Luminoso (15 page)

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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Luminoso
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No me quedaba más remedio que creérmelo; habría tardado horas en comprobarlo. Tal vez los extraterrestres habían hecho un mejor trabajo con él, o puede que sencillamente fuera un matemático superior en ambos sistemas.

—Entonces... ¿dónde están?

A la velocidad de la luz, nuestro ataque en el lado remoto se habría notado como mucho en Marte, y unos pocos segundos de retardo habrían hecho imposible la estrategia empleada para evitar la aniquilación de la púa.

—¿En la atmósfera?

—¿Quiere decir en la de la Tierra?

—¿Dónde si no? O quizás en los océanos.

Me dejé caer en la silla. Puede que no fuera más extraña que cualquier otra explicación imaginable, pero aun así me negaba a aceptar las implicaciones.

—Para nosotros —dijo Yuen—, su estructura no parecería una estructura en absoluto. La unidad más simple podría implicar un grupo de miles de átomos (representando un número transastronómico) que ni siquiera tendrían que estar enlazados de una manera convencional, pero incumplirían las consecuencias normales de las leyes de la física, obedeciendo a un conjunto diferente de reglas de alto nivel que surgen de las matemáticas alternativas. La gente se ha preguntado a menudo sobre la posibilidad de que pueda haber inteligencia codificada en los longevos vórtices de los lejanos gigantes gaseosos... pero estas criaturas no se encontrarán en los huracanes o en los tornados. Se encontrarán a la deriva en las ráfagas de aire más inocuas, invisibles como neutrinos.

—Inestables...

—Sólo de acuerdo con nuestras matemáticas. Que no se aplican. —Aunque todo esto sea verdad —interrumpió Alison de repente, enfadada—, ¿qué nos importa? Tanto si el defecto es la base de todo un ecosistema invisible como si no lo es, IA lo encontrará y lo utilizará exactamente igual.

Por un momento me quedé atónito. ¿Contemplábamos la idea de compartir el planeta con una civilización desconocida y en lo único que podía pensar era en las sucias maquinaciones de IA?

Aunque tenía toda la razón. Mucho antes de que se pudiera demostrar o desmentir alguna de estas fantasías extravagantes, IA podía causar un daño increíble.

—Deja que el software de mapeo se siga ejecutando —dije—, pero apaga el reductor.

Le echó un vistazo a la pantalla.

—No hace falta. Lo han dominado, o han desmantelado sus matemáticas.

El lado remoto había vuelto a su tamaño original. —Entonces no hay nada que perder. Apágalo. Así lo hizo. Al no sentirse atacada, la púa comenzó a invertir su crecimiento. Sentí una punzada de nostalgia mientras se evaporaba mi limitada comprensión de las matemáticas del lado remoto; intenté aferrarme a ella, pero era como intentar agarrar el aire. Cuando la púa se retiró por completo, dije:

—Ahora intentemos hacer lo que haría Industrial Algebra. Intentemos acercar el defecto.

Casi no nos quedaba tiempo, pero la tarea era muy fácil. En treinta segundos reescribimos el algoritmo reductor para que funcionara al revés.

Alison programó una tecla de función con las instrucciones para revertir a la versión original; así, si el experimento nos salía por la culata, bastaría con una tecla para volver a concentrar toda la potencia de Luminoso en defender el lado cercano. Yuen y yo nos miramos nerviosos. —Tal vez no sea una idea tan buena —dije. Alison no estaba de acuerdo.

—Tenemos que saber cómo van a reaccionar a esto. Prefiero que lo descubramos nosotros ahora a que lo descubra IA. Activó el programa.

El erizo empezó a hincharse lentamente. Me puse a sudar. De momento los remotos no nos habían atacado, pero esto era como ponerse a dar patadas a una puerta que no querías que se abriera por nada del mundo.

Un técnico asomó la cabeza en la habitación y anunció alegremente:

—¡Desconexión por mantenimiento en dos minutos!

—Lo siento —dijo Yuen—, no podemos...

El lado remoto entero se volvió azul eléctrico. El parche original de Alison había detectado una intervención sistemática.

Ampliamos la vista. Luminoso estaba arrancando proposiciones vulnerables del lado cercano, pero había algo más que iba reparando los daños.

Se me escapó un ruido ahogado que podría haber sido un grito de alegría.

Alison sonrió con serenidad.

—Estoy satisfecha —dijo—. IA no tiene nada que hacer.

—Quizá tengan un motivo para defender el statu quo —Yuen se preguntó en voz alta—. Quizá dependan tanto del borde como del lado remoto.

Alison apagó nuestro reductor inverso. El resplandor azul desapareció; ambos lados dejaron en paz al defecto. Queríamos saber las respuestas a miles de preguntas, pero los técnicos habían apagado el interruptor maestro y el mismo Luminoso había dejado de existir.

El sol despuntó en el horizonte mientras nos llevaban de vuelta a la ciudad. Cuando paramos en el hotel, Alison se puso a temblar y a sollozar. Me senté a su lado, apretándole la mano. Sabía que lo que podia haber pasado la había afectado mucho más que a mí.

