Abrí las persianas y me quedé mirando el centro de la ciudad. Motas del tamaño de pulgas corrían por la plaza del Duomo, sobre la que se alzaba el bosque de desquiciados pináculos góticos de la catedral. Casi nunca me fijaba en ella, era sólo una parte más de la costosa vista (como los Alpes, visibles desde recepción), y la vista sólo formaba parte de la imagen de alta categoría que me permitía cobrar por mis servicios veinte veces más que cualquier detective de la calle. Al verla pestañeé repetidas veces como si fuera una alucinación: parecía tan de otro planeta, tan fuera de lugar al lado de los edificios de cerámica oscura y reluciente del Milán del siglo XXI. Estatuas de santos, o ángeles, o gárgolas —no podía acordarme y, a esta distancia, no podía diferenciarlas— se erguían sobre cada pináculo como miles de estilitas dementes. Todo el tejado estaba cubierto con mármol rosado. La decoración, que en algunas partes parecía encaje y en otras alambre de espino, era tan recargada y surrealista que llegaba a marear. Aunque me consideraba un buen ateo, había estado en su interior una o dos veces. No era capaz de recordar ni cuándo ni porqué, pero sin duda tuvo que ser con motivo de alguna ceremonia ineludible. En cualquier caso, había crecido con ella. Tendría que haber sido un punto de referencia familiar, nada más. Pero en ese momento la estructura entera me pareció completamente ajena y extraña. Era como si las montañas al norte se hubiesen librado de la nieve, de la vegetación y de la capa superior del suelo para revelarse como artefactos gigantes, pirámides de Centroamérica, reliquias de una civilización perdida.
Cerré las persianas y quité de la pantalla del ordenador la cara de la mensajera muerta.
Y luego me compré un billete para Zurich.
Las bases de datos tenían mucho que contar sobre Rolf Hengartner. Había trabajado en la industria editorial electrónica cerrando acuerdos en una especie de plano etéreo en el que los grandes proveedores de software de Europa moldeaban el mercado a su antojo. Me lo imaginaba esquiando, tanto en la nieve como en el agua, con ministros de cultura y magnates de las telecomunicaciones... aunque puede que no en los últimos años, ya septuagenario y con un linfoma agudo. Había dado sus primeros pasos en el negocio del cine, orquestando la financiación de coproducciones multinacionales. En una de las fotografías que había en la sala de visitas de lo que ahora era el despacho de su ayudante, se le podía ver levantando un puño cerrado al lado de un todavía joven Depardieu en una manifestación anti-Hollywood celebrada en París veinte años antes.
Max Reif, su ayudante, había sido nombrado albacea de la herencia.
Me había descargado en la agenda la última versión (demasiado cara) del software
Schweitzerdeutsch
con la esperanza de que me guiara por la entrevista sin demasiadas meteduras de pata, pero Reif insistió en hablar italiano y resultó que lo hablaba perfectamente.
Hengartner dejaba tres hijos y diez nietos; su mujer había muerto antes que él. Reif había recibido instrucciones de vender todas las obras de arte puesto que nadie en la familia había mostrado nunca mucho interés en la colección.
—¿Qué le apasionaba? ¿Los iconos ortodoxos?
—Nada más lejos. Herr Hengartner era un hombre ecléctico, pero el icono fue toda una sorpresa para mí. Una especie de anomalía. Poseía algunas obras de tema religioso del gótico francés y del renacimiento italiano, pero desde luego no se especializaba en la Virgen con el Niño, y mucho menos en la tradición oriental.
Reif me enseñó una fotografía del icono en el folleto satinado que se había preparado para la subasta. Masini había traspapelado su copia del catálogo, así que era la primera vez que veía exactamente lo que estaba buscando. En la página opuesta había un comentario en varios idiomas, y leí la sección en italiano:
Un impresionante ejemplo del icono conocido como la Virgen de Vladimir, probablemente la variación más antigua de los iconos de «la ternura»
(eleousa
en griego,
umüeniye
en ruso). Muestra a la Virgen con el Niño en brazos, Su rostro tiernamente apretado contra la mejilla de Su madre, en un conmovedor símbolo de compasión tanto divina como humana por toda la creación. Según la tradición este icono se basa en una pintura de Lucas el Evangelista. El único ejemplar que queda, del que toma su nombre este tipo de icono, llegó a Kiev desde Constantinopla en el siglo XII y se encuentra en la actualidad en la galería Tretiakov de Moscú. Ha sido descrito como el tesoro sagrado más grande de la nación rusa.Artista desconocido. Ucrania, principios del siglo XVIII. Tabla de ciprés, 293 x 204 mm, temple de huevo sobre lino, decorado de modo exquisito con plata batida.
El precio de salida del catálogo era de ochenta mil francos suizos. Menos de un dos por ciento de lo que Masini pagó por él.
