Y no ignoraba mi propio destino de la manera que había ignorado el cáncer.
Pero, ¿cuál sería mi destino, si seguía usando la prótesis? ¿Felicidad absoluta, oscuridad absoluta... la mitad de la raza humana dictando mis emociones? ¿En todos los años que había pasado en las sombras, si me había aferrado a algo rápidamente, no había sido a la posibilidad de llevar una especie de semilla dentro de mí: una versión de mí mismo capaz de crecer y volver a convertirse en una persona viva, si se presentaba la ocasión? ¿Y esa esperanza no había resultado ser falsa? Me habían ofrecido la materia de la que están hechos los yoes, y aunque los había probado todos, y los había admirado por igual, no había reclamado ninguno como propio. Toda la alegría que había sentido en los últimos diez días no tenía ningún sentido. Yo era sólo una cáscara muerta, flotando en el aire bajo el sol de los demás.
—Creo que debería hacerlo —dije—. Apagarla.
Durrani levantó la mano.
—Espera. Si estás dispuesto, hay otra cosa que podemos probar. Lo he estado discutiendo con nuestro comité de ética, y Luke ha empezado el trabajo preliminar en el software... pero al final la decisión será tuya.
—¿Para hacer qué?
—Podemos forzar la red hacia cualquier dirección. Sabemos cómo intervenir para hacerlo, para quebrar la simetría, para hacer que algunas cosas produzcan más placer que otras. Sólo porque no haya pasado de forma espontánea no quiere decir que no se pueda conseguir por otros medios.
Repentinamente exaltado, solté una carcajada.
—¿De modo que si digo que sí... su comité de ética elegirá la música que me gusta, y mis comidas favoritas, y mi nueva vocación? ¿Decidirán quién voy a ser?
¿Sería eso tan malo? ¿Habiendo yo muerto hace tiempo, otorgarle la vida a una persona completamente nueva? ¿Donar no sólo un pulmón o un riñon, sino el cuerpo entero, recuerdos imposibles incluidos, a un ser humano arbitrariamente construido
ex novo
, pero enteramente funcional?
Durrani estaba escandalizada.
—¡No! ¡Nunca se nos ocurriría hacer algo así! Pero podemos programar los microprocesadores para que te permitan controlar el reajuste de la red. Podríamos darte la capacidad de elegir por ti mismo, de forma consciente y deliberada, las cosas que te hacen feliz.
—Intenta visualizar el control —dijo De Vries.
Cerré los ojos.
—Mala idea —me dijo—. Si te acostumbras, limitará tu acceso.
—De acuerdo.
Miré al vacío. Algo glorioso de Beethoven sonaba en el sistema de sonido del laboratorio; resultaba difícil concentrarse. Me esforcé por visualizar el estilizado control horizontal de color rojo cereza que De Vries acababa de construir dentro de mi cabeza, línea por línea, hacía cinco minutos. De repente fue algo más que un vago recuerdo: volvió a superponerse a la habitación, tan claro como cualquier objeto real, al fondo de mi campo visual.
—Lo tengo. —El botón permanecía inmóvil cerca del diecinueve.
De Vries le echó un vistazo a la pantalla, para mí oculta.
—Bien. Ahora intenta bajar la puntuación.
Me reí débilmente. Pasando de Beethoven.
—¿Cómo? ¿Cómo puede intentar uno que algo le guste menos?
—No se puede. Tan sólo intenta mover el botón hacia la izquierda. Visualiza el movimiento. El software monitoriza tu córtex visual siguiendo cualquier percepción imaginaria transitoria. Engáñate a ti mismo y piensa que ves el botón moviéndose y la imagen te seguirá.
Y así lo hizo. Perdía el control brevemente, como si la cosa se resistiera, pero conseguí bajarla hasta el diez antes de parar para apreciar el efecto.
—Joder.
—¿Significa eso que funciona?
Asentí como un estúpido. La música seguía siendo... agradable... pero el hechizo se había roto por completo. Era como estar escuchando un electrizante fragmento de retórica, y luego, a medio camino, darse cuenta de que el orador no creía ni una sola palabra de lo que decía, dejando la poesía y la elocuencia originales intactas, pero arrebatándoles su verdadera fuerza.
Empecé a notar sudor en la frente. Cuando Durrani me lo explicó, la idea me había sonado demasiado extraña para ser cierta. Y dado que ya había fracasado a la hora de afirmarme a mí mismo en la prótesis —a pesar de los miles de millones de conexiones neurales directas y de las incontables oportunidades para que los restos de mi identidad interactuaran con la cosa y le dieran forma siguiendo mi imagen—, temía que llegado el momento de tomar una decisión la duda me paralizara.
Pero sabía, sin lugar a dudas, que no debía quedarme extasiado al escuchar un fragmento de música clásica que o bien nunca antes había oído, o bien, dado que parecía ser famoso y estar por todas partes, había escuchado una o dos veces por casualidad sin que me afectara lo más mínimo.
Y ahora, en cuestión de segundos, había cercenado esa falsa respuesta.
