Luminoso (34 page)

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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Luminoso
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Durrani pareció a punto de dejarlo pasar como una buena aproximación, pero estaba claro que era una maniática de los detalles, y todavía no había insultado mi inteligencia.

—No exactamente. Más que una combinación será una exposición múltiple. Hemos utilizado unos cuatro mil registros de la base de datos, todos los varones entre veinte y treinta años, y cuando alguien tenga la neurona A conectada con la neurona B, y alguien tenga la neurona A conectada con la neurona C... tú tendrás conexiones tanto con B como con C. Empezarás con una red que en teoría podría reducirse a cualquiera de las cuatro mil versiones individuales empleadas en su construcción, pero de hecho, en vez de eso, serás tú quien irá reduciéndola hasta tu propia versión única.

Eso sonaba mejor que ser un clon emocional o un collage tipo Frankenstein; sería una escultura toscamente tallada, con los rasgos aún por definir. Pero...

—¿Cómo voy a reducirla? ¿Cómo voy a pasar de ser potencialmente cualquiera a ser...?

—¿Qué? ¿Mi yo de doce años resucitado? ¿O el treintañero que hubiera podido ser, surgido como una remezcla de esos cuatro mil desconocidos muertos? Divagaba; había perdido la poca fe que me quedaba en mi propia sensatez.

Durrani también pareció incomodarse un poco, aunque mi opinión sobre eso era poco fiable.

—Debería haber partes de tu cerebro aún intactas que guardan algún registro de lo que se ha perdido. Recuerdos de experiencias formativas, recuerdos de las cosas que solían gustarte, fragmentos de estructuras innatas que sobrevivieron al virus. La prótesis será conducida automáticamente hacia un estado que sea compatible con todo lo que hay en tu cerebro, se encontrará a sí misma interactuando con el resto de los sistemas, y las conexiones que mejor funcionen en ese contexto se verán reforzadas. —Se detuvo un momento para pensar—. Imagínate una especie de miembro artificial que al principio no tiene una forma perfecta y que se va ajustando a medida que lo usas: alargándose cuando no llega a coger lo que intentas alcanzar, encogiéndose cuando se choca con algo de forma inesperada... hasta que adopta precisamente el tamaño y la forma del miembro fantasma implicado por tus movimientos. Que en sí mismo no es otra cosa que una imagen de la carne y el hueso perdidos.

Era una metáfora atractiva, aunque costaba creer que mis marchitos recuerdos contuvieran la suficiente información para reconstruir a su autor fantasma en todos sus matices; costaba creer que el puzzle de quién había sido, y de quién podría haber llegado a ser, pudiera completarse con unas cuantas pistas sobre las esquinas y con las piezas revueltas de otros cuatro mil retratos de la felicidad. Pero el tema estaba incomodando al menos a uno de nosotros, así que no insistí.

Conseguí hacer una última pregunta:

—¿Cómo será antes de que todo esto ocurra? ¿Cuando me despierte de la anestesia y todas las conexiones estén intactas?

—Eso es algo que no puedo saber —confesó Durrani—, hasta que tú me lo digas.

Alguien repitió mi nombre, de modo tranquilizador pero con insistencia. Me desperté un poco más. El cuello, las piernas, la espalda, todo me dolía, y notaba el estómago tenso por las náuseas.

Pero la cama estaba caliente y las sábanas eran suaves. Era agradable estar ahí tumbado.

—Es miércoles por la tarde. La operación fue bien.

Abrí los ojos. Durrani y cuatro de sus alumnos estaban juntos al pie de la cama. La miré fijamente, estupefacto: el rostro que una vez me pareció «severo» y «sombrío» era... cautivador, magnético. Podría haberla contemplado durante horas. Pero entonces le eché un vistazo a Luke de Vries, que estaba a su lado. Era igual de extraordinario. Me volví uno a uno hacia los otros tres estudiantes. Todos eran igualmente hipnóticos. No sabía dónde mirar.

—¿Cómo te sientes?

No encontraba las palabras. Los rostros de estas personas estaban cargados de tanto significado, tantas fuentes de fascinación, que no tenía forma de aislar ningún factor concreto: todos parecían inteligentes, extáticos, bellos, reflexivos, atentos, compasivos, tranquilos, vibrantes... Un ruido blanco de cualidades, todas positivas, pero a la postre incoherentes.

Pero al pasar la mirada de un rostro a otro compulsivamente, esforzándome por darles sentido, sus significados empezaron por fin a cristalizarse, como palabras haciéndose nítidas, aunque nunca hubiera visto borroso.

—¿Está sonriendo? —le pregunté a Durrani.

—Un poco. —Dudó un momento—. Existen exámenes estándar, imágenes estándar para esto, pero... Describe mi expresión, por favor. Dime en qué estoy pensando.

Le contesté de manera desenfadada, como si me hubiese pedido que leyera una cartilla optométrica.

