Por más excelsas que pudieran ser nuestras ambiciones individuales, en el equipo de Hall nadie había pensado siquiera en intentar la conquista del Everest sin oxígeno. Incluso Mike Groom, que lo había conseguido hacía tres años, me explicó que esta vez pensaba utilizarlo porque trabajaba como guía, y sabía por experiencia que sin oxígeno adicional tendría las fuerzas —y la mente— demasiado mermadas para atender las necesidades de su oficio. Como tantos veteranos del Everest, Groom creía que aunque era aceptable —y, desde luego, estéticamente preferible— prescindir del oxígeno adicional cuando uno escalaba en solitario, hacer de guía sin utilizarlo suponía una gran irresponsabilidad.
El sofisticado sistema de oxígeno que empleaba Hall era de fabricación rusa y consistía en una careta de plástico rígido, parecida a la que llevaban los pilotos de los Mig en la guerra de Vietnam, conectada por medio de una manguera y un regulador corriente a un envase naranja de acero y kevlar que contenía el gas. (Más pequeña y mucho más ligera que una bombona de submarinista, la botella llena pesaba tres kilos). Aunque habíamos dormido sin oxígeno en nuestra anterior estancia en el campamento III, ahora que íbamos camino de la cima, Rob nos instó a respirar oxígeno embotellado toda la noche. «Cada minuto que pasa uno a esta altitud —nos advirtió—, la mente y el cuerpo se van deteriorando». Morían células del cerebro; la sangre se espesaba peligrosamente adquiriendo una consistencia de lodo; los capilares de las retinas sufrían hemorragias espontáneas. Incluso descansando, el corazón latía a un ritmo furioso. Rob nos prometió que «el oxígeno embotellado retardaría esos efectos y nos ayudaría a dormir».
Procuré seguir su consejo, pero al final se impuso mi claustrofobia latente. Cuando me cubrí la boca y la nariz con la mascarilla tuve la sensación de que me asfixiaba, así que tras una hora de sufrimiento decidí prescindir de la careta y pasé el resto de la noche sin oxígeno adicional, moviéndome sin parar, resoplando, mirando el reloj cada diez minutos para ver si ya era hora de levantarse.
Acaballadas en la pendiente unos treinta metros más abajo de nuestro campamento, en un sitio igual de precario, estaban las tiendas de los demás equipos (incluidos el de Scott Fischer, los surafricanos y los taiwaneses). A la mañana del día siguiente —jueves 9 de mayo—, mientras me ponía las botas para la ascensión al campo IV Chen Yu-Nan, un obrero siderúrgico de Taipei que tenía treinta y seis años, se arrastró fuera de su tienda para evacuar, calzado únicamente con sus botas de suela lisa, lo que constituía un grave descuido.
Al agacharse, resbaló en el hielo y comenzó a descender por la cara del Lhotse. Después de caer veinte metros, se precipitó de cabeza en una grieta, lo cual detuvo su fatal despeñamiento. Unos sherpas que habían visto lo ocurrido descolgaron una cuerda, lo sacaron rápidamente del hoyo y lo ayudaron a volver a su tienda. Aunque estaba maltrecho y muy asustado, Chen no parecía haber sufrido lesiones de importancia. Ningún integrante del equipo de Hall, incluido yo, sabía entonces que se había producido aquel contratiempo.
Poco después, Makalu Gau y el resto de los taiwaneses dejaron a Chen en una tienda para que se recobrara y partieron hacia el collado Sur. Pese a que Gau había dicho a Rob y Scott que no iba a intentarlo el 10 de mayo, por lo visto había cambiado de parecer y trataba de atacar la cumbre el mismo día que nosotros.
Aquella tarde un sherpa llamado Jangbu, de bajada al campamento II tras haber dejado una carga en el collado Sur, se detuvo en el campamento III para ver cómo se encontraba Chen. Descubrió que había empeorado sensiblemente: estaba como desorientado y sufría grandes dolores. Comprendiendo que era preciso evacuarlo, Jangbu reclutó a otros dos sherpas e inició con Chen el descenso. A menos de cien metros del pie de la pendiente, Chen cayó al suelo y perdió el conocimiento. Momentos después, en el campo II, la radio de David Breashears cobró vida: era Jangbu, quien, presa del pánico, decía que Chen había dejado de respirar.
Breashears y su compañero de la expedición IMAX, Ed Viesturs, se dieron prisa en llegar para intentar reanimarlo, pero cuando alcanzaron a Chen cuarenta minutos después lo encontraron sin vida. Al anochecer, cuando Gau se encontraba ya en el collado Sur; Breashears le llamó por radio.
—Makalu —le dijo al jefe de la expedición taiwanesa—, Chen ha muerto.
—Entendido —respondió Gau—. Gracias por la información.
Luego garantizó a los de su equipo que la muerte de Chen no influiría en sus planes de ponerse en camino a medianoche.
Breashears estaba anonadado. «Acababa de cerrarle los ojos a su amigo —dice, no sin un deje de rabia—. Acababa de llevar el cuerpo de Chen montaña abajo. Y a ese Makalu sólo se le ocurría decir “Entendido”. No sé, quizá fuera una cosa de tipo cultural. Tal vez pensase que el mejor modo de honrar la memoria de Chen era continuar hasta la cima».
