De mi garganta sale el sonido de una arcada y casi se me doblan las rodillas. Esto es saber demasiado, soy incapaz de aceptarlo. Sin mover la pistola ni un centímetro meto la mano por debajo del pasamontañas y me arranco el parche.
No cambia nada. El espectáculo continúa. El cerebro ha interiorizado todas las asociaciones, todas las conexiones, y el significado sigue revelándose sin tregua.
No hay ninguna causa primera, no hay ningún sitio del que puedan brotar las decisiones. Lo que hay es una enorme máquina con álabes y turbinas gobernada por el flujo causal que la recorre. Una máquina construida con palabras, imágenes e ideas hechas carne.
No hay nada más: sólo estos dibujos y las conexiones entre ellos. Las «decisiones» se toman en todas partes: en cada asociación, en cada enlace de ideas. La estructura al completo, la máquina en su conjunto, es quien «decide».
¿Y el señor Volición? El señor Volición no es nada más que la idea de sí mismo. El pandemónium puede imaginar cualquier cosa: Papá Noel, Dios... el alma humana. Puede construir un símbolo para cada idea, y conectarlo con otros miles, pero eso no significa que la cosa representada por el símbolo pueda llegar a ser real.
Aterrorizado, triste y avergonzado, miro fijamente al hombre que tiembla delante de mí. ¿En nombre de quién lo estoy sacrificando? Podría haberle dicho a Mira: «Una muñequita ánima ya es demasiado». Entonces, ¿por qué no podía decírmelo a mí mismo? No hay un segundo yo dentro del yo, no hay ningún titiritero que maneja los hilos y toma las decisiones. Sólo existe la máquina en su conjunto.
Y bajo escrutinio, el engranaje con ínfulas se marchita. Ahora que el pandemónium puede verse a sí mismo en su totalidad, el señor Volición deja de tener sentido.
No hay nada ni nadie por quien matar: ningún emperador de la mente que haya que defender con la propia vida. Y no hay ningún obstáculo que superar para alcanzar la libertad: el amor, la esperanza, la moral... Echa abajo toda esa hermosa maquinaria y lo que quedará será un puñado de células nerviosas moviéndose espasmódicamente al azar, no un radiante
übermensch
puro e inmaculado. La única libertad reside en ser esta máquina y no otra.
De modo que esta máquina baja la pistola, levanta una mano en un torpe gesto de contrición, da media vuelta, sale corriendo y se pierde en la noche. Sin detenerse para recuperar el aliento y consciente como de costumbre del peligro de la persecución, pero llorando lágrimas de liberación todo el camino.
Nota del autor: Este cuento se inspira en los modelos cognitivos del pandemónium de Marvin Minsky, Daniel C. Dennet, y otros. No obstante, el breve esbozo que aquí se presenta sólo pretende dar una impresión general de cómo funcionan estos modelos y en ningún caso hace justicia a los puntos concretos. Los modelos aparecen descritos al detalle en
La concienáa explicada
de Dennet y
La sociedad de la mente
de Minsky.
La explosión hizo añicos las ventanas a cientos de metros de distancia, pero no provocó ningún incendio. Más tarde descubrí que había sido detectada por un sismógrafo de la universidad de Macquarie, que fijó la hora con precisión: 3:52 a.m. Los vecinos despertados por la explosión llamaron a emergencias en cuestión de minutos y nuestro operador del turno de noche me telefoneó justo después de las cuatro, pero no tenía sentido que me diera prisa por llegar a la escena porque sólo conseguiría estorbar. Me senté delante de la terminal de mi estudio durante casi una hora, recopilando información, siguiendo el tráfico de radio con los auriculares, bebiendo café y tratando de no hacer demasiado ruido al teclear.
Para cuando llegué los contratistas del servicio local de bomberos ya se habían ido, luego de certificar que no había riesgo de que hubiera más explosiones, pero nuestro personal forense seguía estudiando las ruinas minuciosamente, el zumbido eléctrico de sus equipos casi ahogado por el canto de los pájaros. Lane Cove era un barrio tranquilo y arbolado a las afueras, una mezcla de zona residencial y polígono de alta tecnología; la exuberante vegetación de los espacios abiertos corporativos se integraba casi a la perfección con el parque nacional adyacente que se extendía a ambos lados del río Lane Cove. El mapa de la zona de la terminal de mi coche indicaba que en el polígono había proveedores de reactivos de laboratorio y productos farmacéuticos, fabricantes de instrumentos de precisión para aplicaciones científicas y aeroespaciales, y no menos de veintisiete empresas de biotecnología. Entre estas últimas se encontraba Life Enhancement International, cuyo otrora imponente edificio de hormigón se veía ahora reducido a una colección de bloques blancos y polvorientos que se apiñaban en torno a barras de refuerzo retorcidas. Las primeras luces del día hacían centellear el acero que había quedado expuesto, tan prístino que resultaba desconcertante. El edificio tenía sólo tres años. Ahora veía por qué el equipo forense había descartado un accidente al primer vistazo: unos cuantos bidones de disolvente orgánico no podían ni de lejos haber hecho algo parecido. Nada almacenado legalmente en un área residencial podía reducir a escombros un edificio moderno en cuestión de segundos.
