Fui de tienda en tienda comprobando los envases de oxígeno que encontraba, pero todos estaban vacíos. La hipoxia, sumada a la profunda fatiga, exacerbaba la sensación de caos y desesperación. El nailon restallaba de tal manera a merced del viento que era imposible comunicarse de una tienda a otra.
Las pilas de la única radio que teníamos estaban casi agotadas. Una atmósfera de entropía terminal invadió el campamento, sumada al hecho de que nuestro equipo —al que en las semanas anteriores se le había inculcado una fe ciega en sus guías— se encontraba de repente sin jefe: Rob y Andy habían muerto, y aunque contábamos con Groom, éste pagaba ahora el precio de la terrible noche anterior: inconsciente en su tienda y con graves congelaciones, por el momento ni siquiera era capaz de hablar.
Privados de guías, fue Hutchison quien vino a llenar ese vacío de poder. Impresionable y ensimismado, Stuart procedía de la capa alta de la sociedad angloparlante de Montreal y era un joven y brillante investigador médico. Participaba en una expedición de altos vuelos cada dos o tres años, pero no podía dedicar mucho más tiempo a la escalada. Ante una situación cada vez más crítica en el campamento IV hizo todo lo que pudo para estar a la altura de las circunstancias.
Mientras yo trataba de recuperarme de la infructuosa búsqueda, Hutchison organizó un equipo de cuatro sherpas para localizar los cuerpos de Weathers y Namba, que habían quedado en el collado cuando Anatoli Boukreev rescató a Charlotte Fox, Sandy Pittman y Tim Madsen. El grupo, encabezado por Lhakpa Chhiri, partió antes que Hutchison, ya que éste estaba tan aturdido de cansancio que en lugar de ponerse las botas había salido de la tienda calzado con sus botines. Lhakpa le hizo reparar en ello para que Hutchison volviera en busca de sus botas. Siguiendo las instrucciones de Boukreev, los sherpas no tardaron en encontrar los dos cadáveres en una cuesta de hielo gris salpicada de cantos rodados, junto al límite de la cara del Kangshung. Los sherpas, tradicionalmente muy supersticiosos con los muertos, se detuvieron a unos quince metros y esperaron que llegara Hutchison.
«Estaban los dos semienterrados —recuerda Hutchison—. Sus mochilas habían quedado una treintena de metros cuesta arriba. Tenían la cara y el torso cubiertos de nieve; sólo asomaban las manos y los pies. El viento aullaba con furia en el collado». El primer cuerpo que encontró resultó ser el de Yasuko Namba, pero Hutchison no logró identificarla hasta que se arrodilló para arrancarle de la cara un caparazón de siete centímetros de hielo. Descubrió pasmado que Namba respiraba todavía. Sus manoplas no estaban por allí, y tenía las manos duras como el hielo. Sus ojos estaban dilatados, y su tez, blanca como la porcelana. “Fue horrible —recuerda Hutchison—. Aquello me impresionó mucho. Yasuko estaba casi muerta y yo no sabía qué hacer”.
Luego se acercó a Beck Weathers, tendido unos seis metros más allá. También tenía la cabeza recubierta de un grueso blindaje de nieve helada. Bolitas de hielo grandes como granos de uva se le habían pegado al pelo y los párpados. Tras retirar de la cara de Beck los detritos helados, Hutchison descubrió que el texano también vivía: «Beck murmuraba algo, creo, pero no conseguí entender qué intentaba decirme. Faltaba su guante derecho y tenía la mano congelada. Traté de incorporarlo, pero Beck casi no podía moverse. Estaba prácticamente muerto, sólo que aún respiraba».
Muy afectado, Hutchison decidió pedir consejo a los sherpas. Lhakpa, un veterano escalador muy respetado por sherpas y sahibs debido a su experiencia montañera, lo exhortó a que dejara a Beck y Namba donde estaban. Aunque pudieran llevarlos con vida hasta el campamento IV sin duda morirían antes de bajarlos al campamento base, e intentar un rescate pondría en peligro la vida de los escaladores que estaban en el collado, la mayoría de los cuales ya tendrían bastantes problemas para bajar sin novedad.
