—Entonces... ¿tiene esperanzas de que las víctimas del fuego plateado no sufran la estigmatización y la histeria que acompañaron al SIDA? —preguntó el entrevistador con cautela.
Springer asintió alegremente.
—¡Por supuesto! ¡Los avances en el análisis cultural han sido notables desde entonces! Quiero decir, si una novela como
Ciudades de la noche roja
de Burroughs hubiese calado más hondo en el subconsciente colectivo cuando fue publicada, todo el desarrollo de la plaga del SIDA podría haber sido completamente distinto... y eso es un tema candente para la asignatura de Análisis de la Ucronía, que uno de mis doctorandos está desarrollando en este momento. Pero no cabe duda de que las formas culturales de la Era de la Información nos han preparado a conciencia para el fuego plateado. Cuando veo cosas como las
raves
tecnoanarquistas por todo el planeta, los cómics de cromos de tatuajes y las implantaciones de escritorio del Dalai Lama a precios populares... me resulta evidente que el fuego plateado es una secuencia de ARN que ha llegado en el momento oportuno. ¡Si no existiera, habría que sintetizarla!
Mi próxima parada era un pueblo llamado Statesville. Un hermano y una hermana que todavía no habían cumplido los veinte, Ben y Lisa Walker, y el novio de la hermana, Paul Scott, estaban en el hospital de Winston-Salem. Las familias acababan de volver a casa.
Lisa y Ben vivían con su padre viudo y con un hermano de nueve años. Lisa trabajaba en una tienda del pueblo, con la dueña, quien no presentaba ningún síntoma. Ben trabajaba en una planta de obtención de vacunas y Paul Scott estaba en paro y vivía con su madre. Todo indicaba que Lisa se había infectado la primera de los tres. En teoría, bastaba con que las pieles se rozaran de forma fortuita cuando una tarjeta de crédito cambiaba de manos, aunque la posibilidad de transmisión era de una entre cien. En las grandes ciudades algunas personas que trataban directamente con el público habían empezado a llevar guantes, y algunos (podría decirse que paranoicos) usuarios del transporte público no dejaban al descubierto ni un centímetro cuadrado de piel por debajo del cuello, incluso en pleno verano. Pero el riesgo total era tan pequeño que eran pocas las estrategias de este tipo que se habían extendido.
Interrogué al señor Walker lo más educadamente posible. Los movimientos de sus hijos durante la mayor parte de la semana eran como los de un mecanismo de relojería: el único momento durante la ventana de infección en que no habían estado en casa o en el trabajo era el jueves por la noche. Los dos habían salido hasta la madrugada, Lisa había ido a ver a Paul, Ben había estado con su novia, Martha Amos. No estaba seguro de si las parejas se habían quedado en casa o habían salido, pero una noche entre semana no había mucho que hacer en el pueblo, y no habían mencionado que fueran a coger el coche para salir fuera.
Llamé a Martha Amos. Me contó que Ben y ella habían estado en su casa, solos, hasta más o menos las dos. Puesto que ella no estaba infectada, supuestamente Ben habría cogido el virus de su hermana más tarde... y Lisa o bien se habría infectado de Paul esa misma noche, o al revés.
Según su madre, Paul apenas había salido de casa en toda la semana, lo que lo convertía en un punto de entrada poco probable. Statesville parecía un caso muy coherente: de un cliente a Lisa en la tienda (jueves por la tarde), de Lisa a Paul (jueves por la noche), de Lisa a Ben (viernes por la mañana). Lo siguiente sería preguntarle a la dueña de la tienda si recordaba algo sobre los clientes forasteros de ese día.
Pero entonces la señora Scott dijo:
—El jueves por la noche Paul estuvo en casa de la familia Walker hasta tarde. Ésa es la única vez que salió que yo recuerde.
—¿Fue a ver a Lisa? ¿No vino ella aquí?
—No. Se fue a casa de los Walker como a las ocho y media.
—¿Y se iban a quedar en casa? ¿No tenían ningún plan especial?
—Paul no tiene mucho dinero, sabe. No pueden permitirse salir muy a menudo; no les resulta fácil.
Hablaba con un tono relajado y confiado, como si la relación, con todas sus pequeñas tribulaciones, simplemente se hubiese visto interrumpida de forma temporal. Esperaba que tuviera a alguien cerca para apoyarla cuando la verdad la golpeara en un par de días.
Fui a la casa de Martha Amos. No le había prestado toda mi atención cuando hablé con ella por teléfono; ahora podía darme cuenta de que no se encontraba muy bien.
—¿Por casualidad no te contaría Ben adonde fue su hermana con Paul Scott el jueves por la noche? —le pregunté.
Se me quedó mirando fijamente, inexpresiva.
—Lo siento. Sé que es impertinente por mi parte, pero nadie más parece saberlo. Si puedes recordar cualquier cosa que mencionara, podría ser de mucha ayuda.
