Creo que llego a entender lo que dice, pero una parte de mi se niega de plano a aceptar la idea de que generando sencillamente una imagen del cerebro con la suficiente resolución se pueda provocar que la imagen sueñe por sí misma.
—Pero ninguno de esos cálculos se propone imitar los procesos del cerebro, ¿no? —le digo—. Lo que se busca es facilitar la tarea a un programa que será consciente, cuando finalmente esté listo y funcionando.
—Así es. Y una vez que el programa esté listo y funcionando, ¿qué hará para ser consciente? Generará una secuencia de cambios en una representación digital del cerebro; cambios que imitan la actividad neural normal. Pero, para empezar, crear esa representación también implica una secuencia de cambios. No se puede ir de una memoria de ordenador en blanco a una simulación detallada de un cerebro humano determinado sin pasar por unos cuantos billones de estados intermedios que en su mayoría representarán (en parte o en todo, de una u otra forma) estados posibles de ese mismo cerebro.
—¿Pero por qué la reorganización de los datos, por motivos completamente distintos, lleva implícita una actividad mental?
Bausch se muestra firme.
—Los motivos no tienen nada que ver. Los recuerdos de un cerebro vivo reorganizándose bastan para generar sueños comunes. Y para generar actividad mental basta con hurgar en los lóbulos temporales con un electrodo. Lo sé: lo que hace el cerebro es tan complejo que resulta raro pensar que se pueda llegar al mismo resultado de manera fortuita. Pero toda la complejidad del cerebro está codificada en su estructura. Cuando se manipula esa estructura, se manipula la materia de la que está hecha la consciencia. Nos guste o no.
Eso tiene cierto sentido. Casi todo lo que le pasa al cerebro se siente de alguna manera; no hace falta que sea el proceso ordenado de los pensamientos en estado de vigilia. Si los efectos azarosos provocados por las drogas o por la enfermedad pueden dar lugar a acontecimientos mentales indiscutibles (un sueño febril, un episodio esquizofrénico, un viaje de LSD), ¿por qué no lo iba a hacer la complicada génesis de una Copia? Cada mapa de RMN incompleto, cada versión inacabada del software de simulación, no tiene forma de saber que se supone que todavía no puede ser consciente de sí misma.
Aun así...
—¿Cómo pueden estar seguros de nada de esto? ¿Si nadie se acuerda de los sueños?
—Las matemáticas de la consciencia están prácticamente en pañales, pero todo lo que sabemos sugiere firmemente que el acto de construir una Copia tiene contenido subjetivo, aunque no quede ni rastro de la experiencia.
Sigo sin estar del todo convencido, pero supongo que tendré que fiarme de ella. La Corporación Gleisner no tiene motivos para inventarse efectos secundarios que no existen, y estoy gratamente impresionado por el hecho de que se tomen la molestia de prevenir a sus clientes acerca de los sueños de transición. Hasta donde sé, las empresas más antiguas (las clínicas de escaneado fundadas en los tiempos en que las Copias no tenían cuerpos físicos) ni siquiera llegaron a mencionarlos.
Deberíamos pasar a otra cosa, hay otras cuestiones que discutir, pero me cuesta trabajo apartar mis pensamientos de esta inquietante revelación.
—Si saben lo bastante para estar seguros de que siempre va a haber sueños de transición, ¿no pueden estirar las matemáticas un poco más y decirme en qué consistirán mis sueños?
—¿Cómo podríamos hacerlo? —me pregunta Bausch en tono inocente.
—No sé. Examinando mi cerebro y ejecutando una especie de simulación del proceso de Copia... —Me quedo a mitad de frase—, Ah... Pero, ¿cómo se puede simular un cálculo sin hacerlo?
—Exactamente. No tiene sentido hacer tal distinción. Cualquier programa capaz de predecir de manera fiable el contenido de los sueños acabaría experimentándolos por sí mismo, con la misma intensidad que el «usted» del proceso de transición. ¿Así que para qué molestarse? Si los sueños resultaran desagradables sería demasiado tarde para ahorrarle el trauma.
¿Trauma? Empezaba a arrepentirme de no haberme conformado con una sonrisa tranquilizadora y la promesa de una anestesia perfecta. «Unos cuantos sueños que voy a olvidar».
Sin embargo, ahora que entiendo (vagamente) las causas del fenómeno, me cuesta muchísimo más aceptarlo como inevitable. Los espasmos neurales al borde de la hipotermia puede que sean inevitables, pero en teoría se puede tener un control absoluto de todo lo que acontece dentro de un ordenador.
—¿No podrían monitorizar los sueños en tiempo real, e intervenir si fuera necesario?
—Me temo que no.
—Pero...
—Piénselo. Sería como una predicción, sólo que peor. Monitorizar los sueños implicaría hacer aún más copias de las estructuras de datos que componen el cerebro, lo que a su vez generaría más sueños. Así que aunque pudiésemos hacernos cargo de los sueños originales, descifrarlos y controlarlos, el software, centrado en esa tarea, necesitaría a su vez de otro software que lo observara, para ver los efectos secundarios de sus cálculos. Y así sucesivamente. No tendría fin.
