que cubría el matraz era tan densa que no podría haber dicho si estaba lleno o vacío, y mucho menos si el contenido era turbio u opalescente.
—Parecen daños provocados por radiación.
Se me puso la carne de gallina. Examiné el interior del congelador; lo único que pude distinguir fueron las tapas de varias filas de matraces idénticos. Pero si habían introducido un radioisótopo en uno de ellos...
Lansing frunció el ceño.
—Tranquilo.
Le dio unos golpecitos a una placa identificativa electrónica que llevaba sujeta a la bata de laboratorio, de superficie gris y apagada como la de una célula fotoeléctrica: un dosímetro de radiación.
—Si estuviéramos expuestos a una cantidad de radiación considerable esto estaría pitando como loco. Fuera cual fuese el origen de la radiación, ya no está aquí; y las paredes no están resplandeciendo. Su futura prole está a salvo.
Dejé pasar el comentario.
—¿Cree que todas las muestras estarán estropeadas? ¿Que no podrán salvar nada?
Lansing se mostró tan estoica como siempre.
—Eso parece. Existen técnicas sofisticadas que podríamos utilizar para intentar reparar el ADN, pero probablemente sea más fácil empezar de cero, sintetizar ADN nuevo y reintroducirlo en las líneas celulares placentarias bovinas que aún no se han manipulado. Todavía tenemos todos los datos de las secuencias, que a fin de cuentas es lo que importa.
Pensé en el sistema de cierre del congelador, en las cámaras de vigilancia.
—¿Está segura de que la fuente de la radiación estaba dentro del congelador? ¿Es posible que dañaran las muestras sin necesidad de forzarlo, directamente a través de las paredes?
Lo pensó.
—Quizá. Estas cosas no tienen mucho metal, casi todo es poliestireno. Pero no soy física de radiación: seguramente los forenses de su equipo puedan darle una mejor explicación de lo que pasó cuando hayan examinado el congelador. Si los polímeros de la espuma están dañados se podrían utilizar para reconstruir la geometría del campo de radiación.
Un equipo forense estaba de camino.
—¿Cómo lo harían? —dije—. Pasaron por aquí tranquilamente y...
—Lo dudo. Una fuente capaz de hacer esto de una sola vez habría sido incontrolable. Es mucho más probable que hayan tardado semanas, o meses, utilizando niveles de radiación bajos.
—¿Entonces tuvieron que introducir alguna clase de dispositivo en su propio congelador y luego orientarlo hacia el de ustedes? Pero en ese caso... podríamos seguir el rastro de los efectos hasta la fuente, ¿no? ¿Cómo esperaban salirse con la suya?
—Es mucho más simple —dijo Lansing—. Hablamos de una modesta cantidad de un isótopo emisor de rayos gamma, no de un arma que dispara haces de partículas y que vale miles de millones de dólares. El alcance efectivo sería de un par de metros, como mucho. Si lo hicieron desde fuera su lista de sospechosos se reduce a dos.
Le dio un golpe al congelador que estaba a la izquierda del de LEI, luego hizo lo mismo con el de la derecha y dijo:
—Ajá.
—¿Qué?
Volvió a golpear los dos congeladores. El segundo sonó a hueco.
—¿No tiene nitrógeno líquido? ¿No lo están usando?
Lansing asintió. Alargó la mano hacia el tirador del congelador.
—No creo que... —dijo Asher.
El congelador no estaba cerrado, la tapa se abrió con facilidad. La placa de Lansing empezó a pitar, y lo que era peor, dentro había algo con baterías y cables...
No sé qué fue lo que me impidió darle un empujón, pero Lansing, sin inmutarse, levantó la tapa del todo.
—No se alarme. Esta dosis no es nada. Casi no es detectable.
A primera vista lo que había en el interior parecía una bomba casera, pero las baterías y el chip temporizador que alcancé a ver estaban conectados a un solenoide de uso industrial, que era parte de un complejo mecanismo obturador colocado en un lado de una gran caja metálica de color gris.
—Lo más probable es que sean piezas recicladas de equipos médicos —dijo Lansing—. ¿Sabe que estas cosas a veces aparecen en los vertederos? —Se quitó la placa y la acercó a la caja; el pitido de la alarma aumentó, pero sólo un poco—. El revestimiento parece estar intacto.