—Siente... ¿curiosidad? Está escuchando con atención. Está interesada, y... espera que pase algo bueno. Y sonríe porque piensa que va a ser así. O porque apenas puede creerse que ya ha pasado.

—Bien —asintió, reafirmándose en su sonrisa.

No añadí que ahora la encontraba increíblemente, casi dolorosamente hermosa. Pero era lo mismo con cada uno de los presentes en la habitación, hombre y mujer: la neblina de estados de ánimo contradictorios que leía en sus rostros se había aclarado, pero había dejado tras de sí un brillo que helaba la sangre. Esto me alarmó un poco (era demasiado indistinto, demasiado intenso), aunque de alguna forma parecía una respuesta casi tan natural como el deslumbramiento de un ojo adaptado a la oscuridad. Y después de dieciocho años de no ver otra cosa que fealdad en cada rostro humano, no estaba dispuesto a quejarme por la presencia de cinco personas que parecían ángeles.

—¿Tienes hambre? —me preguntó Durrani.

Tuve que pensar la respuesta.

—Sí.

Uno de los estudiantes sacó una comida preparada, más o menos lo mismo que había comido el lunes: ensalada, un panecillo, queso. Cogí el panecillo y le di un mordisco. La textura era totalmente familiar, el sabor el mismo. Dos días antes había masticado y tragado lo mismo con el ligero asco habitual que me provocaba cualquier comida.

Unas lágrimas calientes me recorrieron las mejillas. Estaba extasiado; la experiencia era tan extraña y dolorosa como beber de una fuente con los labios tan resecos que la piel se hubiera convertido en sal y sangre seca.

Tan dolorosa y tan embriagadora. Cuando acabé con el plato, pedí otro. Comer era bueno, comer estaba bien, comer era necesario.

—Es suficiente —dijo Durrani con firmeza después del tercer plato.

Yo temblaba por el ansia; seguía pareciéndome sobrenaturalmente bella, pero violentado, le grité.

Me cogió de los brazos y me sujetó.

—Esto va a ser duro para ti. Habrá arrebatos como éste, giros en todas direcciones, hasta que la red se asiente. Tienes que intentar permanecer tranquilo, intentar mantenerte reflexivo. La prótesis hace posibles muchas cosas a las que no estás acostumbrado... pero sigues teniendo el control.

Apreté los dientes y aparté la mirada. Al tocarme me había provocado una erección inmediata, dolorosa.

—Eso es —dije—. Tengo el control.

En los días siguientes mis experiencias con la prótesis se hicieron mucho menos crudas, mucho menos violentas. Casi podía ver cómo los bordes más puntiagudos y desencajados de la red se iban —metafóricamente— puliendo con el uso. Comer, dormir, estar con gente, seguía siendo algo intensamente placentero, pero se parecía más a un imposible sueño rosado de la niñez que al efecto provocado por alguien que estuviera metiéndome un cable de alto voltaje en el cerebro.

Ciertamente la prótesis no enviaba señales a mi cerebro para hacer que mi cerebro sintiera placer. La propia prótesis era la parte de mí que sentía todo el placer... por muy perfecta que fuera la integración de ese proceso con todo lo demás: percepción, lenguaje, cognición... el resto de mi persona. Al principio, meditar sobre esto era desconcertante, pero bien pensado no lo era más que imaginarse el experimento consistente en teñir de azul todas las zonas orgánicas correspondientes de un cerebro sano y afirmar: «¡Ellas sienten todo el placer, no tú!».

Me sometieron a un montón de pruebas psicológicas (a la mayoría de ellas ya me había sometido muchas veces como parte de los reconocimientos anuales del seguro), mientras el equipo de Durrani intentaba cuantificar su éxito. Puede que el que un paciente de infarto consiguiera controlar una mano paralizada fuera más fácil de medir objetivamente, pero yo debía haber pasado de lo más bajo a lo más alto de cualquier escala numérica de afectación positiva. Y lejos de constituir una causa de irritación, estas pruebas me dieron la primera oportunidad de usar la prótesis en nuevos campos; ser feliz de formas que apenas podía recordar haber experimentado antes. Además de tener que interpretar recreaciones mundanas de escenas de situaciones domésticas —qué había pasado entre este niño, esta mujer y este hombre; ¿quién se siente bien y quién se siente mal?—, me mostraban imágenes de grandes obras de arte, desde complejas pinturas alegóricas y narrativas hasta elegantes ensayos geométricos minimalistas. Aparte de escuchar fragmentos de habla común, e incluso gritos de alegría y dolor sin adorno alguno, me ponían muestras de música y canciones de cualquier tradición, época y estilo.

Fue ahí cuando me di cuenta de que algo iba mal.

Jacob Tsela me ponía los archivos de audio y anotaba mis respuestas. Se había mostrado inexpresivo la mayor parte de la sesión, evitando cuidadosamente cualquier riesgo de contaminar los datos dejando escapar sus propias opiniones. Pero después de poner un fragmento celestial de música clásica europea, y después de que yo lo puntuara con un veinte sobre veinte, percibí un atisbo de consternación en su cara.