Hutchison aceptó que Lhakpa llevaba razón. Sólo había una alternativa, por dura que fuese: dejar que la naturaleza siguiera su inevitable curso con Beck y Yasuko y ahorrar recursos para ayudar a quienes aún podían salvarse. Fue una decisión salomónica. Hutchison, abatido, regresó al campamento. A punto de echarse a llorar, nos dijo que despertásemos a Taske y a Groom, y nos reunimos todos en su tienda para resolver qué hacer con Beck y Yasuko. La conversación fue angustiosa, titubeante. Todos evitábamos mirarnos a los ojos. Sin embargo, al cabo de cinco minutos los cuatro allí reunidos estuvimos de acuerdo en que lo más adecuado era dejar a Beck y Yasuko donde estaban, tal como proponía Hutchison.
Se discutió también si bajaríamos esa misma tarde al campamento II, pero Taske dijo que no quería ni oír hablar del asunto mientras Hall estuviera en la cima Sur. «No pienso irme sin él», manifestó. De todas maneras, discutirlo estaba fuera de lugar: Kasischke y Groom se encontraban tan mal que por el momento era imposible ir a ninguna parte.
«Me veía venir una repetición de lo que había sucedido en el K2 en 1986», dice Hutchison. El 4 de julio de aquel año, siete veteranos del Himalaya —incluido el legendario austríaco Kurt Diemberger— atacaron la cumbre del segundo pico más alto del mundo. Seis de los siete escaladores hicieron cima, pero durante el descenso por las pendientes superiores se vieron sorprendidos por una fuerte tormenta que los dejó inmovilizados a 8.000 metros, en el último campamento. La ventisca se prolongó durante casi cinco días, debilitando cada vez más a los alpinistas. Cuando por fin despejó, sólo Diemberger y otra persona lograron bajar con vida.
El sábado por la mañana, mientras decidíamos qué hacer con Namba y Weathers y si bajábamos o no, Neal Beidleman ya estaba sacando de sus tiendas a los miembros del grupo de Fischer y exhortándolos a iniciar el descenso. «Estaban todos tan derrengados que fue realmente difícil despertarlos y hacerlos salir de las tiendas; a algunos prácticamente tuve que pegarles para que se calzaran las botas —asegura Beidleman—. Pero no quise ceder: había que ponerse en camino de inmediato. Yo creo que estar a ocho mil metros más tiempo del necesario son ganas de buscarse problemas. Sabía que había equipos de rescate buscando a Scott y a Rob, así que me propuse sacar a los clientes del collado y bajar a un campamento inferior».
Mientras Boukreev esperaba la llegada de Fischer en el campamento IV, Beidleman inició el lento descenso con su grupo. Cuando llegaron a la cota 7.500, se detuvo para aplicar otra inyección de dexametasona a Sandy Pittman, luego todos se detuvieron en el campamento III para descansar y rehidratarse. «Cuando los vi llegar —recuerda David Breashears, que estaba allí en el momento en que apareció el grupo— me quedé de una pieza. Era como si hubiesen vuelto de cinco meses de guerra. Sandy se vino abajo, no paraba de gritar: “¡Ha sido horrible! ¡Había tirado la toalla, dispuesta a morir!” Todos parecían estar bajo los efectos de un grave shock».
Descendiendo por el hielo del escarpado tramo inferior de la cara del Lhotse, a ciento cincuenta metros del pie de las cuerdas fijas, los rezagados de Beidleman se encontraron con varios sherpas de una expedición nepalí de limpieza que había subido para ayudarlos. Al reanudar el descenso, una lluvia de piedras grandes como naranjas se desprendió de la pared y una de ellas dio en la nuca de un sherpa. «La piedra lo dejó noqueado», cuenta Beidleman, que observó el incidente desde un poco más arriba.
