—... alarma de ciclón en la costa noroeste...
Los diez mil gusanos se arrastran y se revuelven; las palabras los golpean como el chorro de una manguera de incendios. Apago la radio de golpe, calmando la ansiedad, y entonces las palabras resuenan en mi cerebro:
... ciclón...
La cascada envuelve el concepto en un bucle, disparando los dibujos que corresponden al sonido mismo; a una visión fugaz de la palabra escrita; a una imagen extraída de un centenar de mapas de satélite meteorológico; a secuencias de telediarios que muestran palmeras azotadas por el viento y a muchas cosas más, demasiadas para poder ser asimiladas.
... alarma de ciclón...
La mayoría de los dibujos correspondientes a «alarma» ya se estaban disparando, alertados por el propio contexto, anticipando lo obvio. Los dibujos de las secuencias filmadas de los momentos más críticos de la tormenta se refuerzan, y desencadenan otros que corresponden a las imágenes de la mañana siguiente de la gente delante de sus casas arrasadas.
... costa noroeste...
El dibujo correspondiente al mapa del satélite meteorológico se tensa, concentrando su energía en una imagen recordada —o elaborada— en la que el remolino de nubes se coloca en posición. Se disparan los dibujos de los nombres de media docena de ciudades del noroeste, y los de las imágenes de parajes turísticos... hasta que la cascada se desvanece en vagas asociaciones de ruda y espartana simpleza.
Y entiendo lo que está pasando. (Se disparan los dibujos de «entender», se disparan los dibujos de «dibujos», se disparan los dibujos de «confuso», «abrumado», «loco»...)
El proceso se ralentiza un poco (se disparan dibujos que corresponden a todos esos conceptos). Puedo abarcarlo con calma, puedo verlo con claridad (se disparan dibujos). Me siento con la cabeza apoyada en las rodillas (se disparan dibujos) intentando concentrarme lo suficiente para afrontar todas las resonancias y asociaciones que el parche (se disparan dibujos) sigue mostrándome a través de mi ojo izquierdo que apenas puede ver.
Nunca hubo necesidad de hacer lo imposible, de sentarse y ponerse a dibujar un diccionario en papel. En los últimos diez días las estructuras han ido grabando su propio diccionario en mi cerebro. No hace falta observar y recordar de forma consciente qué dibujo corresponde a qué pensamiento: todo el tiempo que he estado despierto lo he pasado expuesto precisamente a esas asociaciones, y a fuerza de repetirse ellas solas se han grabado a fuego en mis sinapsis.
Y ahora está dando sus frutos. No necesito que el parche me diga lo mismo que yo me diría que estoy pensando. Lo que me muestra es todo lo demás: todos los detalles demasiado sutiles e inestables para ser captados mediante simple introspección. No el único y evidente caudal de la consciencia —la secuencia definida por el dibujo más fuerte en cada momento—, sino todas las corrientes y remolinos que se agitan por debajo.
El caótico proceso del pensamiento en su totalidad.
El pandemónium.
Hablar es una pesadilla. Practico solo, contestándole a la radio. Estoy demasiado inseguro; hasta que aprenda a no atorarme, a no perder el hilo, no me atrevo ni siquiera a llamar por teléfono.
Apenas puedo abrir la boca sin percibir una docena de dibujos de palabras y frases que «surgen para la ocasión», compitiendo por la oportunidad de ser pronunciadas; y las cascadas que en una fracción de segundo deberían haber convergido hacia una opción (es lo que debía pasar antes, o todo el proceso no habría funcionado nunca) fluctúan sin parar y no acaban de definirse por el mero hecho de que me he vuelto demasiado consciente de todas las alternativas. Después de un rato aprendo a suprimir esta reacción, al menos lo suficiente para no quedarme paralizado. Pero aun así la sensación es muy extraña.
Enciendo la radio. Un oyente dice: «Malgastar el dinero de los contribuyentes en rehabilitación es simple y llanamente admitir que no los tuvimos encerrados el tiempo suficiente».
Se forman cascadas de dibujos que representan el sentido literal de las palabras y una multitud de asociaciones y conexiones... pero ya están entrelazadas con otras cascadas que construyen posibles respuestas invocando sus propias asociaciones.
Respondo tan rápido como puedo:
—La rehabilitación es más barata. ¿Y qué sugieres? ¿Encerrarlos hasta que estén tan seniles que ya no puedan volver a delinquir?
A medida que hablo los dibujos de las palabras escogidas se iluminan triunfalmente, mientras que los de otras veinte o treinta palabras y frases se desvanecen... como si oír lo que acabo de decir fuera la única forma de confirmar que han perdido la oportunidad de ser pronunciadas.
Repito el experimento docenas de veces hasta que puedo «ver» con claridad todos los dibujos-respuesta alternativos. Los observo mientras tejen sus complicadas redes de significado por toda mi mente, con la esperanza de ser elegidos.
Pero... ¿elegidos dónde, elegidos cómo?
