Luto de miel (8 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Luto de miel
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Todos aguantábamos la respiración. Calvario mental, la impresión de hallarse en una sala de ejecución sin saber quién morirá.

—Vuestras probabilidades de contaminación son, diría, del veinte por ciento.

—¡El veinte por ciento! ¡Mierda! —exclamó Sibersky—. ¡Somos nueve en la sala! ¡Dos de nosotros pueden estar contaminados! ¡Una maldita ruleta rusa!

Del Piero se postró sobre una silla. Le daba un patatús.

—Perdonadme, pero… este… calor…

—Lo siento, pero estas salas no están climatizadas —anunció el científico—. Seguidme hasta el laboratorio, donde se está más fresco. Voy a explicaros en pocas palabras el funcionamiento de la enfermedad. Es primordial que lo entendáis bien antes de visitar a un médico que establecerá con vosotros un tratamiento apropiado.

Nos agrupamos unos detrás de otros, tipo animales destinados al matadero, y luego avanzamos en las arterias de tecnología, sin decir una palabra, los rostros cabizbajos, serios. Es de locos, cómo pueden cambiar las vidas. En el lugar inapropiado, en el momento inapropiado. Es en esos casos en que nos vienen ganas de matar a tiros. Matar a tiros a ese ladrón de existencias. Sin piedad…

Delante de nosotros, la celda dedicada a los
Plasmodium falciparum, vivax, ovale
y
malariae
. Alrededor, paredes blancas, suelos blancos, neones crudos y personal enmascarado. Sobre las paredes, amplios pósteres mostraban los períodos de desarrollo del mosquito. Huevo, linfa, larva, adulto… La lenta maduración de un asesino de seres humanos.

—El anófeles es el único vector del
Plasmodium falciparum
, el humano su único huésped —empezó Diamond—. El parásito existe porque existimos. Sin humanos, no hay paludismo…

Señaló la foto de un insecto, aumentado a la dimensión de un hombre. Ojos globulosos, pelos repugnantes, trompa devastadora, parecida a una broca de titanio.

—Mirad, cuando un espécimen infectado os pica, inyecta saliva que se diluye en la sangre. Es en ese momento cuando el parásito entra en vuestro interior. Un minúsculo organismo que podría recordar al Caballo de Troya de Ulises. En menos de media hora, se alberga en vuestro hígado, bien calentito e invisible, donde empieza a multiplicarse en centenares de miles de células parasitarias con una duración de incubación de seis a veinte días. Desde el punto de vista clínico, los síntomas son mudos.

—¿Quiere decir que durante ese período nos es imposible saber si estamos infectados, con toda la tecnología a su disposición? —se rio por lo bajo Sibersky—. Pero… ¿Y esos microscopios? ¿Esos montones de máquinas electrónicas?

—¡Ésa es la inteligencia de la enfermedad! El paludismo es un asesino perfeccionado. Si no lo habríamos vencido.

El teniente se llevó una mano a la barriga, los ojos húmedos. En nuestro interior, la multiplicación del parásito quizá se había desencadenado ya. ¿Cuántos miles? Diamond designó los dibujos que representaban los ciclos de evolución.

—El
Plasmodium
va a desarrollarse en un volumen hepático no mayor a una millonésima parte de un cabello. Conservando las proporciones, sería el equivalente a buscar una moneda en el fondo del Mediterráneo. Ahora entendéis por qué es imposible de detectar. Tras esos días de incubación, se pone en marcha la invasión. Las células blanco viajan a la sangre y hacen estallar los glóbulos rojos. Allí, la enfermedad se hace apreciable mediante una extracción de sangre y se manifiesta entonces por fiebres cortas y dolores de cabeza; parecido a una insolación. Desgraciadamente, en ese momento a menudo es demasiado tarde. Por eso cada uno de vosotros va a ver enseguida a un médico, que le prescribirá, según una posología adaptada, comprimidos que supuestamente matarán al parásito.

—¿Supuestamente? —repetí con una pizca de pavor.

—Los parásitos mutan y se adaptan. En determinadas partes del globo, especialmente en los países del Tercer Mundo, existen zonas de resistencia a la cloroquinina y de multirresistencia.

—¿Mosquitos resistentes?

—Es lo que estamos determinando. Si ése es el caso, entonces tomaréis mefloquina. Pero tengo que deciros que no triste ningún medicamento que garantice la curación.

Se alzó un breve clamor. Sibersky se giró de forma brusca, tirándose de los pelos. Ante sus tropas, Leclerc intentaba conservar el aplomo.

—En lo que incumbe a… nuestra actividad profesional, como… Quiero decir…

—Podréis seguir trabajando, a pesar de algunos efectos secundarios desagradables debidos al producto, como la diarrea o los dolores de tripa. De hecho, os aconsejaría que estuvieseis ocupados al máximo, para no… rumiar… Porque, salvo las medidas profilácticas, no se puede hacer nada, excepto… esperar…

—Es inmundo…, realmente inmundo… —gimió una voz.

Diamond hizo caso omiso del comentario.

