Luminoso (27 page)

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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Luminoso
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Faltaba casi una hora para mi primera cita, así que conduje por la ciudad en busca de algún sitio para comer. Desde la llamada de Brecht había estado muy tensa, tanto que incluso me sorprendía lo bien que me sentía por haber llegado. Tal vez sólo tenía que ver con el hecho de estar viajando hacia el sur, con el repentino y ligero cambio en el ángulo de la luz; una especie de equivalente latitudinal y beneficioso del desfase horario. Era cierto que comparado con Nueva York todo el centro de Greensboro irradiaba una luminosidad positiva, los edificios modernos de tonos pastel en curiosa armonía con los edificios históricos que se conservaban en perfecto estado.

Acabé en una pequeña cafetería comiéndome unos sándwiches y volviendo a repasar mis notas de manera obsesiva. Habían pasado siete años desde la última vez que había salido del laboratorio para hacer algo parecido y no tenía mucho tiempo para cambiar el chip de teórica a investigadora.

En la última quincena había habido cuatro casos nuevos de fuego plateado en Greensboro. Hacía tiempo que las autoridades sanitarias, fueran de donde fueran, habían dejado de intentar establecer el curso de la infección de cada nuevo caso; dada la facilidad con la que se transmitía y la imposibilidad de preguntar directamente a los pacientes, era un proceso muy trabajoso del que se obtenían pocos resultados tangibles. La estrategia más útil no era rehacer los pasos de la víctima, sino poner en cuarentena a la familia, a los compañeros de trabajo y al resto de los conocidos de cada nuevo caso, durante una semana aproximadamente. Los portadores podían contagiar el virus los dos o tres primeros días, como mucho, antes de ponerse claramente enfermos; no era necesario ir a buscarlos. El rastro con forma de arco iris de Brecht era o bien una excepción a esta regla... o bien una oleada de casos nuevos que se propagaban de una ciudad a otra sin un portador único.

Greensboro tenía alrededor de un cuarto de millón de habitantes, aunque la cifra dependía de dónde pusiera uno los limites. Carolina del Norte nunca había conocido una fiebre por la construcción. De hecho, en los últimos años el crecimiento en las zonas rurales había sido mayor que en las grandes ciudades y el movimiento de los micropoblados se había extendido rápidamente en la zona, por lo menos tanto como en la costa oeste.

Visualicé un mapa de curvas de densidad de población en mi agenda. Incluso Raleigh, Charlotte y Greensboro apenas se elevaban sobre el ondulante fondo de las zonas rurales, y sólo los Apalaches dibujaban una profunda brecha en esta topografía invertida. Cientos de nuevas comunidades diminutas salpicaban el mapa entre las ya numerosas poblaciones establecidas. Estrictamente hablando los micropoblados no eran autosuficientes, pero, más allá de toda duda, estaba claro que eran tecnoecológicos; utilizaban tecnología fotovoltaica, realizaban tratamientos de aguas locales a pequeña escala y, en vez de las típicas conexiones a servicios centralizados, tenían enlaces por satélite. La mayoría de sus ingresos provenían de la industria cultural: software, diseño, música, animación.

Activé una transparencia que mostraba la magnitud de los flujos de población a una escala temporal adaptada al fuego plateado. Las carreteras y autopistas principales refulgían en rojo y los pueblos se conectaban con la madeja principal mediante sus respectivos capilares más finos... pero los micropoblados desaparecían prácticamente del mapa: todo el mundo trabajaba desde casa. Por tanto no era tan extraño que un brote esporádico de fuego plateado se hubiese extendido siguiendo la interestatal en lugar de expandirse con la clásica trayectoria errática por todo este territorio más o menos populoso.

Con todo... el motivo de mi presencia aquí era encontrar lo que ninguna simulación de ordenador podía decirme: si las presunciones en las que se basaban tenían serias lagunas o no.

Salí de la cafetería y me puse manos a la obra. Los cuatro casos procedían de cuatro familias distintas. Tenía por delante una larga jornada.

Ninguna de las personas que entrevisté estaba en cuarentena, pero todas seguían conmocionadas en cierta medida. El fuego plateado golpeaba como un relámpago: no habías tenido tiempo de asimilar lo que estaba pasando cuando un niño o un padre, un cónyuge o un amante perfectamente sanos se morían prácticamente delante de tus narices. Lo último que necesitabas era que un perfecto desconocido te interrogara durante dos horas.

Para cuando llegué a la última familia estaba anocheciendo. El entusiasmo que pudiera haber sentido por estar trabajando de nuevo a pie de calle hacía tiempo que se me había pasado. Me quedé sentada un rato en el coche, mirando fijamente el jardín inmaculado y las cortinas de encaje, escuchando los grillos, deseando no tener que entrar y plantarme delante de esta gente.

Diane Clayton daba clases de matemáticas en el instituto; Ed, su marido, era un ingeniero que hacía el turno de noche en la compañía eléctrica local. Tenían una hija de trece años, Cheryl. Mike, de dieciocho, estaba en el hospital.