—¿Qué? ¿No te ha gustado?

—No importa lo que a mí me guste. —Tsela sonrió veladamente—. No es eso lo que estamos midiendo.

—Ya lo he puntuado, no puedes influir en mi puntuación. —Lo miré suplicante; estaba desesperado por cualquier tipo de comunicación—. He estado muerto para el mundo durante dieciocho años. Ni siquiera sé quién era el compositor.

—J.S. Bach —dijo después de dudar—. Y estoy de acuerdo contigo: es sublime.

Alzó de nuevo la pantalla táctil y continuó con el experimento.

¿Qué era lo que le había consternado? Supe la respuesta inmediatamente; fui un idiota al no darme cuenta antes, pero había estado demasiado metido en la música.

No había puntuado ninguna pieza por debajo de dieciocho. Y había hecho lo mismo con las artes plásticas. De mis cuatro mil donantes virtuales había heredado no el mínimo común denominador, sino el gusto más amplio posible; y en diez días no había conseguido imponerle ningún límite, ninguna preferencia propia.

Para mí todo el arte y toda la música eran sublimes. Cualquier tipo de comida era deliciosa. Toda la gente a la que le ponía la vista encima era una visión de la perfección.

Puede que después de mi larga sequía sólo estuviera absorbiendo placer de cualquier cosa, pero con el tiempo me acabaría saciando y me volvería tan perspicaz, tan centrado y tan crítico como cualquiera.

—¿Debería seguir siendo así? ¿Omnívoro?

Solté la pregunta empezando con un tono de ligera curiosidad y acabando con un punto de pánico.

Tsela paró la muestra que estaba sonando en ese momento; un canto que para mi oído podría haber sido albano, marroquí o mongol, pero que me puso los pelos de punta y me animó muchísimo. Como todos los demás.

Permaneció en silencio un instante, sopesando deberes encontrados. Luego suspiró y dijo:

—Será mejor que hables con Durrani.

Durrani me enseñó un gráfico de barras en la pantalla de su despacho: el número de sinapsis artificiales que habían cambiado de estado dentro de la prótesis (las nuevas conexiones que se habían formado, las conexiones existentes que se habían roto, debilitado o reforzado) por cada uno de los diez últimos días. Los microprocesadores integrados se mantenían al tanto de tales cambios y los datos se extraían mediante una antena que me pasaban por encima del cráneo todas las mañanas.

El primer día, mientras la prótesis se adaptaba a su nuevo entorno, fue espectacular; las cuatro mil redes que la conformaban podían haber sido perfectamente estables en los cráneos de sus dueños, pero la versión conjunta que me habían dado nunca antes había estado conectada al cerebro de nadie.

El segundo día había visto aproximadamente la mitad de actividad, el tercero en torno a una décima parte.

Sin embargo, a partir del cuarto día, no había habido nada salvo ruido de fondo. Mis recuerdos episódicos, por muy placenteros que fueran, al parecer se almacenaban en otra parte (dado que era evidente que no sufría amnesia), pero tras el frenesí de actividad inicial, la circuitería que definía lo que era el placer no había sufrido ningún cambio, ningún ajuste de ningún tipo.

—Si en los próximos días surgieran algunas tendencias, deberíamos ser capaces de amplificarlas, sacarlas adelante, como si equilibrásemos un edificio inestable una vez que muestra signos de caer en una determinada dirección. —Durrani no sonaba esperanzada. Ya había pasado demasiado tiempo y la red ni siquiera oscilaba.

—¿Qué hay de los factores genéticos? ¿No puede leer mi genoma y acotar las cosas a partir de eso?

Negó con la cabeza.

—Al menos dos mil genes tienen un papel en el desarrollo neural. No es como hacer coincidir un grupo sanguíneo o un tipo de tejido; todos los sujetos de la base de datos tendrían en común contigo más o menos la misma pequeña proporción de esos genes. Está claro que algunos de ellos tienen que haber tenido un temperamento más parecido al tuyo que otros, pero no hay forma de que podamos identificarlos genéticamente.

—Ya veo.

—Podemos apagar la prótesis completamente, si es lo que quieres —dijo Durrani con tacto—. No haría falta cirugía, sólo la apagaríamos y volverías a estar donde estabas al principio.

Miré fijamente su rostro radiante. ¿Cómo podía volver atrás? Dijeran lo que dijeran las pruebas y los gráficos de barras... ¿cómo podía ser esto un fracaso? Por abundante y estéril que fuera la belleza en la que me ahogaba, no estaba tan jodido como cuando tenía la cabeza llena de leu-encefalina. Seguía siendo capaz de sentir miedo, ansiedad, tristeza; las pruebas habían revelado carencias universales comunes a todos los donantes. No podía odiar a Bach o a Chuck Beriy, a Chagal o a Paul Klee, pero había reaccionado con tanta cordura como cualquiera ante imágenes de enfermedad, hambre y muerte.

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