Personalmente se me escapaba el valor estético de la obra. No era precisamente un Caravaggio. Los colores eran apagados, la ejecución tosca —deliberadamente bidimensional— y hasta la plata estaba deslustrada. La pintura en sí parecía conservarse razonablemente bien. Por un instante me pareció ver una grieta finísima que atravesaba el icono a lo ancho, pero al examinarla más de cerca me pareció más bien un defecto de la reproducción: un rasguño en la plancha de impresión o en algún elemento del proceso fotográfico.
Obviamente no se suponía que tuviera que ser «una gran obra de arte» en la tradición occidental. Faltaba la expresión del ego del artista, las idiosincrasias indulgentes del estilo. Con toda probabilidad se trataba de una copia fiel del original bizantino, realizada con la intención de cumplir un papel concreto en la práctica de la religión ortodoxa, y yo no era quién para juzgar su valor en ese contexto. Pero me costaba trabajo imaginarme a Rolf Hengartner o a Luciano Masini convirtiéndose en secreto a la Iglesia ortodoxa. ¿Se trataba estrictamente de una buena inversión? ¿Para ellos no era más que un cromo de béisbol del siglo XVIII? Pero si el interés de Masini era sólo financiero, ¿por qué había pagado un precio tan por encima del valor de mercado? ¿Y por qué estaba tan desesperado por recuperarlo?
—¿Puede decirme quién pujó por el icono, aparte del signor Masini? —dije.
—Los tratantes y los agentes habituales. Me temo que no sabría decirle en nombre de quién actuaban.
—¿Pero usted supervisó la subasta?
Un número de compradores posibles, o sus agentes, se habían desplazado hasta Zurich para ver la colección en persona —Masini entre ellos—, pero la subasta en sí había tenido lugar por línea telefónica y ordenador.
—Por supuesto.
—¿Había algún tipo de consenso para alcanzar un precio cercano a la oferta final de Masini? ¿O fue uno de esos rivales anónimos quien le obligó a subir su oferta?
Reif se puso tenso y de repente me di cuenta de cómo debieron sonar mis palabras.
—De ningún modo quería insinuar... —dije.
—Hubo al menos otros tres postores —dijo glacialmente— que estuvieron a unos cuantos cientos de miles de francos del signor Masini en todo momento. Estoy seguro de que él mismo lo confirmará, si se toma la molestia de preguntarle. —Dudó un instante y luego añadió ya menos a la defensiva—: Obviamente el precio de salida se fijó demasiado bajo. Pero Herr Hengartner contaba con que la casa de subastas infravaloraría este artículo.
Eso me descolocó.
—Pensaba que usted no supo de la existencia del icono hasta después de su muerte. Si habló de su valor con él...
—No lo hice. Pero Herr Hengartner dejó una nota junto al icono en la caja fuerte.
Dudó, como si debatiera consigo mismo si yo merecía estar al tanto de la perspicacia del gran hombre.
No me atreví a suplicarle, y mucho menos a insistir, me limité a esperar en silencio a que continuara. No pudieron pasar más de diez o quince segundos, pero juro que me puse a sudar.
Reif sonrió y me sacó de dudas.
—La nota decía: «Prepárese para sorprenderse».
Empezaba a anochecer cuando salí de la habitación del hotel y me di una vuelta por el centro de la ciudad. Nunca antes había tenido una excusa para venir a Zurich, pero, aparte del idioma, empezaba a sentirme como en casa. Las mismas cadenas de comida rápida habían colonizado la ciudad. Las vallas publicitarias electrónicas mostraban los mismos anuncios. Los escaparates de las salas de RV resplandecían con las imágenes surrealistas de los mismos juegos, y todos los chavales que había en su interior eran víctimas de las mismas modas lamentables provenientes de Texas. Hasta el olor era el mismo que el de Milán un sábado por la noche: patatas fritas, palomitas, Reeboks y Coca-Cola.
¿Habían sido agentes del servicio secreto ucraniano los que habían matado a De Angelis para recuperar el icono? ¿Era ése el reverso de todos los esfuerzos diplomáticos para recuperar obras de arte robadas? Era poco probable. Si existía la más mínima justificación para la devolución del icono, habrían conseguido mejor publicidad para la causa llevando el caso a los juzgados. El asesinato de ciudadanos extranjeros podía hacer estragos en la ayuda internacional y Ucrania estaba en medio de negociaciones para mejorar sus relaciones comerciales con Europa. No me cabía en la cabeza que un gobierno fuera a arriesgar tanto por una sola obra de arte en un país que estaba lleno de copias más o menos intercambiables de la misma pieza. No es que Hengartner tuviera el original del siglo XII, precisamente.