«Fue espantoso —recuerda Klev Schoening—. Sonó como si le hubieran dado con un bate de béisbol». La fuerza del impacto le arrancó un trozo de cráneo, lo dejó sin sentido y le produjo una parada cardiorrespiratoria. Al ver que el sherpa se desplomaba y empezaba a resbalar por la pendiente, Schoening saltó delante de él y consiguió frenar su caída. Pero un momento después, mientras Schoening cogía al sherpa en brazos, una segunda piedra cayó encima de éste y volvió a golpearlo en la nuca.
Pese a este segundo cogotazo, el herido boqueó y empezó a respirar de nuevo pasados unos minutos. Beidleman consiguió bajarlo hasta el pie de la cara del Lhotse, donde una docena de compañeros del sherpa lo transportaron al campamento II. En ese momento, dice Beidleman, «Klev y yo nos miramos estupefactos, pensando: “Pero ¿qué pasa aquí? ¿Qué hemos hecho para que la montaña se enfade tanto?”»
Durante todo el mes de abril y primeros de mayo, Rob Hall había expresado su preocupación de que algún equipo poco competente pudiera meterse en un grave aprieto, obligándonos a ir en su rescate y arruinando así nuestros intentos de conquistar la cima. Paradójicamente, era la expedición de Hall la que estaba en graves aprietos, y otros equipos los que tenían que acudir en su ayuda. Sin asomo de rencor, tres de estos grupos —la expedición Alpine Ascents International, de Todd Burleson, la expedición IMAX, de David Breashears, y la expedición comercial de Mal Duff— aplazaron de inmediato sus planes de ir a la cumbre a fin de asistir a los heridos.
El día antes —viernes 10 de mayo—, mientras los equipos de Hall y Fischer íbamos camino de la cumbre, desde el campamento IV la expedición Alpine Ascents International, liderada por Burleson y Pete Athans, llegaba al campamento III. El sábado por la mañana, tan pronto tuvieron noticia de la catástrofe, Burleson y Athans dejaron a sus clientes a 7.200 metros de altitud, al cuidado del tercer guía, Jim Williams, y se apresuraron hacia el collado Sur.
A la sazón, Breashears, Ed Viesturs y el resto del equipo de IMAX se encontraban en el campamento II; Breashears suspendió la filmación a fin de dedicar todos los recursos de su expedición al rescate de los escaladores. Primero me envió un mensaje diciendo que había pilas de recambio en una de las tiendas que IMAX tenía en el collado; logré dar con ellas a media tarde, y así pudimos restablecer el contacto por radio con los campamentos inferiores. Breashears ofreció también sus provisiones de oxígeno —cincuenta botellas que habían sido transportadas con mucho esfuerzo hasta los 7.800 metros— a los alpinistas enfermos y a quienes intervinieran en el rescate. Aunque ello ponía en peligro un proyecto cinematográfico de cinco millones y medio de dólares, Breashears nos proporcionó el vital elemento sin dudarlo un instante.
Athans y Burleson llegaron al campamento IV a media mañana. De inmediato empezaron a repartir las botellas de oxígeno de IMAX a quienes más lo necesitaban, y luego se quedaron a esperar la llegada de los sherpas que habían ido al rescate de Hall, Fischer y Gau. A las 16:35, Burleson estaba fuera de la tienda cuando vio que alguien caminaba, envarado y a paso lento, hacia el campamento. «Eh, Pete —le dijo a Athans—. Mira eso. Viene alguien». La mano derecha del hombre, desnuda al viento glacial y grotescamente congelada, pareció estirarse en una especie de saludo espeluznante. Quienquiera que fuese, le recordó a Athans aquellas momias de las películas baratas de terror. Al aproximarse la
momia
, Burleson vio con sorpresa que se trataba nada menos que de Beck Weathers, resucitado de entre los muertos.
