Sandy Pittman había anotado esta superstición en su diario de la expedición de 1994, y el texto apareció en Internet dos años después:
29 de abril de 1994
Campamento base (5.430 metros) cara del Kangshung, Tíbet
[…] aquella tarde había llegado un correo con cartas para todo el mundo y una revista de chicas que un colega escalador había enviado en plan de broma […] La mitad de los sherpas se la había llevado a una tienda para examinarla mejor, mientras la otra mitad discutía sobre el desastre que sin duda se derivaría de mirar aquellas fotos. La diosa Chomolungma, aseguraron, no tolera el chiqui chiqui (o cualquier obscenidad) en su montaña sagrada.
El budismo que se practica en las alturas del Khumbu tiene un claro sabor animista; los sherpas veneran a una mezcla de espíritus y divinidades que, según dicen, habitan en los desfiladeros, ríos y picos de la región, y rendir la debida pleitesía al conjunto de estas divinidades se considera de crucial importancia para garantizar la travesía segura de tan traicionero paisaje.
Para aplacar a Sagarmatha los sherpas habían construido, como cada año, más de una docena de hermosos
chortens
de piedra en el campamento base, uno por cada expedición. Nuestro altar, un cubo perfecto de metro y medio de alto, estaba rematado por tres piedras puntiagudas especialmente seleccionadas, sobre las cuales se levantaba un asta de madera de tres metros coronada por una esbelta rama de enebro. Cinco largas cadenas de coloridos banderines de oración
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cubrían nuestras tiendas formando un círculo para protegernos de todo mal. Al amanecer, el
sirdar
de nuestro campamento base —un sherpa de cuarenta y tantos años, bonachón y muy respetado, de nombre Ang Tshering— encendía tiras de incienso de enebro y salmodiaba oraciones en el
chorten
; antes de ir hacia la Cascada de Hielo, occidentales y sherpas pasaban frente al altar —siempre por el lado izquierdo del mismo— y entre las nubes del humo perfumado para recibir la bendición de Ang Tshering.
Pero pese a todo este ritual, el budismo practicado por los sherpas era una religión flexible y nada dogmática. Para no perder el favor de Sagarmatha, por ejemplo, ningún equipo podía acceder por primera vez a la Cascada de Hielo sin antes llevar a cabo una complicada puja, o ceremonia religiosa.
Pero cuando el día señalado el frágil y envejecido lama que debía presidir la puja no logró llegar a tiempo desde su distante aldea, Ang Tshering dijo que no pasaba nada y que podíamos escalar la Cascada de Hielo porque Sagarmatha sabía que nuestra intención era celebrar la puja tan pronto como regresáramos.
La actitud respecto a la fornicación en las faldas del Everest era igualmente laxa: aunque aparentaban estar de acuerdo con la prohibición, no pocos sherpas hacían excepciones a título personal (en 1996 se produjo incluso un romance entre un sherpa y una estadounidense asociada a la expedición de IMAX). Parecía extraño, por tanto, que los sherpas achacasen la enfermedad de Ngawang a los encuentros extramatrimoniales que tenían lugar en una de las tiendas de Mountain Madness. Sin embargo, cuando le señalé esta incongruencia a Lopsang Jangbu —
sirdar
de escalada de Scott Fischer—, él insistió en que el problema no era que una escaladora de Mountain Madness hubiese estado «mojando» en el campamento, sino que la chica insistía en dormir con su amante más arriba del campamento base.
«El Everest es Dios, para mí y para todo el mundo —dijo Lopsang, solemne, a las diez semanas de concluida la expedición—. Sólo marido y mujer se acuestan juntos.
Pero cuando X e Y duermen juntos, eso trae mala suerte a mi equipo… Yo le dije a Scott: “Por favor, Scott, tú eres el jefe; dile a X que no se acueste con su amigo en el campamento II. Por favor.” Pero Scott se rió. El primer día que X e Y durmieron juntos, después Ngawang Topche se puso enfermo en el campamento II. Y ahora está muerto».
Ngawang era tío de Lopsang, y éste había formado parte del grupo que lo había rescatado en la Cascada de Hielo la noche del 22 de abril. Luego, cuando Ngawang dejó de respirar en Pheriche y tuvo que ser evacuado a Katmandú, Lopsang bajó del campamento base (a instancias de Fischer) para acompañar a su tío en el helicóptero. Su viaje a Katmandú y el rápido
trekking
hasta el campamento base lo dejaron exhausto y no muy bien aclimatado, lo que no era un buen presagio para el equipo de Fischer: Scott confiaba en Lopsang tanto como Hall confiaba en su sirdar de escalada, Ang Dorje.
Aquel año había varios alpinistas expertos en el Himalaya en el lado nepalés del Everest, veteranos como Hall, Fischer, Breashears, Pete Schoening, Ang Dorje, Mike Groom y Robert Schauer, un austríaco del equipo IMAX. Pero entre tan distinguida compañía destacaban cuatro escaladores que habían demostrado una asombrosa habilidad por encima de los 7.900 metros y que formaban, por sí solos, un grupo aparte: Ed Viesturs, el estadounidense que protagonizaba el documental de IMAX; Anatoli Boukreev, guía de Kazajistán que trabajaba con Fischer; el sherpa Ang Babu, contratado por la expedición surafricana, y Lopsang.
