Aunque no me sirviera para nada.
Justo después de medianoche, cuando la novedad empezaba a perder su encanto y por fin estaba pensando en irme, algunas personas volvieron a dar vítores a pleno pulmón. Esta vez me costó aun más entender a cuento de qué. La gente empezó a girarse para mirar al este y, excitados, se señalaban algo unos a otros.
Avanzando por una de las multitudes danzantes —en un poblado a tres pantallas de distancia— se veía un número indeterminado de figuras humanas. Puede que fueran desnudas, unas eran masculinas y otras femeninas, pero no era fácil estar segura: sólo se dejaban ver de forma momentánea... y brillaban tanto que la mayoría de los detalles se perdían entre tanta luminosidad.
Refulgían con un intenso blanco plateado. La luz transformaba lo que tenían alrededor, aunque el efecto se parecía más a un halo de gas luminoso difundiéndose por el aire que a un foco dirigido al gentío. La gente que bailaba a su alrededor no parecía percatarse de su presencia; lo mismo que la que estaba en las salas intermedias. Sólo la gente de Heródoto les prestaba la clase de atención que merecía su espectacular puesta en escena. Todavía no tenía claro si eran sólo una animación que computaba las rutas plausibles por los huecos que quedaban entre la multitud, o si eran simples actores de verdad engalanados por el software.
Tenía la boca seca. No podía creerme que la presencia de estas figuras plateadas fuera pura coincidencia, pero, ¿qué otra cosa podían significar? ¿Estaba la gente de Heródoto al corriente de la serie de brotes en la zona? No era del todo imposible; un análisis independiente podría haber circulado por la red. Quizás se trataba de una especie de extraño «tributo» a las víctimas.
Volví a encontrarme con Oliver. La música se había suavizado, como en respuesta a la visión, y a él parecía que se le había bajado un poco el colocón; conseguimos mantener algo parecido a una conversación.
Señalé hacia las figuras, que ahora avanzaban sin problemas a través de la imagen de una pantalla gigante, delatándose como íntegramente virtuales.
—¡Recorren el sendero de la alegría! —gritó.
Mediante mímica hice como que no entendía.
—¡Sanando la tierra por nosotros! ¡Pagando por nuestros errores! ¡Desandando el sendero de las lágrimas!
¿El sendero de las lágrimas? Al principio no entendía nada, pero de repente me acordé de algo que estudié en el instituto. En la década de 1830 los cherokees se vieron obligados a abandonar su tierra; recorrieron a pie desde la actual Georgia hasta Oklahoma. Murieron miles en el camino; algunos lograron escapar y se ocultaron en los Apalaches. Eso era el «sendero de las lágrimas». Heródoto, estaba bastante segura, se encontraba a cientos de kilómetros de la ruta histórica de la trágica marcha, pero esa no parecía ser la cuestión. En ese momento las figuras cruzaban la antepenúltima pista de baile antes de la nuestra y pude ver cómo extendían los brazos como impartiendo algún tipo de bendición.
—¿Pero qué tiene que ver el fuego plateado con...? —grité.
—Sus cuerpos están congelados; ¡por eso sus espíritus son libres y pueden recorrer el sendero de la alegría en el ciberespacio por nosotros! ¿No lo sabía? ¡Para eso es el fuego plateado! ¡Para renovarlo todo! ¡Para traer la alegría a la tierra! ¡Para pagar por nuestros pecados! —Oliver me gritó con total sinceridad, irradiando auténtica buena voluntad.
Me quedé mirándole con incredulidad. Estaba claro que este hombre no odiaba a nadie... pero lo que acaba de soltar no era más que un refrito New Age de las peroratas de ese evangelista radiofónico de hace veinte años, el que había decidido que el SIDA era la prueba incontrovertible de sus propias creencias espirituales.
—El fuego plateado es una enfermedad cruel y dolorosa... —le grité enfadada.
Oliver echó la cabeza hacia atrás y se rió de forma escandalosa, sin rasgo alguno de malicia, como si fuera yo la que contaba cuentos chinos.
Di media vuelta y me alejé.
Los senderistas se separaron en dos grupos al cruzar la penúltima sala a nuestro este. Al «rodear» Heródoto una mitad se dirigió hacia el norte, la otra hacia el sur. No podían avanzar entre nosotros, pero de ese modo la ilusión se mantenía casi intacta.
¿Y si hubiese estado drogada hasta las cejas? ¿Y si hubiese abrazado la mitología del sendero de la alegría y hubiese venido hasta aquí con la esperanza de verla confirmada? A la mañana siguiente, ¿me habría creído que los espíritus errantes de los pacientes de fuego plateado habían pasado por delante de mis narices?
Concediendo su bendición fulgurante a la multitud.
Tan cerca que casi podías tocarlos.
Me abrí paso entre la gente hasta la salida camuflada. Una vez fuera, el aire fresco y el silencio eran irreales; me sentía más etérea, más como en un sueño que nunca. Fui dando tumbos hasta el aparcamiento y apunté con la agenda para encender las luces del coche alquilado.