La noche anterior, acurrucado junto a Groom, Beidleman, Namba y los otros miembros de ese grupo, Weathers había notado que «cada vez tenía más frío. Había perdido el guante derecho. La cara se me estaba congelando, igual que las manos. Noté que todo mi cuerpo se entumecía, me costaba mucho concentrar la atención, y al final caí en una especie de amnesia».
Durante el resto de la noche y parte de la mañana siguiente, Beck estuvo tumbado en el hielo, expuesto al implacable viento, cataléptico y medio muerto. No recuerda que Boukreev fuera a buscar a Pittman, Fox y Madsen; ni se acuerda de cuando Hutchison lo encontró por la mañana y le quitó el hielo que le cubría la cara. Estuvo comatoso durante más de doce horas. Pero el sábado a media tarde, nadie sabe cómo, alguna chispa debió de prender en la médula de su cerebro inanimado, pues Beck recuperó el sentido.
«Al principio creí que se trataba de un sueño —recuerda Weathers—. Cuando volví en mí, pensé que estaba en la cama. No sentía frío ni nada. Me puse de lado, abrí los ojos y vi la mano derecha delante de mi cara. Entonces reparé en lo congelada que estaba y eso me ayudó a reaccionar. Al final, desperté lo suficiente como para darme cuenta de que estaba hecho mierda y de que la caballería no vendría a salvarme; de modo que tenía que espabilarme por mí mismo».
Aunque Beck había perdido la visión del ojo derecho y con el izquierdo sólo veía en un radio de apenas un metro, echó a andar contra el viento, deduciendo acertadamente que el campamento estaba en aquella dirección. Si se hubiera equivocado, habría caído sin remedio por la cara del Kangshung, cuyo borde quedaba a sólo nueve metros en dirección contraria. Una hora y media después, Beck encontró «unas rocas extrañamente lisas y de un tono azulado» que resultaron ser las tiendas del campamento IV.
Hutchison y yo estábamos en nuestra tienda escuchando una conexión de Hall desde la cima Sur cuando Burleson llegó corriendo. “¡Doctor! ¡Rápido! —gritó a Stuart desde la puerta—. Coge tus cosas. ¡Beck acaba de llegar y está muy mal!» Atónito por la milagrosa resurrección de Beck, Stuart salió a toda prisa de la tienda para atenderlo.
Hutchison, Athans y Burleson llevaron a Beck a una tienda desocupada, lo arroparon en dos sacos de dormir y le aplicaron una mascarilla de oxígeno a la cara. «Ninguno de nosotros —confiesa Hutchison— pensaba entonces que Beck sobreviviese a aquella noche. Apenas le notaba el pulso de la arteria carótida, que es el último que se pierde antes de morir. Su estado era crítico. Y aunque aguantara hasta el día siguiente, no se me ocurría cómo íbamos a bajarlo».
Los sherpas que habían subido a rescatar a Fischer y Makalu Gau estaban ya de regreso en el campamento con este último; habían dejado a Fischer en una cornisa, a 8.300 metros, convencidos de que no tenía salvación. No obstante, al ver a Beck, que también había sido dado por muerto, Boukreev no quiso tachar a Fischer de la lista, y a las cinco de la tarde se enfrentó solo a la tormenta para tratar de rescatarlo.
«Encontré a Scott a las siete, o quizá fuese cerca de las ocho —dice Boukreev—. Ya había oscurecido. La tormenta no amainaba. Scott tenía puesta la mascarilla, pero la botella estaba vacía. Las manos estaban destapadas, sin manoplas. La chaqueta tenía la cremallera bajada y estaba echada hacia atrás, un hombro y un brazo le salían de la prenda. No pude hacer nada. Scott estaba muerto». Anonadado, Boukreev le tapó la cara con su mochila y lo dejó tal como estaba. Luego recogió la cámara, el piolet y la navaja favorita de Fischer (que luego el hijo de éste, de nueve años, recibiría en Seattle de manos de Beidleman) y descendió en medio de la tempestad.