—Piénselo. Sería como una predicción, sólo que peor. Monitorizar los sueños implicaría hacer aún más copias de las estructuras de datos que componen el cerebro, lo que a su vez generaría más sueños. Así que aunque pudiésemos hacernos cargo de los sueños originales, descifrarlos y controlarlos, el software, centrado en esa tarea, necesitaría a su vez de otro software que lo observara, para ver los efectos secundarios de sus cálculos. Y así sucesivamente. No tendría fin.
»Tal y como está diseñado, la Copia se construye mediante el proceso más corto posible, por la vía más directa. Lo último que habría que hacer sería añadir más capacidad de cálculo, más algoritmos complejos... más y más sistemas que reverberen la aritmética de la experiencia.
Me muevo inquieto en la silla, intentando deshacerme de una creciente sensación de angustia. Cuanto más pregunto, más surrealista se vuelve todo, pero por lo visto no puedo tener la boca cerrada.
—Si no pueden decirme el contenido de los sueños ni los pueden controlar, ¿no pueden al menos decirme cuánto van a durar? ¿Subjetivamente?
—No sin ejecutar un programa que también soñará los sueños —dice Bausch como disculpándose, pero tengo la sensación de que ve algo elegante, incluso pertinente, en todo este asunto—. Es la naturaleza de las matemáticas: no hay atajos. No hay respuestas para preguntas hipotéticas. No podemos afirmar taxativamente lo que va a experimentar un sistema consciente concreto... sin crear ese mismo sistema consciente al intentar dar respuesta a la pregunta.
Esbozo una tímida sonrisa. Imágenes del cerebro que sueñan. Predicciones de sueños que sueñan. Sueños que infectan a cualquier máquina que intente darles forma. Pensaba que ahora que se podía elegir ser una Copia que vive enteramente en el mundo físico, toda esa sofocante metafísica de la existencia virtual habría desaparecido. Esperaba poder pasar de mi cuerpo al cuerpo del robot Gleisner en un abrir y cerrar de ojos...
Que es justo lo que voy a recordar cuando todo haya pasado. Después de cruzar el espacio que separa al hombre de la máquina, éste desaparecerá detrás de mí sin dejar rastro.
—¿Entonces los sueños son incognoscibles? ¿E inevitables? —le digo—. ¿Eso roza la certeza matemática?
—Sí.
—¿Pero también es cierto que no los voy a recordar?
—Sí.
—¿Usted no recuerda nada sobre los suyos? ¿Ni un solo matiz? ¿Ni una sola imagen?
Bausch sonríe con tolerancia.
—Por supuesto que no. Me desperté de un coma simulado. Lo último que recuerdo es que me anestesiaron antes del escáner. No hay ningún vestigio enterrado, ningún recuerdo oculto. Ninguna cicatriz invisible. No puede haberlos. En algún sentido, nunca llegué a tener los sueños de transición.
Finalmente atisbo una salida para mi frustración.
—Entonces, ¿por qué prevenirme? ¿Por qué hablarme de una experiencia que seguro voy a olvidar? ¿Una experiencia que con toda certeza no habré tenido? ¿No cree que habría sido más considerado por su parte no decirme nada?
Bausch titubea. Por primera vez parece que la he puesto en un brete y es una puesta en escena muy convincente. Pero ya le habrán preguntado lo mismo miles de veces.
—Cuando sueñe los sueños de transición, saber por lo que está pasando y por qué puede cambiarlo todo. Saber que no es real. Saber que no va a durar.
—Tal vez. —Pero no es tan sencillo, y ella lo sabe—. Cuando mi nueva mente esté siendo reconstruida, ¿tiene idea de en qué momento este dato pasará a formar parte de ella? ¿Puede prometerme que voy a acordarme de estos hechos tan reconfortantes cuando los necesite? ¿Puede garantizarme que algo de lo que me ha contado tendrá el más mínimo sentido?
—No. Pero...
—Entonces, ¿para qué?
—¿Cree que si no le hubiésemos dicho nada habría podido soñar por casualidad la verdad?
En la calle, a la luz del sol invernal, intento dejar atrás mis dudas. El confeti de las celebraciones de anoche aún cubre George Street: después de seis años de derramamiento de sangre (bombardeos y asedios, plagas y hambrunas), parece que la guerra civil china ha terminado. El simple hecho de mirar las serpentinas hechas jirones y de repetirme a mí mismo la magnífica noticia hace que me sienta eufórico.