Vi a Janet Lansing nada más bajarme del coche. Examinaba las ruinas con una expresión de estoicismo en la cara, pero se abrazaba a sí misma. Es probable que estuviera algo conmocionada. No había otra explicación para que tuviera frío; había hecho un calor asfixiante toda la noche y la temperatura ya estaba subiendo. Lansing era la directora del complejo de Lane Cove: cuarenta y tres años, doctorada en biología molecular por Cambridge y con un máster en gestión de empresas de una universidad virtual japonesa igualmente prestigiosa. Antes de salir de casa le había pedido a mi buscador que extrajera sus referencias y su foto de diferentes bases de datos.
Me acerqué a ella y le dije:
—James Glass, Investigaciones Nexus.
Frunció el ceño al ver mi tarjeta, pero la aceptó, y luego miró a los técnicos que arrastraban sus cromatógrafos de gases y sus equipos holográficos por el perímetro de las ruinas.
—Son suyos, supongo.
—Sí. Llevan aquí desde las cuatro.
Esbozó una sonrisita de suficiencia.
—¿Qué pasa si le doy el trabajo a otros y los denuncio a todos por allanamiento?
—Si contrata a otra empresa, con mucho gusto les entregaremos todas las muestras y la información que hemos reunido.
Asintió como distraída.
—Los contrato a ustedes, por supuesto. ¿Desde las cuatro? Estoy impresionada. Han llegado incluso antes que los del seguro.
Lo cierto era que «los del seguro» de LEI eran dueños del 49% de Investigaciones Nexus, y se quedarían al margen hasta que hubiésemos terminado, pero no vi motivo para mencionarlo. Con amargura, Lansing añadió:
—Nuestra supuesta empresa de seguridad sólo se ha atrevido a llamarme hace media hora. Es evidente que han saboteado una caja de conexión de fibra óptica, dejando desconectada a toda la zona. Se supone que tienen que mandar una patrulla en caso de que haya problemas con el equipo, pero al parecer no se han molestado.
Hice una mueca de comprensión.
—¿Qué era exactamente lo que hacían aquí?
—¿Lo que hacíamos? Nada. No hacíamos fabricación; esto era I+D puro y duro.
De hecho ya había establecido que todas las fábricas de LEI estaban en Tailandia e Indonesia, que la oficina central estaba en Mónaco y que las instalaciones de investigación estaban diseminadas por todo el mundo. Sin embargo, entre exasperar al cliente y demostrarle que uno conoce los hechos existe una línea muy delgada. Un perfecto extraño tiene que despistarse al menos una vez haciendo una suposición trivial, tiene que hacer al menos una pregunta equivocada. Yo siempre lo hago.
—¿Y qué es lo que investigaban y desarrollaban?
—Eso es información comercial delicada.
Me saqué la agenda del bolsillo de la camisa y le enseñé un contrato estándar con las cláusulas de confidencialidad habituales. Ella le echó un vistazo y luego hizo que su propio ordenador escrutara el documento. Conversando en infrarrojos modulados, las máquinas negociaron prontamente la letra pequeña. Mi agenda firmó el contrato electrónicamente en mi nombre, y lo mismo hizo la de Lansing; a continuación ambas emitieron felizmente y al unísono un pitido para comunicarnos que se había llegado a un acuerdo.
—Nuestro principal proyecto consistía en diseñar células sincitiotrofoblásticas mejoradas —dijo Lansing. Sonreí con paciencia y me lo tradujo—: Fortalecer la barrera entre los suministros sanguíneos de la madre y el feto. La madre y el feto no comparten la sangre directamente, pero intercambian nutrientes y hormonas por medio de la barrera placentaria. El problema es que también pueden colarse todo tipo de virus, toxinas, fármacos y drogas. Las células de la barrera natural no han evolucionado para lidiar con el VIH, el síndrome alcohólico fetal, los bebés que nacen con adicción a la cocaína o un desastre como el de la talidomida. Nuestro objetivo es introducir un vector que modifique los genes. Para ello bastará una sola inyección intravenosa que activará la formación de una capa de células adicional en las estructuras de la placenta adecuadas, células diseñadas específicamente para proteger el suministro de sangre del feto de los contaminantes presentes en la sangre materna.
—¿Una barrera más gruesa?
—Más lista. Más selectiva. Más exigente con lo que tiene que dejar pasar. Sabemos exactamente lo que el feto en desarrollo necesita de la sangre materna. Estas células manipuladas genéticamente contendrían canales específicos para transportar cada una de esas sustancias. No dejarían pasar nada más.