Le pagué al conductor y nos quedamos un rato en la calle, en silencio, mirando pasar a los ciclistas, intentando imaginar cómo cambiaría el mundo al procurar abrazar esta nueva contradicción entre lo exótico y lo mundano, lo pragmático y lo platónico, lo visible y lo invisible.

Señor Volición

—Dame el parche.

Aunque le estoy encañonando con una pistola se lo piensa lo bastante como para confirmarme que es auténtico. Lleva ropa barata pero se ha dejado una pasta en manicura y depilación. Tiene la típica piel suave de bebé de un rico de mediana edad. Las tarjetas de la cartera serán sólo monederos electrónicos, anónimos pero cifrados, inútiles sin sus propias huellas dactilares vivas. No lleva joyas y el relófono es de plástico; el parche es lo único que vale la pena. Una buena falsificación vale quince centavos, los buenos de verdad valen quince mil, pero no tiene la edad ni pertenece a la clase social de los que llevan una imitación sólo por ir a la moda.

Se arranca el parche con delicadeza y se le desprende de la piel. La montura adhesiva no le deja la más minima marca, no le arranca ni un solo pelo de la ceja. El ojo recién descubierto no parpadea ni bizquea... pero sé que aún no puede ver bien. Las rutas perceptivas suprimidas tardan horas en reactivarse.

Me entrega el parche. Casi espero que se me pegue a la palma de la mano, pero no lo hace. La cara exterior es negra, como de metal anodizado, y en una esquina hay un logo de color gris plata que representa un dragón; está dibujado como «escapando» de una versión recortada y plegada de sí mismo, de forma que se muerde la cola. Visiones Recursivas, en homenaje a Escher. Aprieto la pistola un poco más contra su estómago para que no olvide su presencia mientras bajo la mirada y le doy la vuelta al parche. A primera vista la cara interna parece terciopelo negro, pero al moverlo percibo el reflejo de una farola difractada en arco iris por la matriz de láseres de punto cuántico. Algunas imitaciones de plástico se fabrican con hendiduras que consiguen un efecto parecido, pero la nitidez de esta imagen (diseccionada en colores, pero en absoluto borrosa) no se parece a nada que haya visto antes. Alzo los ojos y me quedo mirándolo. Él me devuelve la mirada con recelo. Sé lo que siente —agua helada en las tripas—, pero en sus ojos hay algo más que miedo: una especie de curiosidad vacilante, como si se estuviera empapando de la extrañeza de la situación. Aquí, de pie, a las tres de la mañana, con una pistola apuntándole a los intestinos. Privado de su juguete más caro. Preguntándose qué más va a perder.

Esbozo una triste sonrisa y sé el efecto que eso produce a través del pasamontañas.

—Deberías haberte quedado en el Cruce. ¿Qué andabas buscando por aquí? ¿Algo para follar? ¿Algo para esnifar? Deberías haberte quedado en los clubes, todo te habría llegado sin mover un dedo.

No contesta, pero tampoco aparta la mirada. Parece como si se estuviera esforzando al máximo por entenderlo todo: el miedo, la pistola, este momento. A mí. Intentando asimilarlo y darle un sentido, como un oceanógrafo arrastrado por un maremoto. No sé si es admirable o sólo irritante.

—¿Qué buscabas? ¿Una nueva experiencia? Yo te daré una nueva experiencia.

A nuestra espalda algo se desliza por el suelo arrastrado por el viento: un envoltorio de plástico o un montón de ramitas. La calle se compone de casas adosadas reconvertidas en locales de oficinas. Los locales tienen rejas y alarmas contra intrusos, pero por lo demás no registran nuestra presencia.

Me meto el parche en el bolsillo y le apunto con la pistola un poco más arriba.

—Si te mato, te meteré una bala en el corazón —le digo con franqueza—. Limpio y rápido, te lo prometo; no te dejaré aquí tirado con las tripas fuera desangrándote como un cerdo.

Parece que va a decir algo pero cambia de opinión. Se queda paralizado, mirando fijamente mi rostro enmascarado. El viento se vuelve a levantar, fresco y de una suavidad tal que parece imposible. Mi reloj emite una corta secuencia de tonos, lo que significa que está bloqueando con éxito la señal de su implante de seguridad personal. Estamos los dos solos en medio de un pequeño vacío de señales de radio: fases que se cancelan, fuerzas equilibradas con precisión.

Pienso: «Puedo perdonarle la vida... o no»; y surge la lucidez, el velo se descorre, la niebla se disipa. Ahora todo está en mis manos. No miro hacia arriba, pero no me hace falta: puedo sentir cómo las estrellas giran a mi alrededor.

—Puedo hacerlo, puedo matarte —le susurro.

Seguimos mirándonos fijamente, pero ahora yo lo atravieso con la mirada. No soy un sádico, no necesito verlo sufrir. Su miedo está fuera de mí y lo que importa es lo que está dentro: mi libertad. El coraje para asumirla, la fuerza para enfrentarme a todo lo que soy sin pestañear.