Sociable y bien parecido, bueno hasta el exceso, Lopsang era extremadamente engreído, pero encantador. Había crecido en la región de Rolwaling como hijo único, y no fumaba ni bebía, lo que era poco corriente entre sherpas. Lucía un incisivo de oro y era de risa fácil. Aunque de osamenta pequeña y estatura más bien baja, su temperamento fogoso, sus ganas de trabajar y su portentosa condición atlética le habían procurado fama en toda la región del Khumbu. Fischer afirmaba que Lopsang tenía condiciones para ser «un nuevo Reinhold Messner», el famoso alpinista tirolés que es con mucho el mejor escalador de todos los tiempos.
Lopsang causó sensación en 1993 cuando, a sus veinte años, fue contratado como porteador para una expedición indonepalesa al Everest dirigida por una india, Bachendri Pal, y compuesta mayoritariamente por escaladoras. Al ser el miembro más joven de la expedición, Lopsang fue relegado inicialmente a un papel de apoyo, pero tan impresionante era su fortaleza que en el último momento se le incluyó en el grupo que iba a atacar la cumbre y consiguió lograrla el 16 de mayo, sin ayuda de botellas de oxígeno.
Cinco meses después, Lopsang conquistó el Cho Oyu con un equipo japonés. En la primavera de 1994 trabajó para Fischer en la expedición Sagarmatha Environmental y coronó por segunda vez el Everest, de nuevo sin oxigeno. En septiembre de aquel mismo año, cuando intentaba la arista Oeste con un equipo noruego, fue alcanzado por un alud; tras rodar unos seiscientos metros por la ladera de la montaña, consiguió detener su caída valiéndose de un piolet, con lo que logró salvar su propia vida y la de dos compañeros de cordada. Pero un tío suyo que no iba atado a los otros, el sherpa Mingma Norbu, pereció en el alud. Aunque el incidente deprimió mucho a Lopsang, su afán por escalar no mermó en absoluto.
En mayo de 1995 conquistó por tercera ver el Everest sin usar oxígeno, en esta ocasión trabajando para Hall, y tres meses más tarde escalaba el Broad Peak (8.047 metros) contratado por Fischer. Cuando Lopsang volvió al Everest con Fischer en 1996, sólo llevaba tres años escalando, pero en ese lapso había participado en no menos de diez expediciones al Himalaya y se había ganado fama de gran alpinista.
Fischer y Lopsang se admiraban el uno al otro desde su ascensión al Everest de 1994. Ambos tenían un vigor ilimitado, un encanto irresistible y un talento especial para conquistar a las mujeres. Lopsang, que consideraba a Fischer su mentor y su modelo, incluso empezó a llevar coleta. «Scott es muy fuerte, yo también soy muy fuerte —me explicaba Lopsang con su característica falta de modestia—. Hacemos muy buen equipo. Scott no me paga tan bien como Rob o los japoneses, pero yo no necesito dinero. Yo miro al futuro, y Scott es mi futuro. Él me dice: “¡Lopsang, mi fuerte sherpa! ¡Te voy a hacer famoso!”… Creo que Scott tiene grandes planes para mí en Mountain Madness».
El público estadounidense no sentía un fervor innato por el montañismo, a diferencia de los ciudadanos de los países alpinos de Europa o de los británicos, inventores del deporte de la escalada. En esos países existía algo próximo a la comprensión, y aunque el hombre de la calle podía considerarlo una temeridad, reconocía también que era algo que valía la pena hacer. Esa clase de aceptación no se daba en Estados Unidos.
Walt Unsworth Everest
El día siguiente a nuestro primer intento de alcanzar el campamento III, que el viento y un frío indescriptible habían abortado, todos los miembros del equipo de Hall excepto Doug (que se quedó en el campamento II con la laringe fastidiada) lo probamos de nuevo. Subí por la enorme pared de hielo de la cara del Lothse siguiendo una descolorida cuerda que parecía no acabar nunca, y cuanto más subía, más lento era mi avance. Deslizaba el jumar por la cuerda fija con una mano enguantada, apoyaba todo mi peso en el artilugio y tragaba dos dolorosas bocanadas de aire; luego subía el pie izquierdo y clavaba los crampones en el hielo, inhalaba con desespero un par de veces más, ponía el pie derecho al lado del izquierdo, inspiraba y espiraba otras dos veces, y vuelta a deslizar el jumar por la cuerda. Llevaba tres horas haciendo esfuerzos sobrehumanos, y calculaba que aún me quedaba otra hora hasta poder descansar. De esa manera, en incrementos que se medían en centímetros, iba ascendiendo hacia un grupito de tiendas que, según decían, teníamos plantadas en algún punto de la roca viva.