Me sigue resultando imposible saberlo. Si trato de ralentizar el proceso mis pensamientos se bloquean del todo, y si consigo pronunciar una respuesta, se esfuma la posibilidad de seguir su dinámica. Un segundo o dos más tarde, aún puedo «ver» la mayoría de las palabras y asociaciones que se han ido disparando... pero intentar localizar el origen —el yo— de la decisión que me hizo pronunciar lo que he contestado es como intentar encontrar al culpable de un accidente múltiple en un amasijo de mil coches cuando sólo has visto una imagen fugaz y borrosa de lo sucedido.
Decido descansar una o dos horas. (De alguna forma, decido.) La sensación de que me descompongo en un montón de larvas que se retuercen ha perdido fuerza, pero no puedo desconectar del todo la percepción del pandemónium. Podría intentar quitarme el parche, pero no me parece que merezca la pena correr el riesgo de pasar por un largo y lento proceso de reaclimatación cuando me lo vuelva a poner.
De pie en el cuarto de baño, mientras me afeito, me paro un momento para mirarme a los ojos. «¿Quiero seguir adelante con esto? ¿Mirar mi mente en un espejo mientras mato a un extraño? ¿Qué cambiaría? ¿Qué demostraría?»
Demostraría que dentro de mí hay una chispa de libertad que nadie más puede tocar, que nadie más puede reclamar para sí. Demostraría que finalmente soy responsable de todo lo que hago.
Siento que algo está emergiendo en el pandemónium. Algo que surge de las profundidades. Cierro los dos ojos, me agarro al lavabo para calmarme; luego los abro y vuelvo a concentrarme en los dos espejos.
Y finalmente lo veo, superpuesto a la imagen de mi cara: una estructura intrincada, con forma de estrella, como una especie de criatura bentónica luminosa, que lanza delicados hilos para tocar diez mil palabras y símbolos, toda la maquinaria del pensamiento bajo su mando. Me sacude una sensación de
déjá vu
: llevo días «viendo» este dibujo. Cada vez que pensaba en mí mismo como sujeto, como actuante. Cada vez que reflexionaba sobre el poder de la voluntad. Cada vez que recordaba el momento en que casi aprieto el gatillo...
No tengo ninguna duda, esto es. El yo que elige. El yo que es libre.
Vuelvo a mirarme a los ojos y el dibujo se ilumina no sólo al ver mi cara, sino al verme a mi mismo mirándola, y sabiendo que estoy mirando... y sabiendo que en cualquier momento podría dejar de mirar.
Me quedo contemplando esta maravilla. ¿Qué nombre le pongo a esto? ¿«Yo»? ¿«Alex»? Ninguno de los dos se ajusta bien; su significado está agotado. Busco la palabra, la imagen que provoque la respuesta más contundente. Mi propio rostro en el espejo, visto desde fuera, apenas provoca un destello, pero cuando me percibo a mí mismo sentado en la oscura caverna de mi cráneo, anónimo, mirando desde dentro a través de los ojos, controlando el cuerpo... tomando las decisiones, manejando los hilos... el dibujo se reconoce a sí mismo y resplandece.
—El señor Volición —susurro—. Eso es lo que soy.
Me empieza a doler la cabeza. Dejo que la imagen del parche desaparezca de mi campo de visión.
Al terminar de afeitarme examino la cara exterior del parche por primera vez en varios días. El dragón que se libera de su propio retrato insustancial para alcanzar la solidez; o al menos, está dibujado para que lo parezca. Pienso en el hombre a quien se lo robé y me pregunto si llegó a profundizar en el pandemónium tanto como yo.
Pero no puede haberlo hecho, o de lo contrario nunca me hubiera permitido que se lo robara. Porque ahora que he entrevisto la verdad, sé que defendería con mi vida el privilegio de seguir viéndola de este modo.
Salgo de casa alrededor de la medianoche, hago un reconocimiento de la zona, le tomo el pulso. Cada noche tiene sus propios flujos de actividad entre los clubes, los bares, los burdeles, las casas de apuestas, las fiestas privadas. Pero yo no voy buscando sitios concurridos. Busco un lugar al que nadie tenga motivos para ir.
Finalmente me decido por una obra flanqueada por oficinas vacías. Parte del suelo queda protegido de la luz de las dos farolas más próximas por un gran contenedor situado a un lado de la calle que proyecta una sombra triangular negra. Me siento en la arena y en el polvo de cemento húmedos de rocío. Tengo la pistola y el pasamontañas en la chaqueta, al alcance de la mano.
Espero tranquilamente. He aprendido a ser paciente; hay noches en las que veo amanecer con las manos vacías. Pero la mayoría de las noches alguien toma un atajo. La mayoría de las noches alguien se pierde.
Estoy atento por si oigo pasos, pero dejo que mi mente divague. Trato de seguir el pandemónium más de cerca, ver si puedo absorber la secuencia de imágenes de forma pasiva mientras pienso en otra cosa. Y luego las repito de memoria, la película de mis pensamientos.