Conforme me acercaba a la autopista me fui despejando. Decidí conducir toda la noche. Estaba tan alterada que no pensaba que pudiera pegar ojo. Podía buscar un motel por la mañana, darme una ducha y echarme un rato antes de mi siguiente cita.
Aún no sabía qué pensar del Acontecimiento. Qué tipo de relación podía haber entre el portador y la desquiciada ciberpalabrería sincrética de los pobladores. Si sólo era una coincidencia, la ironía resultaba grotesca. ¿Pero cuál era la alternativa? ¿Que un «peregrino» del sendero de la alegría andaba por ahí extendiendo el virus de forma premeditada? La idea era ridícula, y no sólo porque fuera tan obscena que resultaba prácticamente inconcebible. Un portador sólo podía saber que estaba infectado si habían aparecido los síntomas típicos... pero los síntomas típicos sólo indicaban la brutal fase final de la enfermedad. Una infección leve prolongada, si es que existía tal cosa, no se distinguiría de una simple gripe. Cuando el fuego plateado se había extendido hasta afectar a las capas visibles de la piel la única opción de viajar por el campo implicaba luces giratorias y sirenas.
Como a las tres y media de la mañana encendí la agenda. No es que tuviera sueño, pero quería algo para mantenerme alerta.
Ariadna tenía montones de cosas.
En primer lugar un acalorado debate en
The Reality Studio
: un programa de la Intercampus Ideas Network. Un zoólogo independiente de Seattle llamado Andrew Feld tomó la palabra. Argumentaba que el fuego plateado «confirmaba más allá de toda duda razonable» su «controvertida y revolucionaria» teoría de la vida de la fuerza-S, que aglutinaba el genio trasgresor de Einstein y Sheldrake con la perspicacia de los mayas y los últimos avances en la teoría de supercuerdas, para crear una nueva biología de talante optimista que suplantara a la desalmada y mecanicista ciencia occidental.
La réplica se la daba la viróloga Margaret Ortega de la UCLA, quien explicaba minuciosamente por qué las ideas de Feld eran superfluas, no lograban explicar —o chocaban directamente con— un gran número de fenómenos biológicos observados... y no eran ni más ni menos «mecanicistas» que cualquier otra teoría que no atribuyera todo lo que pasaba en el universo al capricho de Dios. También se atrevió a opinar que la mayoría de la gente era capaz de ser optimista sin necesidad de rechazar todo el saber humano en el intento.
Feld no era más que un estúpido ignorante en un viaje masturbatorio. Ortega le dio un buen repaso.
Pero cuando la audiencia estudiantil de todo el país votó, fue declarado ganador por una mayoría de dos a uno.
A continuación, unos manifestantes bloqueaban la entrada a los laboratorios de investigaciones médicas del Instituto Max Planck de Hamburgo. Exigían el fin de las investigaciones sobre el fuego plateado. La seguridad no era el problema. El organizador de la protesta y «aclamado agitador cultural» Kid Ramson había celebrado una rueda de prensa improvisada:
—¡Tenemos que rescatar el fuego plateado de las garras de los insulsos y mezquinos científicos y aprender a explotar su manantial de poder mítico para beneficio de toda la humanidad! ¡Estos tecnócratas que pretenden explicarlo todo no son más que gamberros que se han colado en una galería y se dedican a pintarrajear las hermosas obras de arte con sus ecuaciones!
—Pero si no se investiga, ¿cómo va a encontrar la humanidad una cura para esta enfermedad?
—¡No existe tal enfermedad! ¡Todo es transformación!
Había cuatro noticias más, y todas ellas hablaban de revelaciones (mutuamente excluyentes) sobre la «verdad secreta» (o la secreta inefabilidad) que se ocultaba detrás del fuego plateado; y puede que cada una de ellas, por separado, no fuera más que una triste broma de mal gusto. Pero con el campo materializándose a mi alrededor —al norte la cumbre gris púrpura de las Black Mountains erigía su descarnada belleza al amanecer— poco a poco empezaba a verlo claro. Éste ya no era mi mundo. Ni en Heródoto, ni en Seattle, ni en Hamburgo ni Montreal ni Londres. Ni siquiera en Nueva York.
En mi mundo no había ninfas en los árboles y en los arroyos. Ni dioses, ni fantasmas, ni espíritus ancestrales. No había nada —aparte de nuestras propias culturas, nuestras propias leyes, nuestras propias pasiones— que fuera a castigarnos o a consolarnos, que fuera a confirmar nuestros actos de amor o de odio.
Mis propios padres lo entendieron perfectamente, pero su generación fue la primera que pudo liberarse tanto del yugo de la superstición. Y tras el más que breve resurgir del conocimiento, mi propia generación se volvió complaciente. De alguna manera comenzamos a dar por hecho que ahora la mecánica del universo era evidente para cualquier niño... aunque fuera en contra de todo lo innato a la especie: la incontrolable y sediciosa pasión por los modelos, la necesidad de extraerle un significado y un desahogo a todo lo que se mueve.