Me abrazo a mí mismo para entrar en calor y me encamino hacia la estación del Ayuntamiento. Sydney está sufriendo su mes de junio más frío en años, los cielos despejados dan pie a noches bajo cero, y las heladas duran hasta bien entrada la mañana. Imagino que soy un robot Gleisner que avanza a grandes zancadas por el mismo camino, pero que elige no sentir el viento cortante. Es una perspectiva alentadora. Cuando sea plena y armoniosamente artificial, ya no tendré que preocuparme por cosas tan molestas como la hinchazón que rodea las articulaciones artificiales de la rodilla y de la cadera. No me preocuparé de la gripe, ni de la neumonía, ni de la última ola de difteria resistente a los fármacos que asuela el globo.
Me cuesta creer que por fin he firmado los contratos y he puesto la maquinaria en marcha, después de tantos años de poner excusas y aplazarlo. Una serie de lances me sacaron de mi autocomplacencia: una bronquitis, una infección en el riñón, un melanoma en la planta del pie derecho. Las inyecciones de citoquina ya no activan mi sistema inmunológico como hace veinte años. Cumplo ciento siete en agosto. El número me parece surrealista. Pero claro, también me parecieron surrealistas los veintisiete, los cuarenta y tres, los sesenta y uno.
En el tren, le doy más vueltas a mis reparos con la esperanza de librarme de ellos. Es imposible evitar los sueños de transición, es imposible predecirlos o controlarlos... exactamente igual que pasa con los sueños normales. Tendrán un origen radicalmente distinto, pero no hay razón para creer que un método distinto para invocar el contenido embarullado de mi cerebro tenga que dar lugar a una experiencia más inquietante que nada por lo que ya haya pasado. ¿Qué horrores pienso que se ocultan en mi cráneo, a la espera de liberarse en el flujo de datos que va del humano comatoso a la máquina comatosa? A veces he tenido pesadillas (y algunas fueron especialmente angustiosas, en el momento en que estaba teniéndolas), pero, incluso de niño, nunca me dio miedo dormir. ¿Por qué tendría que temer la transición entonces?
Cuando llego al final de la cuesta que sube desde la estación de Meadowbank, veo que Alice está en el jardín recogiendo judías verdes. Se incorpora y me saluda con la mano. Nunca acabo de creerme lo grande que es nuestro huerto, estando tan cerca de la ciudad. Nos besamos y entramos juntos en la casa.
—¿Tienes cita para el escáner?
—Sí. El diez de julio. —Debería sonar natural, dicho así; de todas las operaciones a las que me he sometido en los últimos diez años, está será la más segura. Me pongo a hacer café; necesito algo para entrar en calor. La luz del sol ilumina la cocina, pero hace más frío dentro que fuera.
—¿Y contestaron a todas tus preguntas? ¿Ya estás conforme?
—Supongo que sí.
No tiene sentido que me lo guarde para mí. Le cuento lo de los sueños de transición.
—Me encantan esos primeros segundos justo después de despertar de un sueño —dice ella—. Cuando todo sigue fresco en tu cabeza pero finalmente puedes ponerlo en su contexto. Cuando sabes exactamente por lo que acabas de pasar.
—¿Te refieres al alivio que se siente al descubrir que nada era real? ¿Que en realidad no te has cargado a cien personas en un centro comercial? ¿En cueros? ¿Que después de todo la policía no te pisa los talones? Aunque también funciona al revés: hermosas ilusiones que se convierten en polvo.
—Nada que se convierta en polvo con tanta facilidad puede ser una gran pérdida —dice ella resoplando.
Sirvo café para los dos. Alice reflexiona en voz alta:
—Los sueños de transición deben de tener unos finales extraños. No se sabe nada de ellos antes de que empiecen, ni tampoco una vez que han acabado. —Remueve su café, y yo observo cómo el líquido rebosa por el borde de la taza—, ¿Cómo pasará el tiempo en uno de esos sueños? No puede avanzar en línea recta, desde el principio hasta el final, ¿verdad que no? A medida que los ordenadores vayan reconstruyendo cada detalle del cerebro comatoso, habrá cada vez menos espacio para los datos espurios. Sin embargo, al principio no habrá ningún dato. Será en algún punto intermedio cuando haya más hueco para los «recuerdos» del sueño. Así que tal vez el tiempo discurra desde el principio y desde el final, y dará la impresión de que el sueño se acaba en el medio. ¿Qué te parece?
Niego con la cabeza.
—Ni siquiera puedo imaginármelo.
—Puede que haya dos sueños distintos. Uno que vaya hacia delante y otro que vaya hacia atrás. —Frunce el ceño—, Pero si se encuentran en el medio, ambos tendrían que terminar igual. ¿Cómo pueden acabar exactamente igual dos sueños distintos, llegando incluso a compartir los recuerdos de todo lo que ha pasado antes? Y luego está el escáner que construye el mapa del cerebro... y la segunda fase, transformar ese mapa en la Copia. Dos ciclos. ¿Dos sueños? ¿O cuatro? ¿O crees que se mezclarán todos juntos?
—En realidad no me importa —digo de mal humor—. Voy a despertarme dentro de un robot Gleisner, y todo será puramente teórico. No habré tenido ningún sueño en absoluto.
Alice no parece convencida.