—Esta gente tiene acceso a potentes explosivos —dije con la mayor calma que pude—. No tiene ni idea de qué coño puede haber ahí, o a qué está conectado. Ahora mismo vamos a salir tranquilamente de aquí y vamos a dejar que se encarguen los robots artificieros.
Pareció que iba a protestar, pero luego se arrepintió y asintió. Los tres salimos a la calle y Asher llamó a la empresa de servicios antiterroristas. De pronto me di cuenta de que tendrían que desviar todo el tráfico del puente. El atentado de Lane Cove había aparecido de pasada en algunos medios, pero esto abriría las noticias de la noche.
Me llevé a Lansing aparte.
—Han destruido su laboratorio. Han acabado con sus líneas celulares. Es prácticamente imposible que puedan encontrar y dañar sus datos, de manera que el siguiente objetivo lógico es usted y sus empleados. Nexus no ofrece servicios de protección, pero puedo recomendarle una buena empresa.
Le di el número de teléfono y lo aceptó con la solemnidad que requería la ocasión.
—¿Entonces por fin me cree? —dijo—. Esta gente no son saboteadores comerciales. Son fanáticos peligrosos.
Me estaba empezando a hartar de sus vagas referencias a los «fanáticos».
—¿En quién está pensando en concreto?
—Estamos manipulando ciertos... procesos naturales —dijo en tono enigmático—. Puede sacar sus propias conclusiones, ¿no?
No tenía ninguna lógica. Lo más probable era que grupos como Imagen de Dios estuvieran a favor de obligar a usar la crisálida a todas las mujeres embarazadas que estuvieran infectadas con el VIH o que fueran drogadictas. No iban a intentar cargarse la tecnología a bombazos. A los Soldados de Gaia les preocupaba más la manipulación genética de cultivos y bacterias que cualquier modificación trivial que pudiera introducirse en una especie tan insignificante como la humana, y no habrían usado radioisótopos aunque el destino del planeta dependiera de ello. Lansing empezaba a sonar como una auténtica paranoica, aunque dadas las circunstancias tampoco podía culparla.
—No saco ninguna conclusión —dije—. Sólo le aconsejo que sea prudente y tome precauciones, porque no sabemos hasta dónde puede llegar esto. Pero... Biofile debe alquilarle congeladores a toda la competencia de LEI. A un rival comercial le habría resultado mil veces más fácil colarse en la cámara acorazada y plantar esa cosa que a cualquier supuesto miembro de una secta.
Una furgoneta blindada de color gris se paró delante de nosotros con un chirrido. La puerta trasera se abrió de golpe, se deslizaron unas rampas y descendió un robot rechoncho de múltiples extremidades que se desplazaba sobre orugas. Levanté la mano para saludar y el robot hizo lo mismo. El operador era amigo mío.
—Puede que tenga razón —dijo Lansing—. De todas formas nada impide que un terrorista trabaje en el sector de la biotecnología, ¿verdad?
Al final el dispositivo no era una bomba trampa. Estaba programado para rociar las valiosas células de LEI con rayos gamma. Lo hacía en intervalos de seis horas, empezando cada noche a las doce. Incluso en el poco probable caso de que alguien hubiese entrado en la cámara acorazada de madrugada y se hubiese metido en el estrecho espacio que quedaba entre los congeladores, la dosis recibida no habría sido gran cosa. Como había sugerido Lansing, era el efecto acumulado durante meses lo que había destruido las líneas celulares. El radioisótopo de la caja era cobalto 60 y lo más seguro es que procediera de un equipo médico retirado de servicio que habría sido robado de un local de «enfriamiento». Estaría demasiado gastado para cumplir su función original, pero se mantenía lo bastante activo como para deshacerse de él. No se había denunciado ningún robo parecido, pero los ayudantes de Elaine Chang estaban llamando a los hospitales, intentando convencerlos para que volvieran a hacer inventario en sus bunkers de hormigón.