Pensábamos que estábamos transmitiendo todo lo que valía la pena a nuestros hijos: ciencia, historia, literatura, arte. Tenían vastas bibliotecas de información al alcance de la mano. Pero no nos esforzamos lo suficiente para transmitirles la verdad más difícil de todas: que la moral viene sólo de dentro. Que el significado viene sólo de dentro. Que fuera de nuestros cráneos, el universo es impasible.
Puede que en occidente le hubiésemos asestado el golpe de gracia a las viejas religiones doctrinarias, a los viejos monolitos del delirio... pero esa victoria no quería decir nada.
Porque ahora, por todas partes, su sitio lo ocupaba el veneno edulcorado de la espiritualidad.
Me registré en un motel en Asheville. El aparcamiento estaba lleno de autocaravanas, gente que se dirigía a los parques nacionales; tuve suerte, pillé el último sitio.
La agenda sonó cuando estaba en la ducha. Un análisis de los últimos datos recibidos por el Centro de Control de Enfermedades indicaba que la «anomalía» se extendía casi doscientos kilómetros hacia el oeste siguiendo la 1-40, más o menos a medio camino de Nashville. Otras cinco personas en el sendero de la alegría. Me senté y me quedé un rato mirando el mapa. Luego me vestí, volví a hacer la bolsa y después de pagar la habitación me marché.
Hice diez llamadas según me adentraba en las montañas. Cancelé todas las citas con los familiares de los afectados desde Nashville a Jefferson City, Tennessee. La hora de ser prudente y metódica había pasado, se acabó el recopilar hasta el último pedacito de información que me iba encontrando por el camino. Sabía que la transmisión se estaba produciendo en los Acontecimientos; lo único que me quedaba por dilucidar era si lo hacía de forma accidental o premeditada.
Si la transmisión era premeditada, ¿cómo lo hacían? ¿Con una ampolla cargada de fibroblastos repletos de fuego plateado? Los investigadores de la NIH habían tardado más de un año en descubrir cómo cultivar el virus... y acababan de hacerlo en marzo. Me costaba creer que unos aficionados pudieran replicar su trabajo en menos de tres meses.
La autopista se perdía entre los suntuosos bosques que cubrían las laderas de las Great Smoky Mountains, siguiendo el curso del río Pigeon la mayor parte del trayecto. Mientras conducía programé (vocalmente) un modelo de predicción. Tenía un calendario de los Acontecimientos y tenía cinco fechas de infección aproximadas. Las notificaciones de nuevos casos siempre llegarían tarde; si quería ganar terreno tenía que extrapolar. Y lo más seguro era que el portador se dirigiera al oeste sin hacer paradas, sin rezagarse, siempre desplazándose hasta el siguiente Acontecimiento.
Era casi mediodía cuando llegué a Knoxville, me paré a comer y seguí adelante.
El modelo dijo: Plinio, sábado 14 de enero, 9:30 p.m. Por primera vez podría buscar al portador en la sala de fiestas infinita sin que nos separase un muro infranqueable.
Por primera vez me expondría al fuego plateado.
Llegué pronto, pero no tan pronto como para llamar la atención de las versiones de Sally y Oliver de Plinio. Me quedé una hora en el coche, improvisando cómo parecer ocupada, apuntando las matrículas de los vehículos que iban llegando. Había un montón de todoterrenos y utilitarios y algunas caravanas. Muchos pobladores eran partidarios de la bicicultura, pero había que ser todo un fanático —amén de estar en excelente forma— para venir pedaleando desde Greensboro.
El Acontecimiento se desarrolló siguiendo prácticamente el mismo patrón que el de Heródoto la noche anterior, aunque Heródoto no participaba en éste. El público también era parecido: en su mayor parte gente joven, aunque con bastantes excepciones como para que alguien como yo no desentonara demasiado. Me di una vuelta por el recinto intentando memorizar las caras sin llamar mucho la atención. ¿Se había tragado toda esta gente el mito del fuego plateado, en la versión de Oliver? Me deprimía sólo de pensarlo. Lo único que me hacía albergar cierta esperanza era que cuando comparé el número de poblados de la zona con el que aparecía en el calendario de los Acontecimientos, la proporción era sólo de uno por cada veinte. El movimiento de los micropoblados en sí no tenía nada que ver con esta chifladura.
Alguien me ofreció una pastilla rosa; esta vez no era gratis. Le di veinte dólares y me guardé la droga en el bolsillo para analizarla. Existía la remota posibilidad de que alguien estuviera pasando pastillas adulteradas; aunque los ácidos del estómago solían dar cuenta del virus en poco tiempo.
Un chico rubio y guapo —de apenas veinte años— me estuvo rondando un rato mientras los senderistas hacían su aparición. Cuando desaparecieron por el oeste se me acercó, me cogió del brazo y me hizo una oferta que apenas pude oír con la música, aunque creí captar lo esencial. Estaba tan distraída que ni me sorprendí ni me sentí halagada —y mucho menos tentada— y me deshice de él en cinco segundos. Se alejó con pinta de sentirse herido, pero al rato vi que se iba con una mujer mucho más joven que yo.