Todavía había esperanza. Todavía tenía una oportunidad para resucitarme a mí mismo. Sólo tenía que recorrer el camino de forma consciente, paso a paso.
—Codificaré con colores los instrumentos virtuales de los sistemas más grandes de la prótesis —dijo De Vries alegremente al tiempo que trasteaba en el teclado—. Después de un par de días de práctica será como una segunda naturaleza. Sólo tienes que recordar que algunas experiencias implican a dos o tres sistemas a la vez... de modo que si estás haciendo el amor con una música que preferirías que no te distrajera tanto, asegúrate de que bajas el control rojo, no el azul. —Levantó la vista y vio mi cara—. Eh, no te preocupes, siempre puedes volver a subirlo más tarde si te equivocas. O si cambias de opinión.
Eran las nueve en Sydney cuando el avión aterrizó. Las nueve en punto de un sábado por la noche. Cogí un tren hasta el centro de la ciudad con la intención de coger el que me llevaba hasta casa, pero cuando vi a la multitud haciendo cola en la estación del Ayuntamiento dejé la maleta en consigna y los seguí hacia la calle.
Había estado unas cuantas veces en la ciudad después de lo del virus, pero nunca por la noche. Me sentía como si hubiera vuelto a casa después de pasarme media vida en otro país, después de haber estado confinado, solo, en una prisión extranjera. De una u otra forma todo me desorientaba. Sentí una especie de
déjá vu
vertiginoso al ver edificios que parecían haberse conservado fehacientemente, pero que aún así no eran tal y como los recordaba, y una sensación de vacío cada vez que doblaba una esquina para encontrarme con que un hito propio, alguna tienda o señal que recordaba de la infancia, había desaparecido.
Me paré delante de un pub, tan cerca que podía sentir cómo mis oídos vibraban al ritmo de la música. Podía ver a la gente dentro: reían y bailaban de un lado para otro con las manos llenas de bebidas, sus caras resplandecientes por el alcohol y la camaradería. Algunos animados por la posibilidad de la violencia, otros por la promesa del sexo.
Podía entrar y formar parte de esa imagen, en ese mismo instante. La ceniza que había enterrado el mundo había desaparecido; podía ir a donde quisiera. Y casi podía sentir a los primos muertos de estos juerguistas —renacidos ahora como armónicos de la red, resonando con la música y la visión de sus compañeros del alma—, clamando en mi cabeza, pidiéndome que los llevara a la tierra de los vivos.
Avancé unos pasos, entonces vi algo por el rabillo del ojo que me distrajo. En el callejón que había junto al pub, un chico de unos diez o doce años estaba acurrucado contra la pared y metía la cara en una bolsa de plástico. Tras unas cuantas inhalaciones la sacó, sus ojos apagados resplandecientes, sonriendo con la misma alegría que un director de orquesta.
Me alejé de allí.
Alguien me tocó en el hombro. Me di la vuelta y vi a un hombre que me sonreía alegremente.
—¡Jesús te ama, hermano! ¡Tu búsqueda ha terminado!
Me puso un panfleto en la mano. Le miré fijamente a la cara y su estado se me reveló, transparente: había dado con la forma de producir leu-encefalina a voluntad, pero no lo sabía, por lo que había deducido que la causa era algún manantial divino de felicidad. El miedo y la pena me llenaron el pecho. Al menos yo había sabido lo del tumor. E incluso el chico tirado del callejón sabía que sólo estaba esnifando pegamento.
¿Y la gente del pub? ¿Sabían lo que hacían? Música, afecto, alcohol, sexo... ¿Dónde estaba el límite? ¿En qué punto la felicidad justificable se convertía en algo tan vacío, tan patológico, como lo era para ese hombre?
Me alejé a trompicones y me dirigí de vuelta a la estación. A mi alrededor la gente se reía y gritaba, se cogía de la mano, se besaba... y yo los observaba como si fueran figuras anatómicas desolladas revelándome miles de músculos entretejidos que, con precisión y sin esfuerzo aparente, trabajaban al unísono. Enterrada dentro de mí, la maquinaria de la felicidad se reconocía a sí misma, una y otra vez.
Ahora no me cabía la menor duda de que Durrani había metido en mi cráneo hasta el último fragmento de la capacidad humana para la alegría. Pero para reclamar cualquiera de sus partes tenía que aceptar el hecho (mucho más de lo que el tumor me había hecho aceptarlo) de que la felicidad en sí no significaba nada. La vida sin ella era insoportable, pero como fin en sí mismo no era suficiente. Era libre de elegir sus causas, y de estar contento con mis decisiones, pero sintiera lo que sintiera una vez que hubiera parido a mi nuevo yo, la posibilidad de que todas mis decisiones fueran incorrectas seguiría existiendo.
Global Assurance me había dado hasta el final de año para valerme por mí mismo. Si mi reconocimiento psicológico demostraba que el tratamiento de Durrani había tenido éxito, tanto si tenía un empleo como si no, me arrojarían a los brazos todavía menos piadosos de los restos privatizados de la seguridad social. Así que fui dando traspiés intentando orientarme en la luz.