—Dentro de diez días, deberéis realizaros imperativamente frotis cotidianos, durante un período de un mes, con el fin de asegurarnos de que el parásito no se ha propagado a la sangre. Con el tratamiento, probablemente no sabréis nunca habéis sido contaminados. Pero, por lo menos, habréis sobrevivido a esa trampa de lo más… diabólico… —Nos encarriló hacia cabinas individuales—. Por aquí, unos médicos van a establecer los cuidados apropiados.

Todos desaparecieron, casi a la carrera. Leclerc me puso una mano en el hombro.

—¡Un minuto! Vuelves a incorporarte, tu testimonio se sostiene. Con la tasa de nitrógeno presente en la sangre del marido Tisserand, tenemos la prueba de que fue sumergido exactamente dos horas antes de que lo subieses a la superficie. Y, a esa hora, una persona que vive cerca de la iglesia de Issy fue despertada por roturas de cristales y gritos. Anotó el número de matrícula de un tío que blandía una pipa… Tú, en este caso.

—¿Han localizado a mis agresores?

—Aún no…

Reflexioné durante un instante.

—Qué extraño… Descubro el mensaje, me atacan y, acto seguido, sumergen a Tisserand…

—¿Quieres decir que…?

—A Tisserand casi no le quedaba oxígeno en las botellas. Lo sincronizaron todo para que la palmase entre mis manos. Quizás informaron al asesino de mi descubrimiento, tras el tímpano. Entonces habría sumergido a Tisserand. Esos tres tipos…, quizá fue un golpe organizado…

—Pero… ¿por qué?

—Para que su profecía se cumpliera… Nos enfrentamos a un tipo que irá hasta el final de sus ideas… Somos la prueba más flagrante.

A ambos lados, encima de los boxes, se encendían luces rojas que indicaban «ocupado». Leclerc me abrió la puerta y añadió:

—Hemos metido a la OCDIP
[3]
en el ajo. Tenías razón. Tiene a la hija de los Tisserand: Maria, diecinueve años… La ha tomado con una familia entera… Me temo que no tardaremos en topar con otro cadáver.

Entre dos frases, Leclerc se levantó una manga de la camisa y se rascó.

—Vamos a tener que ser profesionales y currar, a pesar de eso…, esa cosa… Con la esperanza de que… En fin, ¿sabes lo que quiero decir?

—Lo sé, sí…

—He obtenido la autorización de que un alto cargo acceda al corazón del laboratorio P3, aquí, bajo nuestros pies. Se analizan todo tipo de parásitos vivos. Estoy desbordado Del Piero coordina las líneas de investigación. Tráenos algo. Observa y estudia a esos bichos asquerosos. Intenta sobre todo entender cómo ese desgraciado se lo ha montado para conseguir un ejército de mosquitos asesinos… Tenemos que trincarlo antes de que vaya más lejos.

Una vez solo en mi cabina, me desplomé sobre el banquito de madera, los brazos colgando. Los virus, las bacterias… Enemigos invisibles, invencibles incluso perseguidos por todas las policías del mundo. Programables. Capaces de matar sin ni siquiera tocar. Una nueva generación de asesinos. Un hombre la dominaba, en alguna parte, y nos había escogido entre sus víctimas… ¿Y si esas porquerías eran resistentes? ¿Y si había urdido el vicio hasta ese punto?

Pensaba en Viviane Tisserand, muerta en un confesionario por un último ataque de fiebre. Quizá la había infectado, y luego, lentamente, la había mirado morir, bajo los ojos de Cristo. Volvía a ver sus uñas rotas, imaginaba la sala oscura que la había retenido, durante días, mientras le explotaban los glóbulos rojos. ¿Y su marido? Esas dos horas horribles en las que, a treinta metros de profundidad, había debido de desfilar la película de su vida… ¿Por qué tal castigo?

La profecía de la que Paul había hablado se hacía realidad. Palabra tras palabra, el mensaje desvelaba sus secretos y desembocaba en un baño de terror.

Todo empezaba. Visto el calvario sufrido por los padres, ¿qué suerte inhumana iba a reservarle a la hija?

Capítulo 10

Charles Diamond me esperaba sobre sus piernas igual de cortas, en su blusa igual de larga. Era un hombre interesante, muy instruido, que hablaba de esas minúsculas entidades con una pasión casi indecente. Tuve derecho a una pequeña exposición sobre la mosca tse-tsé, el bichito responsable de la enfermedad del sueño, antes de que me acompañara a las puertas de un ascensor ubicado tras dos compuertas protegidas por identificación retiniana. Unas cámaras se clavaron sobre nosotros.