Cierro el puño, lo abro. Cierro el puño y... lo mantengo cerrado. Intento pillar al señor Volición con las manos en la masa, poniendo a prueba mi libre albedrío. Si reconstruyo lo que creo que «vi», el dibujo de miles de espirales se ilumina con intensidad, pero la memoria me juega extrañas pasadas: no puedo reproducir la secuencia correctamente. Cada vez que me proyecto la película en la cabeza, primero veo cómo se encienden casi todos los otros dibujos implicados en la acción —enviando cascadas que convergen en el señor Volición haciendo que se dispare—, justo lo contrario de lo que sé que pasa en realidad. El señor Volición se ilumina en el preciso instante en que siento cómo elijo... por tanto, ¿qué otra cosa aparte de estática mental puede preceder a ese momento crucial?
Practico durante más de una hora, pero la ilusión persiste. ¿Alguna distorsión de la percepción temporal? ¿Algún efecto secundario del parche?
Se acercan unos pasos. Una persona.
Me pongo el pasamontañas, espero unos segundos. Entonces me incorporo muy despacio hasta quedarme un poco agachado y echo un vistazo asomándome por el borde del contenedor. Acaba de pasar y no mira hacia atrás.
Lo sigo. Camina rápido, con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Cuando estoy a tres metros de él, lo bastante cerca para persuadir a la mayoría de la gente de que correr es inútil, lo llamo en voz baja:
—Para.
Primero me echa un vistazo por encima del hombro y luego se da la vuelta. Es joven, dieciocho o diecinueve años, es más alto que yo y probablemente más fuerte. Tendré que estar atento por si se le ocurre la estupidez de hacerse el valiente. No se frota los ojos, pero el pasamontañas siempre parece inspirar una expresión de incredulidad. El pasamontañas y la calma: si no me pongo a mover los brazos y a gritar obscenidades estilo Hollywood, algunas personas no consiguen aceptar que va en serio.
Me acerco. Lleva un diamante en una oreja. Bastante pequeño, pero mejor que nada. Se lo señalo y me lo entrega. Se hace el duro, pero no parece que vaya a intentar ninguna tontería.
—Saca la cartera y enséñame lo que hay dentro.
Lo hace, colocando el contenido en forma de abanico para que pueda verlo, como si fueran las cartas de una baraja. Elijo el dinero-e, «e» de «especialmente fácil de hackear». No puedo leer el saldo, pero me lo guardo en el bolsillo y le dejo que se quede con lo demás.
—Ahora quítate los zapatos.
Se lo piensa y un destello de puro resentimiento se vislumbra en su mirada. Pero está demasiado asustado para protestar. Hace lo que le digo con torpeza, apoyándose en un pie y luego en el otro. No lo culpo: sentado yo también me sentiría más vulnerable. Aunque da lo mismo.
Mientras me ato sus zapatos a la parte de atrás del cinturón con una mano, me mira como si estuviera calibrando si comprendo que no tiene nada más que ofrecerme; intentando decidir si eso me va a decepcionar o me va a mosquear. Le sostengo la mirada, en absoluto disgustado, simplemente intentando memorizar su rostro.
Por un segundo trato de visualizar el pandemónium, pero no hace falta. Ahora puedo interpretar los dibujos en sus propios términos, asimilándolos y comprendiéndolos en su totalidad a través del nuevo canal sensorial que el parche ha creado para sí en la neurobiología de la visión.
Y sé que el señor Volición se está disparando.
Levanto la pistola a la altura del corazón del desconocido y le quito el seguro. Su compostura se derrumba, su rostro se crispa. Comienza a temblar y aparecen lágrimas, pero no cierra los ojos. Siento una oleada de compasión —y también la «veo»—, pero se encuentra fuera del señor Volición y sólo el señor Volición puede elegir.
Consternado, el desconocido hace una sola pregunta:
—¿Por qué?
—Porque puedo.
Cierra los ojos. Le castañetean los dientes, un hilo de moco le cuelga de una ventana de la nariz. Aguardo a que llegue el momento de la lucidez, el momento de la comprensión perfecta, el momento en que me salgo del flujo del mundo y me hago responsable de mí mismo.
En cambio, se descorre un velo diferente y el pandemónium se ve reflejado en sí mismo con todo lujo de detalles:
Los dibujos para los conceptos de «libertad», «autoconocimiento», «valor», «sinceridad», «responsabilidad», se encienden y fulguran. Son cascadas que giran sobre sí mismas: enormes serpentinas entrelazadas de cientos de dibujos de largo... pero ahora todas las conexiones, todas las relaciones causales, están finalmente claras como el agua.
Y nada fluye de ninguna fuente de acción, de ningún yo autónomo e irreductible. El señor Volición se está disparando, pero sólo es un dibujo más entre miles de dibujos, un complicado engranaje más. Con docenas de tentáculos se inmiscuye en las cascadas que lo rodean y farfulla sin parar «yo, yo, yo», atribuyéndose la responsabilidad de todo. Pero en realidad no tiene nada de especial.