—Me dijo que dijera que estuvo conmigo —dijo Martha—. Siempre le he cubierto las espaldas. Su padre nunca lo habría... aprobado.
—Un momento. ¿Ben no estuvo contigo el jueves por la noche?
—Fui con él un par de veces. Pero no es mi rollo. La gente está bien, pero la música es una mierda.
—¿Adonde? ¿Te refieres a algún bar?
—¡No! A los poblados. El jueves por la noche Ben, Paul y Lisa fueron a los poblados.
De repente se me quedó mirando, fijándose en mí por primera vez desde que llegué; creo que al fin se dio cuenta de que lo que me había contado hasta ahora no tenía mucho sentido
—Montan «Acontecimientos». Que en realidad son sólo fiestas para bailar. No es gran cosa. Sólo que... el padre de Ben pensaría que todo tiene que ver con drogas. Y no es así. —Se cubrió la cara con las manos—. Pero fue allí donde pillaron el fuego plateado, ¿verdad?
—No lo sé.
Estaba temblando; me acerqué y le toqué el brazo. Levantó la vista y me dijo cansada:
—¿Sabe lo que más me duele?
—¿Qué?
—Que no fui con ellos. No dejo de pensar: «Si hubiera ido con ellos todo habría ido bien». No lo hubiesen cogido. Yo los habría protegido.
Se me quedó mirando a la cara, como buscando una pista de lo que podría haber hecho. Al fin y al cabo yo iba persiguiendo al fuego plateado, ¿no? Tenía que haber sido capaz de decirle exactamente cómo podría haber mantenido alejada la maldición: qué magia no había utilizado, qué sacrificio no había hecho.
Ya me había visto en esta situación miles de veces, pero seguía sin saber qué decir. La inmediatez del sufrimiento bastaba para desbaratar cualquier apariencia de comprensión: «La vida no es una alegoría teatral. La enfermedad sólo es enfermedad; no oculta ningún significado. No hay dioses a los que les hemos fallado, no hay espíritus elementales con los que no hemos sabido regatear». Cualquier persona adulta cuerda lo sabía... pero lo sabía superficialmente. En cierta medida, todavía no habíamos asumido la verdad más dura de todas: que el universo es impasible.
Martha se abrazó a sí misma, meciéndose muy despacio.
—Sé que pensar así es una locura. Pero me duele igual.
Me pasé el resto del día intentando encontrar a alguien que pudiera contarme algo más sobre el Acontecimiento del jueves por la noche (como por ejemplo dónde había tenido lugar exactamente; había por lo menos cuatro opciones en un radio de 20 kilómetros). No tuve suerte. Parecía que la cultura de los micropoblados era para paladares muy selectos, y los tres únicos entusiastas de Statesville ahora estaban incomunicados. Las drogas no eran el problema para la mayoría de la gente con la que hablé; sencillamente opinaban que los habitantes de los poblados eran unos fanáticos de la tecnología aburridos con un gusto pésimo en música.
Una noche más, un motel más. Esto empezaba a parecerse a los viejos tiempos.
El jueves por la noche Mike Clayton había ido a bailar a alguna parte. ¿Habría ido a los poblados? Lo más probable es que no hubiese llegado hasta Statesville, pero algún desconocido —un turista tal vez— podría haber estado fácilmente en ambos Acontecimientos: el martes por la noche cerca de Greensboro, el jueves por la noche cerca de Statesville. Si esto era cierto, reduciría las posibilidades de forma considerable, por lo menos comparado con el número de personas que simplemente habían pasado por ambos sitios.
Me tiré un rato estudiando mapas de carreteras, intentando decidir qué poblado sería más fácil añadir al itinerario del día siguiente. Busqué en las guías alguna página web sobre «la vida nocturna de los poblados». No encontré ninguna, pero eso no quería decir nada. Estaba claro que la dirección, difundida de forma electrónica, le había llegado a cualquiera que estuviera interesado. En realidad no importaba a qué poblado me dirigiera, en cualquiera de ellos habría media docena de personas que a buen seguro lo sabrían todo sobre los Acontecimientos.
Me fui a la cama alrededor de la medianoche, pero volví a coger la agenda para echarle un vistazo a Ariadna. El fuego plateado empezaba a ser popular: ficción audiovisual. Se hacía una referencia a la enfermedad en el último episodio del «exitoso drama de ciencia-ficción» de la NBC,
Émpatas místicas mutiladas en el espacio-N.
Había oído hablar de la serie, pero no la había visto nunca, así que le eché un vistazo rápido al episodio piloto. «¡No conoces la primera ley de la navegación estelar! ¡Pídele a un ordenador que resuelva ecuaciones en una hipergeometría de 17 dimensiones... y su mente rígida y lineal estallará como un diamante que se ha dejado caer en un agujero negro! ¡Sólo unas monjas budistas siamesas con poderes telepáticos y cinturón negro séptimo dan y la suficiente autodisciplina para amputarse sus propias piernas a hachazos, podrían si acaso albergar la esperanza de llegar a dominar las dotes intuitivas necesarias para navegar por las traicioneras fluctuaciones cuánticas del espacio-N y rescatar a la flota varada!»