La gente que no escala montañas —esto es, la inmensa mayoría de la humanidad— tiende a pensar que este deporte es una imprudente carrera dionisíaca de emociones cada vez más intensas. Pero la idea de que el escalador no es más que un adicto a la adrenalina es una falacia, al menos en lo que al Everest se refiere. Lo que yo hacía allá arriba tenía muy poco que ver con saltar de un puente, hacer acrobacias en el aire o conducir una moto a doscientos kilómetros por hora.
De hecho, más arriba del campamento base la expedición se convirtió en una empresa casi calvinista. La desproporción entre sufrimiento y placer era mayor que en cualquiera de las montañas que había escalado; enseguida caí en la cuenta de que subir al Everest era sobre todo cuestión de aguante, y ver que semana tras semana nos sometíamos al esfuerzo, el tedio y el padecimiento, me hizo pensar que la mayoría de nosotros probablemente no buscaba otra cosa que cierto estado de gracia.
Por descontado que para muchos otros escaladores presentes en el Everest las motivaciones quizá no eran tan virtuosas: fama relativa, mejora profesional, satisfacción del ego, derecho a fanfarronear, afán de lucro. Pero tan innobles alicientes eran menos decisivos de lo que podría presumirse. Lo que pude observar a lo largo de aquellas semanas me obligó a revisar sustancialmente mis prejuicios sobre algunos compañeros de mi equipo.
Como Beck Weathers, por ejemplo, que en ese momento parecía un puntito rojo en el hielo, ciento cincuenta metros más abajo, al final de una larga cola de escaladores. Mi primera impresión de Beck no había sido nada favorable: de entrada, aquel patólogo de Dallas tan propenso a palmear la espalda ajena y con una preparación menos que mediocre para la montaña, me pareció un bocazas republicano que pretendía añadir, a golpe de talonario, la cima del Everest a la vitrina de sus trofeos. Pero a medida que transcurrían los días, me inspiraba cada vez mayor respeto. Aunque sus flamantes e inflexibles botas le habían dejado los pies como dos hamburguesas, Beck seguía esforzándose sin mencionar los dolores que sin duda estaba soportando. Era un tipo duro, estoico, decidido. Y lo que yo había tomado por arrogancia me parecía ahora simple vivacidad. Beck parecía no guardarle rencor a nadie (salvo a Hillary Clinton). Su alegría y su ilimitado optimismo eran tan arrolladores que, muy a mi pesar, acabé tomándole cariño.
Hijo de un militar de carrera, Beck había pasado su infancia yendo de una base militar a otra antes de aterrizar en Wichita Falls para cursar estudios universitarios. Se graduó en medicina, estableció en Dallas una rentable consulta médica, se casó y tuvo dos hijos. Luego, en 1986, al borde de la cuarentena, pasó unas vacaciones en Colorado, oyó el canto de sirena de las alturas y se apuntó a un cursillo de montañismo en el Parque Nacional de las Montañas Rocosas.
Entre la profesión médica abunda el afán de llegar muy alto; Beck no era el primer médico que se entusiasmaba por una nueva afición. Pero la escalada era muy diferente del golf, el tenis u otros pasatiempos típicos de sus colegas. Las exigencias físicas y psicológicas del alpinismo, el peligro real, lo convertían en algo más que un juego. Escalar era como la vida misma, sólo que más realzada aún, y Beck se enganchó a ello como en su vida lo había hecho con nada. Su esposa, Peach, estaba muy preocupada por aquella desbordante afición que le hacía ausentarse cada vez más de casa. No le gustó nada el día en que Beck, poco después de haberse iniciado en el montañismo, anunció que había decidido intentar las Siete Cimas.
La obsesión de Beck podía ser egoísta y desmesurada, pero nada tenía de frívola. Empecé a ver una firmeza de objetivos similar en Lou Kasischke, el abogado de Bloomfield Hills; en Yasuko Namba, la callada japonesa que cada mañana desayunaba con fideos, y en John Taske, el anestesista australiano de cincuenta y seis años que empezó a escalar tras retirarse del ejército.
«Cuando dejé la vida castrense, perdí en cierto modo el camino», se lamentaba Taske. Había sido un pez gordo del ejército, coronel del Special Air Service, que es el equivalente australiano de los Boinas Verdes. Tras haber servido en dos ocasiones en Vietnam en el apogeo de la guerra, se encontró con que no estaba preparado para la vida sin uniforme. «Descubrí que no sabía hablar con civiles —continuó—. Mi matrimonio se iba al garete. Yo me veía frente a un largo túnel que terminaba en la enfermedad, la vejez y la muerte. Entonces empecé a escalar, y ese deporte me proporcionó las cosas que echaba de menos en la vida: el reto, la camaradería, el sentido de la misión». A medida que iba creciendo mi simpatía hacia Taske, Weathers y otros compañeros de equipo, me sentía cada vez más incómodo en mi papel de periodista. No me andaba con chiquitas a la hora de escribir sobre Hall, Fischer o Sandy Pittman, que llevaban años tratando de llamar la atención sobre ellos, pero con los demás era diferente. Cuando se apuntaron a la expedición de Hall, ninguno sabía que tendrían por compañero a un periodista, alguien que no paraba de escribir, que registraba sus palabras y sus actos a fin de hacer partícipe de sus manías a un público potencialmente desfavorable.