El cobalto 60 era un material peligroso, pero cincuenta miligramos en un recipiente bien aislado no eran exactamente lo que se dice un arma nuclear estratégica. Aun así, los sistemas de noticias se volvieron locos: ¡TERRORISTAS ATÓMICOS ATENTAN CONTRA EL PUENTE DEL PUERTO! Etcétera. Si los enemigos de LEI eran activistas que pretendían plantear al pueblo algún tipo de «causa moral», estaba claro que tenían los peores asesores de relaciones públicas del mercado. La posibilidad de ganarse la menor simpatía se esfumó en cuanto las primeras noticias mencionaron la palabra «radiación».
Mi software secretario publicó amables declaraciones de «Sin comentarios» en mi nombre, pero los equipos de camarógrafos empezaron a rondar la puerta de mi casa, así que tuve que ceder y soltarles unas cuantas frases con gancho mediático que venían a decir lo mismo. A Martin todo esto le parecía la mar de divertido. Después fui yo el que se divirtió viendo por la tele la conferencia de prensa que Janet Lansing ofreció desde la misma puerta de su casa. Me quedé de piedra.
—Esta claro que esta gente no tiene escrúpulos. La vida de las personas, el medio ambiente, la contaminación radiactiva: para ellos no significan nada.
—¿Tiene idea de quién puede ser el responsable de esta atrocidad, doctora Lansing?
—No puedo revelarlo todavía. Por ahora lo único que puedo revelar es que nuestra investigación está a la vanguardia de la medicina preventiva, y no me sorprende nada que haya poderosos intereses creados que trabajan en nuestra contra.
«¿Poderosos intereses creados?» Si eso no era una alusión en clave a la empresa biotecnológica rival cuya implicación ella seguía negando, no sé lo que era. Estaba claro que Lansing quería aprovechar las ventajas publicitarias de ser la víctima de TERRORISTAS ATÓMICOS, pero en mi opinión estaba malgastando saliva. En un par de años o un poco más, cuando el producto saliera finalmente al mercado, nadie se acordaría de la noticia.
Después de arduas negociaciones legales, Asher por fin me envió seis meses de archivos de las grabaciones de vigilancia de la cámara acorazada: todo lo que tenían. El congelador en cuestión no se había utilizado en casi dos años. El último usuario autorizado había sido una pequeña clínica de fertilización in vitro que había ido a la quiebra. En la actualidad sólo estaba alquilado más o menos un 60% de los congeladores, así que no era tan raro que LEI tuviera un vecino oportunamente vacío.
Pasé los archivos por un software de procesamiento de imágenes con la esperanza de que las cámaras hubieran captado a alguien abriendo el congelador en desuso. La búsqueda tardó casi una hora de superordenador y no obtuvo ningún resultado, cero. Unos minutos más tarde, Elaine Chang asomó la cabeza por mi oficina para decirme que había terminado el análisis de los daños de las paredes del congelador: la irradiación nocturna se había prolongado durante ocho o nueve meses.
Si inmutarme, volví a examinar los archivos y esta vez le di instrucciones al software para que recopilara una galería con todos los individuos que aparecieran en la cámara acorazada.
Surgieron sesenta y dos caras. Les puse a todas el nombre de la empresa a la que pertenecían, haciendo coincidir la hora en que aparecían con los registros de uso de la llave electrónica de cada cliente de Biofile. No pude apreciar ninguna inconsistencia clara; dentro no había habido nadie que no tuviera una llave autorizada para entrar, y las mismas personas había usado las mismas llaves, una y otra vez.
Las caras de la galería pasaban ante mis ojos y me preguntaba cuál debería ser mi siguiente paso. ¿Buscar a todo el que mirara con disimulo hacia el congelador radiactivo? El software podía hacerlo, pero yo no estaba dispuesto a complicarme tanto la vida.
Llegué a una cara que me pareció familiar: una mujer rubia de unos treinta y cinco años que había utilizado en tres ocasiones la llave que pertenecía a la Unidad de Investigación Oncológica del hospital Centenario de la Federación. Estaba seguro de que la conocía, pero no podía recordar dónde la había visto antes. No importaba. No tardé más de unos segundos en encontrar una imagen nítida de la placa identificativa sujeta a su bata de laboratorio. Sólo tenía que agrandar la imagen.