Me senté con los tres, pero fue la señora Clayton quien más habló. Fue paciente y cortés conmigo de una forma escrupulosa, pero, después de un rato, quedó claro que seguía en una especie de nube. Contestaba cada pregunta con calma y consideración, pero yo no tenía forma de saber si sabía lo que estaba diciendo o si sólo se estaba dejando llevar en piloto automático.

El padre de Mike no era de gran ayuda, pues su turno de trabajo lo había mantenido desfasado con respecto al resto de la familia. Intenté cruzar la mirada con Cheryl, animándola a que hablara. Era absurdo, pero mientras lo hacía me sentí culpable, como si hubiera venido hasta aquí para venderle a la familia algún producto basura y ahora estuviera intentando saltarme la resistencia de los padres.

—Veamos... ¿El martes por la noche seguro que se quedó en casa?

Tenía que rellenar una tabla con los movimientos de Mike Clayton antes de que aparecieran los síntomas, hora por hora. Era una rutina impertinente y minuciosa propia de la Gestapo que hacía que los buenos tiempos en que sólo teníamos que pedir una lista de parejas sexuales y fluidos intercambiados parecieran idílicos.

—Sí, así es. —Diane Clayton cerró los ojos y volvió a recordar lo acontecido aquella noche—. Estuve viendo la tele un rato con Cheryl y luego me fui a la cama como a... las once. Todo ese tiempo Mike debía de estar en su cuarto.

Estaba de vacaciones (estudiaba en la UNC de Greensboro), por lo que no tenía motivo para pasarse las noches estudiando, pero podría haber estado socializando electrónicamente o viendo una película.

Cheryl me lanzó una mirada insegura y luego dijo tímidamente:

—Creo que salió.

Su madre se volvió hacia ella frunciendo el ceño.

—¿El martes por la noche? ¡No!

—¿Tienes idea de adonde pudo ir? —le pregunté a Cheryl.

—A algún club nocturno, creo.

—¿Lo mencionó él?

—Estaba vestido para eso —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Pero no dijo dónde?

—No.

—¿Podría haber sido algún otro sitio? ¿A casa de un amigo? ¿Una fiesta?

Mis datos decían que en Greensboro no había ningún club nocturno que abriera los martes.

Cheryl se lo pensó.

—Dijo que iba a bailar. Es todo lo que dijo.

Me volví hacia Diane Clayton. La habíamos dejado al margen y estaba claramente enfadada.

—¿Sabe con quién podría haber salido?

Si Mike tenía una relación estable con alguien no lo había mencionado, pero me dio los nombres de tres viejos amigos del colegio. No dejó de pedirme disculpas por su «negligencia».

—Está bien —dije—. De verdad. Nadie puede acordarse de todos los detalles.

Una hora más tarde, cuando me marché, seguía angustiada. El que su hijo hubiera salido de casa sin decírselo —o el hecho de que se lo hubiera dicho y se le hubiera olvidado— parecía (de algún modo) ser el motivo de toda la tragedia.

En parte me sentía responsable por su angustia, aunque no veía cómo podía haber llevado el asunto de otro modo. En el hospital le habrían ofrecido el asesoramiento psicológico que necesitaba; no era ni mucho menos mi trabajo. Además, seguro que tenía por delante más de lo mismo. Si empezaba a tomármelo como algo personal acabaría hecha polvo en cuestión de días.

Conseguí localizar a los tres amigos antes de las once (lo más tarde que me atrevía a llamar a nadie), pero ninguno de ellos había estado con Mike el martes por la noche, ni tenían idea de dónde podía haber estado. En cambio me ayudaron a confirmar otros detalles. Al final me pasé casi dos horas sentada en el coche haciendo llamadas.

Puede que hubiera habido una fiesta, puede que no. Puede que hubiese sido el pretexto para otra cosa; las posibilidades eran infinitas. Las tablas llenas de huecos eran el pan de cada día; me podía haber pasado un mes entero en Greensboro intentando rellenarlos, sin conseguirlo. Si el hipotético portador había estado en esta hipotética fiesta (y estaba claro que los otros tres miembros de los Cuatro de Greensboro no: todos estaban bien localizados esa noche), tendría que retomar el rastro más adelante.

Me registré en un motel y me tumbé un rato. Escuchaba el ruido del tráfico en la interestatal. Pensaba en Alex y en Laura, e intentaba imaginarme lo inimaginable.

Pero a ellos no les podía pasar. Ellos eran míos. Yo los protegería.

¿Cómo? ¿Mudándonos a la Antártida?

El fuego plateado no era tan frecuente como el cáncer, las enfermedades cardiovasculares o las muertes por accidente de tráfico. En algunas ciudades era menos frecuente que las heridas por arma. Pero no había ninguna estrategia para evitarlo, a no ser el aislamiento físico total.

