Luminoso (39 page)

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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Luminoso
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—Debe de tener cientos de clientes al día —dije—. Gracias por intentarlo.

Hice el gesto de ir a recoger la foto y me cogió la mano.

—No le estoy diciendo que se me haya olvidado. Le estoy diciendo que estoy seguro de que no la he visto nunca antes.

—El lunes pasado —dije—. Dos y doce minutos p.m. Del Banco Intercontinental al aeropuerto. Los registros del operador de la empresa indican...

—¿El lunes? —dijo frunciendo el ceño—. No. Tuve problemas con el motor. Estuve fuera de servicio casi una hora. Casi hasta las tres.

—¿Está seguro?

Sacó una libreta de registro del vehículo y me enseñó la entrada escrita a mano.

—¿Por que se iba a equivocar el operador? —dije.

Se encogió de hombros.

—Tuvo que ser un fallo del programa. Un ordenador recibe las llamadas, las asigna... Todo está automatizado. Activamos un botón en la radio cuando no estamos disponibles. No se me pudo haber olvidado hacerlo, porque tuve la radio encendida todo el rato mientras estuve trabajando en el coche, y no me llegó ningún cliente.

—¿Pudo alguien más aceptar un encargo del operador haciéndose pasar por usted?

—¿Aposta? —dijo entre risas—. No. No sin cambiar el número de identificación de su radio.

—¿Y eso es muy difícil? ¿Haría falta un chip falso con una copia del número de serie?

—No. Pero tendrías que sacar la radio, abrirla y resetear treinta y dos interruptores DIP. ¿Por qué iba alguien a tomarse la molestia?

Entonces vi en sus ojos cómo él mismo caía en la cuenta.

—¿Sabe si le han robado la radio a alguien hace poco? —dije—. El intercomunicador, no la de música.

Asintió con aire triste.

—Las dos. A alguien le robaron las dos. Hace cosa de un mes.

Por la mañana volví a la estación y confirmé con otros conductores la mayor parte de lo que me había contado Phan. No era fácil demostrar que no mentía sobre lo del problema del motor y que él no había llevado a De Angelis. Pero no veía por qué se iba a inventar una «coartada» cuando no hacía ninguna falta; cuando podía haber dicho: «Sí. Yo la llevé, apenas abrió la boca», y nadie habría tenido el más mínimo motivo para dudar de él.

Alguien se había tomado muchas molestias para estar a solas con De Angelis en un taxi falso... y luego la había dejado entrar en el aeropuerto y llamar a casa. Es de suponer que para retrasar el momento en que la oficina central se diera cuenta de que algo había ido mal. Pero, ¿por qué les había seguido el juego? ¿Qué le había dicho el conductor, en esos pocos minutos, para que fuera tan servicial? ¿Amenazaron a su familia, a su amante? ¿O fue un soborno, tan grande como para convencerla de tomar una decisión allí mismo? ¿Después no se había molestado en cubrir su rastro porque sabía que no había manera de hacerlo de forma convincente? ¿Había aceptado que su culpabilidad sería evidente y que tendría que convertirse en una fugitiva?

Tenía que haber sido un soborno increíble. ¿Cómo podía haber sido tan ingenua para pensar que de verdad lo iban a pagar?

En la entrada del Banco Intercontinental saqué su foto de la cartera y la sostuve mirando a las puertas giratorias de cristal blindado, intentando imaginarme la escena. «Llega el taxi, se sube, se pierden en el tráfico. El conductor le dice: Hace un tiempo increíble. Por cierto, sé lo que lleva en el maletín. Véngase a Viena conmigo y la haré rica.»

Me devolvió la mirada con cierto reproche.

—Está bien, De Angelis —dije—, lo siento. No creo que fueras tan estúpida.

La imagen era una copia sacada con una impresora láser. La miré fijamente. Tenía algo que me molestaba. ¿Radios digitales con un número para identificar al conductor? Por alguna razón eso me llamaba la atención. No debería hacerlo. Quizás las escenas de películas en las que los taxistas y la policía se comunicaban con graznidos incomprensibles seguían vagando por mi subconsciente, en cierto sentido seguían dando forma a mis expectativas, a pesar de la tecnología que yo mismo usaba a diario. La palabra subasta seguía evocando escenas de un hombre o una mujer con un mazo, gritando ofertas en una habitación llena de gente, aunque nunca en toda mi vida había presenciado nada que se le pareciera lo más mínimo, salvo en las películas. En la vida real todo estaba informatizado, todo era digital. Esta «fotografía» era digital. La película química había empezado a desaparecer de las tiendas cuando tenía catorce o quince años, e incluso en mi infancia era estrictamente un medio de aficionados. La mayoría de los fotógrafos profesionales llevaban utilizando sensores CCD casi veinte años.