—Calypso Bras lo espera en el sótano…

Me presionó el pecho:

—Conserve siempre esta identificación sobre usted, pase lo que pase y, sobre todo, siga las instrucciones. Va a penetrar en zona P3, donde se manipulan microorganismos patógenos peligrosos. Verá, en la parte más subterránea del laboratorio, insectos infectados evolucionar en condiciones cercanas a su medio natural. Paludismo, fiebre amarilla, dengue, encefalitis japonesa, ¡gente guapa! Infórmese, hágase una idea y vuelva a subir. Le esperaré. Dispone de una hora…

Bajada del ascensor… Embarque para otro planeta, un mundo hostil donde el ser humano, el mayor depredador de la historia, se veía relegado a la más inofensiva de las presas. Con el Glock y la placa de policía, tenía la impresión de parecerme a un inmenso chiste. Calypso Bras, ingeniera responsable del sector informático del P3, era una senegalesa tan grande como Diamond era pequeño. Bajo la luz pálida de los techos, su rostro liso jugaba con los reflejos, recordando, en parte, a las maderas preciosas de África. Desde lo alto de sus largas piernas, navegaba entre dos mundos, el de la mujer autoritaria, fuerte tras el gorro, las zapatillas y la bata, y el de esas tierras salvajes, tejidas de relieves imprevisibles.

Me explicó el procedimiento mientras me tendía un uniforme de marciano.

—Va a sufrir una molestia auditiva bastante importante, porque vamos a pasar por dos cámaras despresurizadas. En caso de comunicación accidental con el exterior, esas depresiones provocan entradas de aire que hacen retroceder a los agentes infecciosos hacia el fondo del laboratorio. Le aconsejo que se tape la nariz y…

—Sople por las ventanas de la nariz. Lo sé. He hecho bastante submarinismo…

Asintió. Mientras me disfrazaba, marcó un código y giró dos manetas de forma simultánea. Un silbido de aire…

Y a pesar de la nariz tapada, un buen dolor en los oídos.

—Ya está —dijo tras unos instantes—, ya puede respirar con normalidad. ¿Ha sido muy doloroso?

—Lo he pasado peor.

—Sígame, vamos a dirigirnos hacia el insectario. Tan sólo toque con la mirada. Si le carcomen preguntas, no dude en planteármelas. Ahora, levante los brazos y cierre los párpados. Estas duchas le rociarán varios repulsivos. Es inodoro…

Acaté las órdenes, acogotado por el miedo empalagoso del niño que se aventura en su primer túnel del terror.

Bajo los chorros de aire, avanzamos por largos pasillos de cristal irrompible, cortados por pesadas puertas metálicas.

Al otro lado, hombres con escafandras naranjas evolucionaban en salas selladas del suelo al techo. Tras las pantallas de control, otros tipos los observaban, a los que a su vez seguían cámaras murales. El vigilante que vigila al vigilante que vigila al vigilante, todo vigilado por un vigilante. —Menos visible que sus balas de revólver y mucho más mortíferos—sonrió Bras mostrándome tubos de ensayo llenos de cultivos. Entorné los ojos.

—Llevamos a cabo el mismo tipo de lucha, pero nuestros asesinos son más… expresivos… Saber que esos organismos pueden estar en manos de chalados… es para estar asustado.

Avanzaba con paso seguro; yo no.

—No es realmente el bioterrorismo lo que más nos alarma. El gobierno Jospin puso en funcionamiento planes de envergadura, como
Biotox
para la viruela, o simulaciones del tipo
Piratox
en el metro de París. Las aguas están protegidas mediante el cloro, que aniquila las toxinas botulínicas; hay reservas de vacunas contra las grandes enfermedades contagiosas como la fiebre tifoidea, que están a punto para distribuirlas a todos los hospitales ante la menor alerta. No, nuestro temor real proviene del «psicoterrorismo». Envíe a unas cuantas personas bien escogidas sobres que contengan ántrax y ya está. Sin embargo, la enfermedad del carbón no es contagiosa, se cura con antibióticos y sus vectores son muy difíciles de cultivar. Aun así, la psicosis permanece.

—Como la que podrían provocar nuestros estimados anófeles. La angustia injustificada de un paludismo francés. Por eso es tan importante guardar el secreto. Bras se puso a susurrar.

—Si supiese todo lo que ocurre, sin que les informen… ¿Se acuerda de Menad, uno de los hijos del imán Chellali Benchellali, que había fabricado ricina? La parte visible de un gigantesco iceberg terrorista, la red chechena. Lo hacen público cuando lo desmantelan; es decir, en menos del cinco por ciento de los casos. Si no, lo acallan…

Asentí, convencido.

—Hábleme de esa variedad de mosquitos. Si no existen en nuestro país, ¿cómo puede ser que hayamos encontrado varios centenares en casa de los Tisserand?

—A decir verdad, ocurre a veces que un puñado de anófeles se introduzcan en nuestro territorio, por falta de controles sanitarios. Viajan en las bodegas de los aviones antes de dispersarse por los alrededores de los aeropuertos. Se censa una docena de «paludismo de los aeropuertos» cada año. En el mes de mayo pasado, una mujer que vivía a quince kilómetros de Roissy contrajo el
Plasmodium malariae
sin haber salido nunca de suelo francés. Aparecen otros casos, inexplicados pero muy raros. Hace dos años, un hombre murió de paludismo, a seiscientos metros de altura; nunca se había movido de su pradera… Se emite la hipótesis de cepas multirresistentes, vehiculadas por los vientos o los medios de transporte. Pero los servicios de salud están de acuerdo en pensar que todo es muy vago.

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