¿Entonces quién? ¿Otro coleccionista, otro acaparador obsesivo a quien Masini había superado en la subasta? ¿Alguien que tal vez, al contrario que Hengartner, ya tenía en su posesión varios cromos de béisbol y quería completar la colección? Puede que la firma aseguradora de Masini tuviera los contactos y la influencia necesarias para descubrir quiénes habían sido los verdaderos postores en la subasta. Yo desde luego no. Un coleccionista rival no era la única posibilidad. Alguno de los postores podría haber sido un tratante que se quedó tan impresionado con el precio alcanzado por el icono que él o ella decidió que merecía la pena adquirirlo por otros medios.
El frío empezó a notarse más rápido de lo que había previsto. Decidí volver al hotel. Había seguido la orilla oeste del río Limago hasta llegar al lago. Di media vuelta al llegar al primer puente que encontré y luego hice una pausa a medio camino para orientarme. Había catedrales a ambos lados, una enfrente de la otra separadas por el río. Comparadas con el castillo de Nosferatu gigante de Milán, las estructuras no eran en ningún caso imponentes, pero una sensación de inquietud —ridicula— se apoderó de mí, como si los dos edificios conspirasen para tenderme una emboscada.
Mi programa
Schweitzerdeutsch
incluía mapas y guías de viajes gratis. Pulsé el botón ¿DÓNDE ESTOY? y la unidad de GPS de la agenda le transmitió sus coordenadas al software, que procedió a desmitificar mi entorno. Los dos edificios en cuestión eran el Grossmünster (que parecía una fortaleza, con dos torres imponentes una junto a la otra, y no llegaba a dar a la orilla este del río) y el Fraumünster (en su época una abadía, con una única aguja delgada). Ambos databan del siglo XIII, aunque habían sufrido modificaciones de una u otra índole casi hasta nuestros días. Contaban con vidrieras de Giacometti y Chagall, respectivamente. Ulrico Zuinglio lanzó la Reforma suiza desde un púlpito del Grossmünster en 1523.
Contemplaba uno de los lugares de nacimiento de una secta que había subsistido durante quinientos años y era mucho más extraño que estar a la sombra del más antiguo de los templos de Roma. Decir que el cristianismo ha dado forma al paisaje físico y cultural de Europa durante dos mil años, tan implacable como un glaciar, tan despiadado como el choque de dos placas tectónicas, era afirmar una obviedad estúpida. Pero aunque la evidencia me había rodeado toda la vida, sólo ahora —cuando el legado de esos milenios empezaba a parecerme cada vez más grotesco— llegaba a entender realmente su significado. Arcanas disputas teológicas entre personas tan ajenas a mí como los antiguos egipcios habían transformado todo el continente —cierto es que junto a miles de fuerzas puramente políticas y económicas— y, sin embargo, a uno u otro nivel, también habían modulado el desarrollo de prácticamente cualquier actividad humana, desde la arquitectura hasta la música, desde el comercio hasta la guerra.
No había motivos para pensar que el proceso se hubiese detenido. El hecho de que los Alpes no siguieran elevándose no significaba que se hubiera acabado la geología.
—¿Desea saber más? —me preguntó el software guía.
—No, a no ser que puedas decirme el término para expresar un miedo patológico a las catedrales.
El software dudó un instante antes de contestar con una impecable lógica difusa:
—Hay catedrales a lo largo y ancho de Europa. ¿En qué catedrales en concreto estaba pensando?
Los colegas de De Angelis me facilitaron el nombre de la empresa de taxis que había utilizado para su trayecto desde el banco al aeropuerto, lo último que había pagado con la tarjeta de crédito de la empresa. Había hablado por teléfono con la directora desde Milán y cuando volví al hotel tenía un mensaje suyo con el nombre del conductor del trayecto en cuestión. Estaba lejos de ser la última persona que había visto a De Angelis con vida, pero posiblemente era la última que la vio antes de que la persuadieran, por los medios que fuera, para llevar el icono a Viena. Tenía que ir a trabajar a la estación esa noche a las nueve. Comí deprisa y volví a salir al frío. Los únicos taxis que había en la puerta del hotel eran de la competencia. Me fui andando.
Encontré a Phan Anh Tuan tomando café en una esquina del recinto. Después de un breve intercambio en alemán me preguntó si prefería hablar en francés y cambié agradecido. Me contó que había sido estudiante de ingeniería en Berlín oriental cuando cayó el Muro.
—Mi intención siempre fue encontrar la manera de terminar la carrera y volver a casa. Pero no sé por qué acabé liándome con otras cosas.
Se quedó mirando la calle helada y oscura como distraído.
Puse una foto de De Angelis en la mesa delante de él. La miró un buen rato, concentrado.
—No, lo siento. No llevé a esta mujer a ninguna parte
No tenía muchas esperanzas. Aun así, habría estado bien averiguar algún detalle, por nimio que fuera, sobre su estado de ánimo. Si fue tarareando «We're in the Money» todo el camino hasta el aeropuerto, por ejemplo.