—Le conté todo a la policía. ¿Por qué me molesta? Si quiere saber lo que pasó, vaya y pregúnteselo a ellos.
Me dio la espalda. Parecía que estaba haciendo inventario del limpiador para alfombras y el desinfectante, pero hacía que pareciera un asunto urgente.
—Tuvo que ser un choque para usted —dije—. Alguien tan joven. Un huésped de ochenta años que se muere mientras duerme, eso uno lo puede asumir. Pero Gianna tenía veintisiete años. Una tragedia.
Se puso tenso al oír el nombre. Se le notaba en los hombros. ¿Seis días despues? ¿Por una mujer que no había visto en su vida?
—Nunca antes la había visto, ¿verdad? —dije—. ¿No habló de nada con ella?
—No.
No le creí. El gerente era un cretino de miras estrechas. Seguro que estaba estrictamente prohibido confraternizar con los huéspedes. Este tío tenía veintitantos años, era guapo, hablaba el mismo idioma. ¿Qué había hecho? ¿Flirtear con ella en un pasillo durante treinta segundos? ¿Temía perder el trabajo si lo admitía?
—Si me cuenta lo que le dijo, no se lo diré a nadie. Le doy mi palabra. No es como con la policía, nada tiene que ser oficial. Lo único que quiero es ayudar a encerrar a los cabrones que la mataron.
Soltó el escáner de códigos de barras y se dio la vuelta.
—Sólo le pregunté de dónde era. Qué hacía en la ciudad.
Se me erizaron los pelos de la nuca. Me había costado tanto llegar hasta aquí, estar tan cerca de ella, que me costaba creer que estuviera pasando.
—¿Cómo reaccionó?
—Fue educada. Simpática. Aunque parecía nerviosa. Distraída.
—¿Y qué dijo?
—Dijo que era de Milán.
—¿Qué más?
—Cuando le pregunté por qué estaba en Viena me dijo que estaba acompañando a alguien.
—¿Qué?
—Dijo que no se iba a quedar mucho. Que sólo estaba aquí acompañando a alguien. A una señora mayor.
¿Acompañando a alguien? Me quedé despierto la mitad de la noche, intentando buscarle un sentido. ¿Quería decir que no había dejado de custodiar el icono? ¿Qué seguía vigilándolo cuando murió? ¿Que lo consideraba propiedad de Luciano Masini y que hasta el último momento tuvo intención de entregárselo?
¿Qué le había dicho el «taxista»? ¿Lleve el icono a Viena por un día? ¿No hace falta que lo pierda de vista? ¿No queremos robarlo... sólo queremos que nos lo preste? ¿Sólo queremos rezarle una última vez antes de que desaparezca en otra cámara acorazada de un banco occidental? ¿Pero qué tenía de especial esta copia de la Virgen de Vladimir para que se tomaran tantas molestias? Tal vez lo mismo que hacía que valiera cinco millones de francos suizos para Masini, pero, ¿qué?
¿Por qué De Angelis había echado a perder su trabajo y se había arriesgado a ir a la cárcel para seguir adelante con el plan? Aunque no se hubiese dado cuenta de que se la estaban jugando, ¿qué podían haberle ofrecido a cambio de tirar por el retrete su carrera y su reputación?
Llevaría durmiendo unos diez o veinte minutos cuando alguien me despertó dando golpes en la puerta de la habitación. Para cuando conseguí salir trastabillando de la cama y ponerme los pantalones a la policía se le había acabado la paciencia y había entrado con una llave maestra. No eran aún ni las dos de la mañana.
Había cuatro policías, dos de uniforme. Uno de ellos me puso una fotografía delante de la cara. Le eché un vistazo.
—¿Habló con este hombre? ¿Ayer?
Era Antón. Asentí. Si no hubieran sabido la respuesta, no habrían hecho la pregunta.
—¿Sería tan amable de acompañarnos, por favor?
—¿Por qué?
—Porque su amigo está muerto.
Me enseñaron el cadáver para que pudiera confirmar que realmente era el mismo hombre. Le habían disparado en el pecho y habían tirado el cuerpo junto al canal. No en él; quizás alguien había sorprendido a los asesinos. En el depósito el cuerpo estaba descalzo, pero de todos modos habría merecido la pena enviar el código de las microesferas, por si acaso; estas cosas podían acabar en los lugares más insospechados (empezando por las fosas nasales). Pero antes de que se me ocurriera una excusa plausible para sacar la agenda del bolsillo volvieron a cubrirle la cabeza con la sábana y me sacaron de allí para interrogarme.
La policía había encontrado mi nombre y mi número en la agenda de «Antón» (si sabían su verdadero nombre no lo compartieron conmigo... como tampoco compartieron algunas cosas más que me hubiese gustado saber, como por ejemplo si los informes de balística coincidían o no con la bala utilizada para liquidar a De Angelis). Les conté nuestra conversación en el restaurante, pero no dije nada de las (ilegales) microesferas. No tardarían mucho en encontrarlas y no ganaba nada confesándoselo por las buenas.