La mano se me ha quedado dormida; deslizo el dedo por el gatillo despertando las terminaciones nerviosas. Puedo sentir cómo el sudor se enfría en mis antebrazos, los músculos de la mandíbula me duelen de aguantar la sonrisa. Soy consciente de cada centímetro de mi cuerpo, siento cómo se contrae, en tensión, impaciente pero dispuesto, esperando mis órdenes.

Retiro la pistola y luego le estampo la culata contra la sien. Grita y cae de rodillas, la sangre le chorrea por un ojo. Me aparto un poco y lo observo atentamente. Pone las manos para evitar caerse de bruces, pero está tan aturdido que no puede levantarse. Se queda ahí, de rodillas, sangrando y quejándose.

Doy media vuelta y echo a correr, me arranco el pasamontañas de la cara, me meto la pistola en el bolsillo y acelero a medida que me alejo.

El implante habrá contactado con un coche patrulla en cuestión de segundos. Me muevo por los callejones y las calles adyacentes desiertas, químicamente embriagado por la excitación visceral de la huida, pero controlándolo todo, guiando al instinto con tranquilidad. No oigo sirenas, pero lo más probable es que las silencien, así que me escondo cada vez que oigo el ruido de un motor que se acerca. El mapa de estas calles está grabado a fuego en mi cabeza: cada árbol, cada pared, cada chasis oxidado. Nunca estoy a más de diez segundos de algún escondite.

Mi casa se acerca como un espejismo, pero es real. Cruzo el último tramo iluminado con el corazón latiendo a mil por hora y mientras abro la puerta y la cierro de un portazo tengo que contenerme para no soltar un grito eufórico de alegría.

Estoy empapado en mi propio sudor. Me desnudo y me paseo por toda la casa hasta que me relajo lo bastante para meterme en la ducha, con la mirada clavada en el techo, escuchando la música del extractor de humos. Pude haberlo matado: el triunfo que eso supone fluye por mis venas. Yo tomé la decisión, nadie más. Nada me lo impedía.

Me seco y me miro en el espejo observando cómo el vapor se desvanece lentamente. Me basta con saber que podría haber apretado el gatillo. Me he enfrentado a la posibilidad; no tengo nada que demostrar. En cierto modo, lo importante no es el acto en sí. Lo importante es superar todos los obstáculos que jalonan el camino que conduce a la libertad.

Pero, ¿y la próxima vez?

La próxima vez lo haré.

Porque puedo.

Le llevo el parche a Tran a su ruinoso adosado en Redfern. El sitio está lleno de posters de grupos belgas merecidamente desconocidos que un buen día decidieron cambiar las guitarras eléctricas por motosierras.

—Visiones Recursivas, IntroPaisaje 3000. Se vende a treinta y cinco mil —dice.

—Lo sé. Lo he mirado.

—¡Alex! Me ofendes.

Sonríe mostrándome unos dientes roídos por el ácido. Demasiados vómitos; alguien debería decirle que ya está bastante delgado.

—¿Cuánto puedes conseguirme?

—Tal vez dieciocho mil o veinte mil. Pero pueden pasar meses hasta que aparezca un comprador. Si te quieres librar de él ahora mismo te puedo dar doce mil.

—Esperaré.

—Tú mismo. —Hago un gesto para recuperarlo, pero me lo aparta—. ¡No tengas tantas prisas!

Introduce una clavija de fibra óptica en una pequeña ranura de la montura y se pone a teclear en el portátil que ocupa el centro de su banco de pruebas.

—Si te lo cargas, te juro que te mato.

—Sí —se queja—, mis torpes y enormes fotones podrían aplastar alguno de los frágiles resortes que hay ahí dentro.

—Sabes a qué me refiero. Podrías bloquearlo.

—¿Vas a tenerlo seis meses y no quieres saber qué software tiene?

Casi me atraganto.

—¿Crees que voy a usarlo? Seguro que es algún controlador de estrés para ejecutivos.
Lunes Azul
: «Aprenda a ajustar el color del panel de estado de ánimo con el tono de referencia anexo. Alcanzará una productividad óptima y un bienestar total».

—No desprecies el poder de la biorretroalimentación hasta que no la hayas probado. Podría ser la cura para la eyaculación precoz que andabas buscando.

Le doy una colleja, luego miro la pantalla del portátil por encima de su hombro, en la que apenas distingo un galimatías hexadecimal.

—¿Qué estás haciendo exactamente?

—Todos los fabricantes reservan un bloque de códigos en la ISO para que los aparatos no se puedan activar accidentalmente con un mando a distancia. Pero utilizan los mismos códigos que en los equipos con cables. Así que sólo tenemos que probar los códigos que Visiones Recursivas...

En la pantalla aparece una elegante ventana de color gris jaspeado. El encabezamiento dice PANDEMÓNIUM. La única opción es un botón que dice «Reiniciar».

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