En las seis semanas precedentes se habían producido varios accidentes graves: la caída de Tenzing en la grieta antes de nuestra llegada al campamento base; el edema pulmonar de Ngawang Topche y el posterior deterioro físico de éste; un joven escalador inglés del equipo de Mal Duff, Ginge Fullen, había sufrido un ataque al corazón en la Cascada de Hielo; un danés del mismo equipo, Kim Sejberg, había sido alcanzado por un serac en la cascada y tenía varias costillas rotas. No obstante, hasta entonces no había muerto nadie.
La muerte de Chen fue como un paño mortuorio arrojado sobre la montaña a medida que los rumores corrían de tienda en tienda, pero al cabo de unas horas treinta y tres escaladores iban a partir para la cima, y enseguida prevaleció el nerviosismo lógico ante el inminente asalto. Estábamos todos tan poseídos por la fiebre de la cima que no éramos capaces de reflexionar sobre la muerte de alguien tan cercano a nosotros. Ya habría tiempo después para meditar, nos decíamos, en cuanto hubiéramos coronado y estuviésemos de nuevo abajo.
Miré hacia abajo. El descenso se presentaba muy poco apetecible. […] Demasiado esfuerzo, demasiadas noches sin dormir, demasiados sueños para llegar hasta aquí arriba. No podíamos volver la semana siguiente e intentarlo de nuevo.
Bajar ahora, aunque hubiera sido posible, supondría enfrentarse a un futuro marcado por un gran interrogante: ¿qué podría haber pasado?
Thomas E. Hornbein
Everest: The West Ridge
Aletargado y grogui después de una noche en vela en el campo III, me costó lo mío vestirme, fundir hielo y salir de la tienda el jueves, día 9, por la mañana. Cuando terminé de llenar la mochila y ajustarme las correas de los crampones, casi todo el grupo de Hall estaba escalando hacia el campo IV. Sorprendentemente, Lou Kasischke y Frank Fischbeck iban con ellos. Dado el mal aspecto que presentaban la tarde anterior al aparecer en el campamento, yo había supuesto que tanto Lou como Frank decidirían arrojar la toalla. El que hubiesen resuelto seguir subiendo me impresionó gratamente.
Mientras me daba prisa para alcanzar a mis compañeros, miré hacia abajo y divisé una cola de medio centenar de escaladores de otras expediciones que también subían por las cuerdas fijas; los dos primeros ya estaban justo debajo de mí. Como no quería verme atrapado en lo que sin duda iba a ser un atasco fenomenal (y que, entre otros riesgos, prolongaría mi exposición a la intermitente lluvia de piedras que caían), apreté el paso y decidí ponerme en cabeza de la cordada. Sin embargo, como por la cara del Lhotse subía una única cuerda, no era fácil adelantar a los escaladores más lentos.
La piedra que había golpeado a Andy no dejaba de martirizar mi memoria cada vez que me desenganchaba para adelantar a alguien; el más pequeño proyectil habría bastado para mandarme pared abajo si me hubiera dado mientras me soltaba de la cuerda. Por lo demás, este modo de avanzar como jugando a la pídola no sólo me desquiciaba, sino que era extenuante. Como un coche de pocos caballos tratando de pasar a toda una hilera de todoterrenos cuesta arriba, tuve que pisar el acelerador a fondo durante largo rato para rebasar a otros montañeros, lo cual me hacía boquear de tal forma que temí acabar vomitando en la mascarilla de oxígeno.
Era la primera vez que escalaba con oxígeno, y me costó un poco acostumbrarme. Aunque las ventajas de respirar oxígeno envasado a esas altitudes eran indiscutibles, no lo era menos que a uno le costaba verlas. Mientras trataba de recuperar el resuello después de adelantar a tres escaladores, noté como si la mascarilla me asfixiara, de modo que me la arranqué… pero resultó que sin ella era aún más difícil respirar.
Cuando gané el promontorio de roca calcárea conocido como las Bandas Amarillas, ya estaba situado al principio de la cola, lo que me permitió adoptar un paso más confortable. Marchando sin prisa pero sin pausa, hice una travesía hacia la izquierda por el techo de la cara del Lhotse y luego remonté un peñasco de esquisto negro que se conoce como Espolón de los Ginebrinos. Por fin había logrado cogerle el truco a respirar a través de la mascarilla y ya llevaba más de una hora de ventaja a mi inmediato compañero. En el Everest la soledad era una mercancía insólita, y di gracias de poder disfrutarla un poco en aquel escenario tan excepcional.