Me trataron con el desprecio propio de los interrogatorios, pero ni siquiera me insultaron, en serio: una puntuación de cinco estrellas. Sé de lo que hablo, me han roto las costillas en Seveso y me han aplastado un testículo en Marsella. A las cuatro y media me dejaron marchar.
Al cruzar de la sala de interrogatorios al ascensor pasé por delante de media docena de despachos pequeños. Estaban separados por mamparas, pero no estaban cerrados del todo. Encima de un escritorio había una caja de cartón llena de prendas de ropa metidas en bolsas de plástico.
Dejé atrás los despachos y me paré justo donde nadie podía verme. En uno de ellos un hombre y una mujer que no había visto antes hablaban y tomaban notas.
Retrocedí y asomé la cabeza.
—Disculpen... —dije—. ¿Podrían decirme... por favor?
Hablé en alemán con el peor acento que pude, lo que no me costó mucho trabajo. Tuvo que ser espantoso. Se me quedaron mirando horrorizados. Con una más que evidente falta de vocabulario saqué la agenda y pulsé unas cuantas teclas buscando con torpeza en el libro de frases, entrando un poco más en el despacho. Me pareció ver un par de zapatos con el rabillo del ojo, pero no podía estar seguro.
—¿Por favor, podrían decirme dónde podría encontrar los servicios públicos más cercanos?
—Salga inmediatamente de aquí antes de que le patee la cabeza —dijo el hombre.
Salí andando hacia atrás con una sonrisa incierta en los labios.
—Grazie, signore! Danke schón!
Había una cámara de vigilancia en el ascensor. Ni siquiera le eché un vistazo a la agenda. Tampoco lo hice en el vestíbulo. Una vez en la calle por fin miré hacia abajo.
Tenía los datos de doscientas siete microesferas. El software ya estaba reconstruyendo el rastro de Antón.
Estaba a punto de gritar de alegría cuando me di cuenta de que habría estado en una mejor situación si no hubiese podido seguirlo.
El primer sitio al que fue desde el restaurante parecía ser su casa. Nadie contestó cuando llamé a la puerta, pero por las ventanas pude ver pósters de algunas de las bandas de rock más pretenciosas del continente. Si no era su casa, tal vez era el sitio de un amigo, o el de una novia. Me senté en la terraza de un café al otro lado de la calle y me puse a hacer dibujos de todo lo que veía del apartamento, imaginando dónde iban las paredes y los muebles, rehaciendo los pasos de Antón durante las horas que estuvo allí, y luego cambiando mis suposiciones, probando diferentes opciones.
El camarero miró por encima de mi hombro los palitos que llenaban la pantalla.
—¿Es usted coreógrafo?
—Sí.
—¡Qué apasionante! ¿Cuál es el nombre de la obra?
—
Llamando por teléfono y esperando con impaciencia.
Es un homenaje a mis dos ídolos y mentores, Twyla Tharp y Pina Bausch.
El camarero estaba impresionado.
Después de tres horas y ninguna señal de actividad me fui de allí.
Antón se había pasado un momento por otro apartamento. Estaba ocupado por una chica rubia y delgada de unos veinte años.
—Soy un amigo de Antón. ¿Sabes dónde puedo encontrarle?
Había estado llorando.
—No conozco a nadie con ese nombre.
Cerró la puerta de un portazo. Me quedé en el pasillo un rato, preguntándome: «¿Lo maté yo? ¿Detectó alguien las esferas y le metieron una bala en el corazón por culpa de ellas?». Si las hubiesen encontrado, las habrían destruido; no habría habido ningún rastro que seguir.
Sólo había estado en otro sitio antes de que lo llevaran en coche al canal, tumbado y muy quieto. Se trataba de un chalet de dos plantas en un barrio de categoría. No llamé al timbre. No encontré ningún sitio desde el que poder observar bien el chalet, así que pasé andando por delante una vez. Las cortinas estaban echadas. No había ningún vehículo aparcado cerca.
A unas cuantas manzanas de la casa había un parquecito. Me senté en un banco y me puse a llamar a bases de datos. Acababan de alquilar la casa hacía sólo tres días. No tuve problemas en averiguar quién era el dueño —un abogado de empresa que tenía inmuebles por toda la ciudad—, pero no pude conseguir el nombre del nuevo inquilino.
Viena contaba con un mapa centralizado de servicios públicos para evitar que la gente que hiciera una obra se topara por accidente con los cables de suministro y las líneas de teléfono subterráneas. Las líneas telefónicas no me servían. Hoy día no se podía pinchar el teléfono de nadie que tuviera un mínimo de cuidado. Pero las casas tenían gas natural, y sus conductos se podían recorrer más fácilmente que los del agua y hacían mucho menos ruido.