Entonces, ¿por qué parecía que había un fino rasguño en la fotografía del icono? Los pocos centenares de copias del catálogo de la subasta se habrían hecho sin utilizar ni un solo proceso analógico. Todo habría pasado de una cámara digital a un ordenador y de ahí a una impresora láser. El producto final satinado era el único anacronismo. Una casa de subastas menos conservadora habría ofrecido una versión en la red o un CD interactivo.

Reif había dejado que me quedara el catálogo. De vuelta en la habitación del hotel lo volví a examinar. Definitivamente el «rasguño» no era una grieta en la pintura. Atravesaba la imagen entera, una línea blanca perfectamente recta y de un grosor uniforme que cruzaba la pintura y el relieve de plata labrada sin desviarse lo más mínimo.

¿Un fallo en los componentes electrónicos de la cámara? A buen seguro el fotógrafo se habría dado cuenta de algo así y habría sacado otra foto. Aunque se hubiese dado cuenta del fallo demasiado tarde para hacer otra foto, podría haberla quitado con un par de clics en cualquier programa de edición de imágenes decente.

Intenté hablar por teléfono con Reif. Tardé casi una hora en que me pusieran con él.

—¿Puede decirme el nombre de los diseñadores gráficos que hicieron el catálogo de la subasta? —dije.

Se me quedó mirando fijamente como si le hubiese llamado en pleno acto sexual para preguntarle quién mató a Elvis.

—¿Por qué necesita saber eso?

—Quiero hacerle unas preguntas a su fotógrafo...

—¿Al fotógrafo?

—Sí. O a quien fotografiara los artículos de la colección.

—No hizo falta fotografiar la colección. Herr Hengartner ya tenía fotografías de todo por el tema del seguro. Dejó un disco con los archivos e instrucciones detalladas para el diseño del catálogo. Sabía que se moría. Lo dejó todo organizado, todo estaba preparado. ¿Responde eso a su pregunta? ¿Satisface su curiosidad?

La verdad era que no. Me armé de valor y me rebajé a pedirle con educación que me enviara una copia del archivo de imagen original. Le había pedido consejo a un historiador de arte de Moscú, y el mejor fax en color del catálogo no le haría justicia al icono. A regañadientes, Reif hizo que un ayudante localizara los datos y me los enviara.

La línea, el «rasguño», ya estaba en el archivo.

Hengartner —quien en secreto había atesorado este icono y quien de alguna manera sabía que alcanzaría un precio extraordinario— había dejado una imagen de él con un pequeño pero inconfundible defecto, y se había asegurado de que fuera visible para cualquier posible comprador.

Eso tenía que significar algo, pero no tenía ni idea de qué.

Mis conocimientos sobre el imperio de los Habsburgo se reducían básicamente a una lista de fechas (memorizadas cuando tenía dieciséis años) en las que Lombardía había sido incorporada o cedida por Austria. Lo que en 2013 no tendría que haber tenido mayor importancia, pero aun así hacía que me sintiera desconcertado y mal preparado.

En la habitación del hotel deshice las maletas y luego, circunspecto, me quedé mirando los tejados de Viena. A lo lejos podía ver la catedral de San Esteban. La torre sur, casi separada de la nave central, estaba coronada por una aguja que parecía una antena de radio de filigrana. El tejado de la nave estaba decorado con tejas de varios colores que formaban un llamativo dibujo de rombos y uves en zigzag, como si alguien hubiese cubierto el edificio con una alfombra mongol gigante para que no se enfriara. De todas formas cualquier cosa menos exótica habría sido una decepción.

De Angelis había muerto en el mismo hotel (en la habitación justo encima de la mía, más o menos con la misma vista). La había reservado con su propio nombre y la había pagado con su propia tarjeta, cuando podía haber pagado en metálico y haber permanecido en el anonimato. ¿Probaba eso que no tenía nada de lo que avergonzarse, que la habían amenazado y no sobornado?

Me tiré media mañana intentando convencer al director del hotel de que la policía local no le iba a encerrar por permitirme hablar del asesinato con el personal. Parecía como si todo el asunto le supusiera una especie de traición.

—Si un ciudadano vienés muriera en Milán —razoné con paciencia—, a usted le parecería normal que un investigador austríaco acreditado fuera tratado con consideración, ¿no?

—Enviaríamos a una delegación de policía para trabajar en colaboración con las autoridades milanesas, no a un detective privado que actúa en solitario.

No estaba llegando a ninguna parte, así que desistí. Además, tenía que acudir a una cita.

Al final la cita que tanto tiempo llevaba esperando con el tipo del mercado negro fue en un restaurante de comida sana. En Milán había pagado varios millones de liras a un «agencia de presentaciones» de la red para que me pusiera en contacto con un tal «Antón». Era mucho más joven de lo que esperaba. Por su aspecto tendría unos veinte años e irradiaba esa clase de seguridad en uno mismo que sólo había visto antes en traficantes adolescentes ricos. Una vez más conseguí no tener que utilizar mi horrible alemán. Antón hablaba un inglés de la CNN con un acento que me pareció húngaro.

Le pasé el catálogo de la subasta, abierto por la página pertinente. Miró la foto del icono.