A 7.900 metros, me detuve en la cresta del espolón para beber agua y contemplar la vista. Tan diáfano era aquel aire enrarecido que incluso los picos más distantes parecían estar al alcance de la mano. Iluminada casi con desmesura por el sol de mediodía, la pirámide del Everest se erguía entre una gasa intermitente de nubes. Mirando por el teleobjetivo de mi cámara hacia la arista Sureste, me sorprendió ver cuatro figuras pequeñas como hormigas moverse casi imperceptiblemente hacia la Antecima. Deduje que eran escaladores de la expedición montenegrina; si lo conseguían, serían los primeros del año en coronar. Significaría también que los rumores sobre una infranqueable capa de nieve eran infundados; si ellos podían llegar arriba, seguramente también lo lograríamos nosotros. Pero aquel penacho de nieve que se veía ahora en lo alto era una mala señal: los montenegrinos estaban luchando contra un viento feroz. Llegué al collado Sur, nuestra rampa de lanzamiento para el asalto a la cima, a la una de la tarde. Situado a 7.930 metros sobre el nivel del mar, se trata de un llano de hielo durísimo y cantos rodados a prueba de intemperies que ocupa un amplio corte entre las paredes superiores del Lhotse y el Everest. El collado, de forma más o menos rectangular (sus medidas son de unos cuatro campos de rugby de longitud por otros dos de anchura), tiene en su margen oriental una caída de dos mil metros por la cara del Kangshung, mirando al Tíbet; por el otro lado hay una pendiente de mil doscientos metros sobre el Cwm Occidental.
Muy cerca del borde de este abismo, en el extremo oeste del collado, las tiendas del campo IV descansaban en un trecho de terreno yermo cercado por más de un millar de botellas de oxígeno desechadas
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. Si es que existe un lugar más desolado e inhóspito en todo el planeta, confío en no verlo nunca. Cuando las corrientes atmosféricas encuentran el macizo del Everest y se cuelan por la uve que forman los perfiles del collado Sur, el viento alcanza velocidades inimaginables; no es raro que en esa zona los vientos sean aún más fuertes que los que azotan la cumbre.
El huracán que sopla casi siempre en el collado a principios de primavera explica por qué allí sólo hay roca pelada y hielo incluso cuando las pendientes contiguas están cubiertas de nieve: lo que el viento no manda hacia Tíbet, se congela para siempre en el collado.
Cuando llegué al campamento IV seis sherpas se afanaban en levantar las tiendas de Hall en medio de un vendaval de 50 nudos. Mientras los ayudaba a plantar la mía, aproveché para anclar los vientos con unos envases de oxígeno abandonados metidos bajo las piedras más grandes que conseguí levantar. Luego me refugié dentro para calentarme las manos mientras esperaba a los demás.
El viento empeoró a medida que avanzaba la tarde. El
sirdar
de Fischer, Lopsang Jangbu, apareció cargado con un enorme fardo de 30 kilos, de los cuales más de diez correspondían a un teléfono vía satélite con sus periféricos: Sandy Pittman pretendía enviar noticias por Internet desde 7.900 metros de altitud. El último de mis compañeros no llegó hasta las 16:30, y los rezagados del grupo de Fischer lo hicieron aún más tarde, cuando una gran tormenta estaba en su apogeo. De anochecida, los montenegrinos regresaron al collado diciendo que no habían podido alcanzar la cima: habían dado media vuelta antes del escalón Hillary.
El mal tiempo y la capitulación de los montenegrinos no auguraba nada bueno para nuestro propio intento, que estaba previsto para antes de seis horas. Cada cual se refugiaba en su tienda de nailon nada más llegar al collado, con la intención de intentar dormir un poco, pero el tableteo de la tela y el nerviosismo propio de la espera hizo que la mayoría de nosotros no pegara ojo.
Stuart Hutchison —el joven cardiólogo canadiense— y yo compartíamos tienda; Rob, Frank, Mike Groom, John Taske y Yasuko Namba ocupaban otra; Lou, Beck Weathers, Andy Harris y Doug Hansen una tercera. Lou y sus compañeros de tienda estaban adormilados cuando oyeron una voz extraña clamar en medio del vendaval:
«¡Dejadlo entrar ya o se nos muere aquí mismo!» Lou subió la cremallera y un momento después un hombre barbudo
cayó
en su regazo. Era Bruce Herrod, el afable subjefe del equipo surafricano y el único miembro con currículum como alpinista que quedaba de esa expedición.
«Bruce estaba realmente mal —recuerda Lou—, no paraba de tiritar y actuaba de manera muy irracional, apenas era capaz de hacer nada por sí mismo. Su estado de hipotermia era tal que casi no podía hablar. Por lo visto, el resto de su grupo estaba en el collado Sur, o camino del mismo. Pero él no sabía dónde se hallaban, ni tampoco cómo encontrar su tienda, así que le dimos algo de beber e intentamos reanimarlo un poco».
A Doug tampoco le iba muy bien. «No tenía buen aspecto —recuerda Beck Weathers—. Se quejaba de que no había dormido ni comido en dos días. Pero estaba decidido a calzarse los crampones y seguir adelante. Yo, que para entonces creía conocer bien a Doug, me daba cuenta de que se había pasado el año lamentando haber estado a un paso de la cumbre y haber tenido que dar media vuelta. Quiero decir que esa idea lo obsesionaba. Estaba claro que no iba a perderse una segunda oportunidad. Doug seguiría escalando mientras fuera capaz de respirar».