—Impresionante.
Una crisálida que envuelve al bebé nonato y lo protege de todos los venenos de la sociedad moderna. Exactamente el tipo de tecnología beneficiosa que cabría esperar de una empresa que se llamaba Life Enhancement: mejorando la vida desde el arbolado barrio de Lane Cove. Lo cierto era que hasta un lego en la materia podía ver unas cuantas lagunas en el planteamiento. A mi entender los niños normalmente se infectaban con el VIH durante el parto, no durante el embarazo, pero supongo que había otros virus que pasaban por la barrera placentaria con más frecuencia. La verdad es que no sabía si las madres con riesgo de dar a luz niños con deficiencias provocadas por el alcohol o a niños adictos a la cocaína iban a agolparse delante de los hospitales para colocarse las barreras fetales modificadas. En cambio sí podía imaginarme una fuerte demanda por parte de la gente que vivía aterrorizada por los aditivos alimentarios, los pesticidas y los agentes contaminantes. A la larga, si el sistema funcionaba de verdad y su precio no era prohibitivo, podría incluso llegar a formar parte de la atención prenatal de rutina.
Una tecnología beneficiosa y lucrativa.
En todo caso, hubiera o no factores biológicos, económicos y sociales que fueran a impedir el éxito sin paliativos de la tecnología, costaba imaginarse que alguien pudiera ponerle pegas a la idea en sí.
—¿Trabajaban con animales? —dije.
Lansing frunció el ceño.
—Sólo utilizábamos embriones de ternero y úteros bovinos vacíos cuyos tejidos se mantenían artificialmente. Si ha sido un grupo pro defensa de los derechos de los animales, les habría traído más cuenta poner una bomba en un matadero.
—Mmm.
En los últimos años, la sucursal de Sydney de Igualdad para los Animales (el único grupo conocido por utilizar métodos tan extremos) se había concentrado en los laboratorios que investigaban con primates. Podían haber cambiado de estrategia, o les podían haber informado mal, pero aun así LEI me parecía un objetivo raro. Seguía habiendo montones de laboratorios que utilizaban ratas y conejos vivos como si fueran tubos de ensayo desechables, y todo el mundo estaba al corriente. Muchos de ellos quedaban bastante cerca.
—¿Y alguien de la competencia?
—Por lo que sé no hay nadie más que esté desarrollando este tipo de producto. No es una competición. Ya hemos obtenido las patentes individuales de todos los principales componentes: los conductos de la membrana, las moléculas transportadoras. En cualquier caso los posibles competidores tendrían que pagarnos los derechos de licencia.
—¿Y si ha sido alguien que sólo quería perjudicarles financieramente?
—Entones tendrían que haber puesto la bomba en una de las fábricas. Cortar nuestra fuente de ingresos habría sido la mejor manera de hacernos daño. Con este laboratorio no se ganaba ni un céntimo.
—Aun así el precio de sus acciones bajará en picado, ¿no? No hay nada que ponga más nervioso a un inversor que el terrorismo.
Lansing me dio la razón de mala gana.
—Pero entonces quien se aprovechara de ello para lanzar una OPA hostil también se vería afectado. No voy a negar que en este sector hay sabotajes comerciales de vez en cuando, pero no algo tan burdo como esto. La ingeniería genética es un negocio sutil. Las bombas son para los fanáticos.
Tal vez. Pero, ¿quién sería tan fanático como para oponerse a la idea de proteger embriones humanos de virus y venenos? Varias sectas religiosas se oponían de plano a cualquier tipo de modificación de la biología humana, pero las que empleaban la violencia le habrían puesto una bomba a un fabricante de fármacos abortivos, no a un laboratorio dedicado a la tarea de salvaguardar el feto.
Se nos acercó Elaine Chang, la jefa del equipo forense. Se la presenté a Lansing.
—Fue un trabajo muy profesional —dijo Elaine—. Si hubiesen contratado a expertos en demoliciones lo habrían hecho exactamente igual. Pero claro, es muy probable que utilizaran el mismo software para calcular los tiempos y la colocación de las cargas.
Cogió su agenda y nos mostró una estilizada reconstrucción del edificio que indicaba las ubicaciones hipotéticas de las cargas explosivas. Pulsó un botón y la simulación se derrumbó hasta parecerse al desastre real que teníamos a nuestras espaldas.
—Hoy en día la mayoría de los fabricantes serios marcan cada partida de explosivos con elementos traza que permanecen en el residuo —continuó diciendo—. Hemos vinculado las cargas que se utilizaron aquí con un lote robado de un almacén de Singapur hace cinco años.
—Lo que puede que no sea de gran ayuda, me temo —añadí yo—. Después de cinco años en el mercado negro podrían haber cambiado de manos unas cuantas veces.