En mi primer día de vuelta a casa me desperté al amanecer. Me senté al teléfono y empecé a rebuscar. Mi antiguo espacio de trabajo en la red estaba archivado; con los precios actuales sólo costaba unos diez centavos al año en concepto de almacenamiento, y todavía tenía 36,20 dólares en mi cuenta. El extraño fósil de información había pasado de una empresa a otra por cuatro adquisiciones y fusiones. Utilizando una variada colección de herramientas para descodifícar los obsoletos formatos, saqué fragmentos de mi antigua vida al presente y los examiné, hasta que me resultó demasiado doloroso para seguir.
Al día siguiente me pasé doce horas limpiando el piso, fregando hasta el último rincón, escuchando mis viejos archivos de música de
njari
, parando sólo para comer vorazmente. Y aunque podía haber refinado mi gusto en comida hasta el de un niño de doce años adicto a la sal, tomé la decisión (para nada masoquista, y más práctica que virtuosa) de que lo más perjudicial que iba a ansiar sería la fruta.
En las semanas siguientes cogí peso con gratificante rapidez, aunque cuando me miraba en el espejo, o ejecutaba un programa cosmético en el teléfono, me daba cuenta de que podía estar contento con cualquier tipo de cuerpo. La base de datos debía de haber incluido gente con una amplia gama de autoimágenes ideales, o que estaba perfectamente satisfecha con el aspecto que tenía en el momento de su muerte.
Y una vez más elegí el pragmatismo. Tenía mucho que recuperar, y no quería morirme a los 55 de un ataque al corazón si podía evitarlo. Sin embargo, no tenía ningún sentido obsesionarse con algo imposible o absurdo, por lo que después de proyectarme como alguien obeso, y puntuarlo con un cero, hice lo mismo con el aspecto Schwarzenegger. Elegí un cuerpo delgado pero fuerte, claramente dentro de los márgenes de lo posible de acuerdo con el software, y le di un dieciséis sobre veinte. Y empecé a correr.
Al principio me lo tomé con calma, y aunque me aferré a mi autoimagen infantil, cuando corría de una calle a otra sin esfuerzo, tuve cuidado de que el placer del propio movimiento no llegase a enmascarar una lesión. Cuando entré cojeando en una farmacia en busca de linimento, me encontré con que vendían algo llamado moduladores de prostaglandina, compuestos antiinflamatorios que supuestamente minimizaban el daño sin anular ningún proceso vital de reparación. Me mostré escéptico, pero la cosa parecía funcionar; el primer mes siguió siendo duro, pero ni la hinchazón me dejó cojo, ni me volví tan inconsciente como para ignorar las señales de peligro y acabar desgarrándome un músculo.
Y una vez que mi corazón, mis pulmones y mis pantorrillas salieron a rastras y gritando de su estado atrofiado, fue genial. Corría una hora todas las mañanas, zigzagueando por las calles tranquilas de la zona, y los domingos por la tarde bordeaba la propia ciudad. No me forzaba para conseguir mejores tiempos; no tenía ambiciones deportivas de ninguna clase. Sólo quería ejercitar mi libertad.
Pronto el acto de correr acabó convirtiéndose en una experiencia total. Podía disfrutar de los latidos de mi corazón y de la sensación de mis piernas en movimiento, o podía atenuar esos detalles y convertirlos en un rumor de satisfacción, y simplemente mirar el paisaje como si fuera en un tren. Y habiendo recuperado mi cuerpo, empecé a recuperar los barrios uno a uno. Desde las zonas de bosque junto al río Lane Cove hasta la eterna fealdad de Parramatta Road, recorría Sydney como un topógrafo loco, envolviendo el paisaje con geodésicas invisibles para luego dibujarlas dentro mi cabeza. Pasaba haciendo retumbar los puentes de Gladesville y Iron Cove, Pyrmont, Meadowbank y hasta el de la misma bahía, retando a las tablas a que cedieran bajo mis pies.
Hubo momentos en que tuve mis dudas. No estaba borracho de endorfinas, no me estaba esforzando tanto, pero aun así seguía pareciéndome demasiado bueno para ser cierto. ¿Era esto esnifar pegamento? Tal vez diez mil generaciones de mis ancestros habían sido compensadas con el mismo tipo de placer por buscar la diversión, escapar de los peligros y reconocer el territorio para su seguridad, pero para mí era sólo un pasatiempo glorioso.
De todas formas, no me estaba engañando, y no le hacía daño a nadie. Saqué esas dos reglas del corazón del niño que llevaba dentro y seguí corriendo.
Los treinta eran una edad interesante para pasar la pubertad. El virus no me había castrado literalmente, pero al haber eliminado el placer de la imaginería sexual, la estimulación genital y el orgasmo, y al haber destrozado parcialmente los canales hormonales reguladores que descienden desde el hipotálamo, me había dejado con algo que difícilmente se podría describir como función sexual. Mi cuerpo se deshacía del semen en esporádicos espasmos carentes de placer, y sin los lubricantes normalmente segregados por la próstata durante la excitación, cada eyaculación no deseada me desgarraba las paredes de la uretra.