Y Diane Clayton se torturaba por no haber sido capaz de mantener encerrado a su hijo de dieciocho años durante las vacaciones de verano. Se preguntaba una y otra vez: «¿Qué he hecho mal? ¿Por qué ha tenido que pasar? ¿Por qué me están castigando de este modo?».

Debería habérmela llevado aparte un momento, debería haberla mirado directamente a los ojos y haberle recordado: «¡No es culpa suya! ¡No podía hacer nada por evitarlo!».

Podría haberle dicho: «Simplemente pasó. El sufrimiento de la gente no tiene un motivo aparente. No hay que extraer ningún sentido de la vida arruinada de su hijo. No tiene ningún significado. Sólo es un baile aleatorio de partículas».

Me desperté temprano y me salté el desayuno. A las 7:30 conducía por la 1-40 en dirección oeste. Pasé por Winston-Salem sin detenerme; un par de personas se habían infectado recientemente, pero había sido hacía tan poco que no formaban parte del rastro.

Las horas de sueño me habían sentado muy bien y mi pesimismo había desparecido. La mañana era fresca y clara y el campo era increíble, o al menos lo era en aquellos lugares donde no había monótonas plantaciones de biotecnología; o peor aún, campos de golf.

De todas formas estaba claro que algunas cosas habían cambiado para mejor. Fue en la 1-40 —hace más de veinte años— cuando escuché por primera vez a un locutor radiofónico predicar el evangelio de odio de los ochenta: el SIDA como instrumento de Dios, el VIH como el virus justiciero enviado desde el Cielo para castigar a adúlteros, yonquis y sarasas. (Por entonces yo era joven e impulsiva; me paré en la primera salida, llamé a la emisora y le grité una serie de improperios a una pobre recepcionista.) Pero los defensores de esta sutil teología curiosamente habían tenido la boca cerrada desde que una línea celular inmortalizada derivada de la médula ósea de una prostituta keniata demostró ser más que una rival para el arma secreta de la deidad omnipresente. Y si bien no podía decirse que el fundamentalismo cristiano estuviera precisamente muerto y enterrado, sí podía afirmarse que su base de poder estaba en franca decadencia. Era como si la clase de ignorancia y aislamiento que lo sustentaban no pudieran sobrevivir ante la avalancha de información.

Obviamente hacía tiempo que las emisoras de radio locales se habían mudado a la red, evangelistas incluidos. Las viejas frecuencias se habían quedado mudas y yo no tenía cobertura para conectarme a la bestia de 20.000 canales... pero el coche contaba con un enlace por satélite. Encendí la agenda con la esperanza de encontrar alguna buena noticia, por pequeña que fuera.

Había programado a Ariadna, mi buscador, para que localizara referencias al fuego plateado en todos los medios de comunicación disponibles. Tal vez sólo fuera puro masoquismo, pero la sombra distorsionada que la pandemia real proyectaba en los bajíos del espacio mediático ejercía sobre mí una malsana fascinación: los rumores y la desinformación, la histeria, la explotación.

Los puntos de vista de los tabloides, como de costumbre y como cabía esperar, eran estúpidos: el fuego plateado era una enfermedad venida del espacio / el resultado inevitable de añadir flúor al agua potable / el motivo de que algunas celebridades hubieran desaparecido de la escena pública. Se ofrecían tres modos de transmisión falsos: hoy tocaban los tampones, el zumo de naranja mexicano y (otra vez) los mosquitos. Como era de rigor se habían juntado unas cuantas víctimas jóvenes con sus correspondientes fotografías de «antes» de la infección y sus respectivas familias deseosas de romper a llorar delante de las cámaras. Un nuevo siglo, la misma mierda de siempre.

Sin embargo, el artículo más rocambolesco que aparecía en el último barrido de Ariadna no era en absoluto el típico material de tabloide. En un programa llamado
The Terminal Chat Show
(los jueves a las 23:00 GMT en la cadena británica Channel 4) entrevistaban a un académico canadiense, James Springer, que estaba de gira por el Reino Unido (en carne y hueso) promocionando su nuevo hipertexto,
Los cibersutras.

Springer era un tipo magnánimo de mediana edad que se estaba quedando calvo. Lo presentaron como profesor adjunto de Teoría de la universidad de McGill. Por lo visto sólo los reduccionistas recalcitrantes se preguntaban: «¿Teoría de qué?». Su especialidad fue descrita como «ordenadores y espiritualidad», pero por razones que se me escapaban se pedía su opinión acerca del fuego plateado.

—Lo que hay que destacar —insistió en un tono suave— es que el fuego plateado es la primera plaga de la Era de la Información. El SIDA fue sin duda postindustrial y postmodernista, pero su aparición es anterior a la emergencia de una auténtica sensibilidad cultural propia de la Era de la Información. En mi opinión, el SIDA personificaba el
zeitgeist
negativo del materialismo occidental enfrentado a la inevitable crisis de confianza de fin de siglo. Pero en el caso del fuego plateado creo que podemos abrazar abiertamente metáforas mucho más positivas para esta llamada «enfermedad».

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