—Oh sí. El Vladimir. Puedo conseguirte otro exactamente igual. Diez mil dólares norteamericanos.

—No quiero una copia falsa. —Por atractiva que fuera la idea, Masini nunca se lo habría tragado—. Ni siquiera una obra similar de la época. Quiero saber quién pidió ésta en concreto. Quién corrió la voz de que iba a cambiar de manos en Zurich y de que pagarían para traerla al este.

Tuve que controlarme para no mirar hacia abajo y ver dónde había puesto los pies Antón. Antes de que llegara, con disimulo, había dejado caer al suelo debajo de la mesa una pequeña cantidad de microesferas de sílice. Cada una contenía un minúsculo acelerómetro, una matriz de haces elásticos de silicio de unas pocas micras de ancho fabricada sobre el mismo chip que un microprocesador de baja potencia normal y corriente. Bastaba con que una de las cincuenta mil que había esparcido siguiera pegada a sus zapatos en nuestro próximo encuentro para que pudiera interrogarlo con infrarrojos y saber exactamente dónde había estado. O exactamente dónde había dejado este par de zapatos si se los había cambiado.

Antón dijo:

—Los iconos van hacia el oeste. —Hizo que sonara como una ley de la naturaleza—. Por Praga o Budapest, hacia Viena, Salzburgo, Munich. Así es como funciona esto.

—Por cinco millones de francos suizos, ¿no crees que alguien se tomaría la molestia de cambiar sus líneas de suministro habituales?

—¡Cinco millones! —dijo frunciendo el ceño—. No me lo creo. ¿Qué hace que valga cinco millones?

—Tú eres el experto. Dímelo tú.

Me miró como si tuviera la sospecha de que le estaba tomando el pelo, y luego volvió a fijarse en el catálogo. Esta vez incluso leyó el comentario.

—Tal vez sea más antiguo de lo que pensaban los subastadores —dijo con cautela—. Si en realidad es, digamos, del siglo XV, el precio casi tendría sentido. Puede que su cliente adivinara la antigüedad real... y que no fuera el único. —Suspiró—. Te va a salir caro averiguar quién más lo sabía. La gente será muy reacia a hablar.

—Sabes dónde estoy —dije—. Cuando encuentres a alguien que necesite que lo convenzan, házmelo saber.

Asintió con una expresión huraña, como si se pensara en serio que le iba a entregar un enorme fajo de billetes para sobornos varios. Estuve a punto de preguntarle por el «rasguño» (¿podría tratarse de algún tipo de mensaje en clave para entendidos que indicaba que el icono era más antiguo de lo que parecía?), pero no quería quedar como un idiota. Lo había visto y no había dicho nada. Puede que después de todo no fuera más que un fallo de ordenador sin sentido.

Pagué la comida (con la cuenta de gastos) y Antón se levantó para irse, se inclinó hacia mí y me dijo muy tranquilo:

—Si le cuentas a alguien a lo que me dedico, a quien sea, haré que te maten.

—Lo mismo digo —le respondí muy serio.

Cuando me quedé solo intenté reírme. Estúpido niñato. Fantasma. Pero no conseguí que la risa sonara auténtica. No creo que le fuera a hacer mucha gracia descubrir dónde había puesto los pies. Saqué la agenda, consulté mi libro de citas y luego dejé que mi brazo derecho colgara un segundo a mi lado, rociando el suelo con un código que haría que se abrasaran las microesferas que quedaran.

Saqué las fotos de De Angelis de la cartera y las puse delante de mí sobre la mesa.

—¿Corro peligro? —dije—. ¿Qué piensas?

Me devolvió la mirada insinuando una sonrisa. La expresión de sus ojos podría haber expresado regocijo o inquietud. Pero no indiferencia, de eso estaba seguro. En todo caso no parecía estar en condiciones de ponerse a dar consejos o vaticinar nada.

Justo cuando me estaba mentalizando para enfrentarme de nuevo al gerente del hotel, el funcionario municipal correspondiente por fin tuvo a bien mandar un fax al hotel con una declaración pro-forma que afirmaba que mi licencia era válida en toda la jurisdicción. Lo que pareció contentar al gerente, aunque el fax no decía nada que no dijeran los documentos que ya le había enseñado.

El recepcionista apenas se acordaba de De Angelis. No pudo decirme si la vio alegre o nerviosa, si fue simpática o seca con él. Ella misma había llevado sus maletas a la habitación. Uno de los mozos de equipajes recordaba haberla visto con el maletín y un bolso de viaje. (Había pasado la noche en Zurich antes de recoger el icono.) No había usado el servicio de habitaciones ni había ido a ninguno de los restaurantes del hotel.

Según su supervisor, el encargado de la limpieza que había encontrado el cuerpo había nacido en Turín. No estaba seguro de si eso me iba a ayudar o por el contrario iba a ser un problema. Cuando lo encontré en un almacén del sótano me dijo de forma obstinada, en alemán:

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