Compré una pala, unas botas, guantes, un mono de color blanco y un casco de obra. Saqué una captura de la imagen del logotipo de la compañía de gas de la entrada de la guía telefónica y la pinté con espray en el casco; desde lejos parecía bastante auténtica. Hice acopio del poco valor que me quedaba y volví a la calle, a una altura desde la que no podían verme, pero lo más cerca de la casa que me atreví. Aparté unas cuantas losas del pavimento y me puse a cavar. Era primera hora de la tarde, había algo de tráfico, pero muy pocos viandantes. Un anciano me observaba desde una ventana de la casa más cercana. Me aguanté para no saludarle con la mano. No hubiese sido convincente.
Llegué al conducto del gas, me metí en el agujero y pegué un paquetito contra el PVC; del paquete surgió una aguja hueca que derritió el plástico mediante un proceso químico, penetrando en la pared del tubo pero manteniéndolo sellado. Alguien pasó por la acera con dos enormes perros babeantes; no levanté la vista.
El dispositivo de control emitió un suave pitido indicando que había habido suerte. Tapé el agujero, volví a colocar las losas en su sitio y regresé al hotel para dormir un poco.
Había colocado un cable fino de fibra óptica que iba desde el dispositivo de control enterrado hasta la tierra sin pavimentar que rodeaba un árbol cercano. La punta del cable asomaba justo unos milímetros por encima del suelo. A la mañana siguiente recopilé todos los datos almacenados y volví al hotel para examinarlos al detalle.
Varios cientos de escuchas habían alcanzado las tuberías de gas de la casa y habían vuelto al dispositivo de control, repetidas veces; escuchaban en turnos de una hora que se solapaban y luego regresaban para descargar los resultados. Por separado la calidad de las pistas de audio solía ser pésima, pero por lo general el software podía extraer palabras inteligibles si se procesaban todas a la vez.
Había cinco voces, tres de hombre y dos de mujer. Todas hablaban en francés, aunque no podría jurar que fuera la lengua materna de nadie.
Poco a poco fui atando cabos. No tenían el icono. Alguien llamado Katulski les había contratado para encontrarlo. Al parecer habían pagado a Antón para que estuviera alerta, pero había vuelto para pedirles más dinero a cambio de no pasarse a mi bando. El problema era que no tenía nada tangible que ofrecerles... y ellos acababan de recibir un soplo de otra fuente. Las referencias a su asesinato eran indirectas, pero es posible que intentara chantajearles de algún modo cuando le dijeron que ya no lo necesitaban. Sin embargo, había algo que sí estaba totalmente claro; hacían turnos para vigilar un piso en la otra punta de la ciudad. Pensaban que allí acabaría apareciendo el hombre que había matado a De Angelis.
Alquilé un coche y seguí a dos de ellos cuando salieron para reanudar la vigilancia. Habían alquilado una habitación frente a su objetivo. Con mis prismáticos de infrarrojos pude ver hacia dónde apuntaban los suyos. El lugar que vigilaban parecía vacío; lo único que pude discernir a través de las raídas cortinas fue pintura desconchada.
Llamé a la policía desde un teléfono público; la voz sintética de la agenda habló por mí. Dejé un mensaje anónimo para el policía que me había interrogado en el que le daba el código que permitía acceder a los datos de las microesferas. El forense las habría encontrado casi de inmediato, pero forzar el código y extraer la información mediante microscopía les habría llevado días.
Y luego esperé.
Cinco horas más tarde, más o menos a las tres de la madrugada, los dos hombres a los que había seguido se marcharon corriendo sin que nadie les sustituyera. Saqué mi foto de De Angelis y la examiné a la luz de la luna. Sigo sin entender qué era lo que tenía que me tenía hechizado. Era una ladrona o una idiota. Tal vez ambas cosas. Pero ya fuera por una o por otra, la habían matado.
—No te quedes ahí con esa sonrisa de satisfacción como si lo supieras todo —dije—. Al menos podrías desearme suerte.
El edificio era antiguo y estaba en mal estado. No tuve problemas para forzar la cerradura de la puerta principal, y aunque las escaleras no dejaron de crujir hasta que llegué a la última planta, no me encontré con nadie.
A través de la puerta del piso 712 se podía detectar un rastro de campos eléctricos que los delataba; parecía como si hubieran instalado diez tipos de alarma distintos. Forcé la cerradura del piso de al lado. Había una trampilla de acceso en el techo que por casualidad estaba justo encima del sofá. En el momento en que levantaba las piernas y cerraba la trampilla alguien gimió sin despertarse en el piso de abajo. La adrenalina y la claustrofobia, el allanamiento de morada en una ciudad extranjera, el miedo y la expectación, todo eso hacía que mi corazón latiera desbocado. Moví el haz de luz de la linterna de un lado para otro: los ratones salieron disparados por todas partes.
La trampilla correspondiente del piso 712 estaba tan protegida como la puerta. Me desplacé hasta otro punto del techo, levanté el aislante térmico, hice un agujero en la escayola y me descolgué en la habitación.