«Dios mío, capitán, tiene usted razón, pero, ¿dónde vamos a encontrar...?»
EMM
se desarrollaba en el siglo XXII, pero la referencia al fuego plateado no era ningún anacronismo chapucero. Nuestras heroínas cometen un fallo de cálculo en un complicado salto transgaláctico (respirando en la dirección contraria durante el recitado de un mantra crucial), y acaban con sus huesos en el San Francisco de nuestros días. Allí, un niño pequeño y su perro que huyen de unos matones de la mafia les ayudan a reparar un componente vital de su fuente de energía tántrica. Después de humillar a los asesinos con una demostración perfectamente coreografiada de artes marciales sin piernas en el andamiaje de un rascacielos en construcción, localizan a la madre del chico en un hospital, donde descubrimos que está infectada con fuego plateado.
Llegados a este punto los ángulos de la cámara se vuelven esquivos. Los pocos planos en los que se vislumbra la carne de la paciente son una fantasía aséptica de marfil brillante, terso y seco.
El chico (cuyo padre, que trabajaba de contable para la mafia y acababa de ser descuartizado, le había ocultado la verdad) rompe a llorar al verla. Pero las EMMs se muestran filosóficas:
«Estas doctoras y enfermeras bienintencionadas te dirán que tu madre ha sido víctima de un horrible destino... pero con el tiempo todos llegarán a entender la verdad. El fuego plateado es lo más cerca que podemos estar en este mundo del éxtasis del no-ser. Sólo puedes ver el caparazón congelado de su cuerpo, pero por dentro, en el reino de
shunyata
, se está produciendo una grandiosa y extraordinaria transformación.»
«¿De verdad?»
«De verdad.»
El chico se seca las lágrimas, suena el tema principal de la serie, el perro salta y le lame la cara a todo el mundo. Risa catártica a diestro y siniestro.
(Excepto, claro está, de la madre.)
Al día siguiente tenía que visitar dos pueblos pequeños a lo largo de la autopista. El primer paciente era un hombre divorciado de 45 años, un técnico de una fábrica textil. Ni su hermano ni sus compañeros de trabajo me fueron de mucha ayuda: por lo que sabían, durante el periodo en cuestión, podía haber ido a una ciudad distinta (o a un poblado) cada noche.
En el pueblo siguiente habían fallecido una pareja de treinta y tantos y su hija de ocho años. Los síntomas debieron presentarse más o menos al mismo tiempo para los tres y se intensificaron más rápido de lo normal porque ninguno consiguió pedir ayuda.
—El viernes por la noche irían a los poblados —me dijo la hermana de la mujer sin titubear—. Es lo que solían hacer.
—¿Y se llevaron a la hija?
Abrió la boca para responder algo, pero se paró en seco y se me quedó mirando, mortificada, como si yo estuviera culpando a su hermana por haber expuesto a la niña de forma temeraria a un peligro horrible. A su espalda, sobre la repisa de la chimenea, había fotografías de los tres. Esta mujer había encontrado sus cuerpos en plena desintegración.
—No hay un sitio más seguro que otro —dije amablemente—. Sólo lo parecen retrospectivamente. Podrían haberse infectado con el fuego plateado en cualquier parte. Yo sólo intento establecer el curso de la infección a posteriori.
Asintió lentamente.
—Siempre se llevaban a Phoebe. Le encantaban los poblados; tenía amigos en la mayoría de ellos.
—¿Sabe a qué poblado fueron esa noche?
—Creo que fue a Heródoto.
Después, ya en el coche, lo encontré en el mapa. No quedaba mucho más lejos de la autopista que el que había elegido sólo por comodidad; pensé que me daría tiempo a ir hasta allí y todavía llegar al siguiente motel a una hora civilizada.
Hice clic sobre el puntito: la ventana informativa me dijo: «Heródoto, condado de Catawba, 106 habitantes, fundado en 2004».
—Más —dije.
—Eso es todo —dijo el mapa.
Paneles solares, antenas parabólicas dobles, huertos, tanques de agua, edificios prefabricados de forma rectangular... todos los componentes del poblado se podían encontrar en casi cualquier finca rural grande. Lo sorprendente era verlos todos juntos en medio del campo. A lo que más se parecía Heródoto era a la versión de un artista del siglo XX de un asentamiento pionero en algún planeta parecido a la Tierra, pero claramente alienígena.
El parking era una gran excepción, discretamente oculto detrás de los enormes bancos de células fotovoltaicas. Sólo había un autobús y un par de coches, pero había espacio para tal vez un centenar de vehículos más. Heródoto acogía visitantes alegremente; ni siquiera había un parquímetro para pagar.