Antes de 1996, sin embargo, Hall siempre había tenido mucha suerte con el tiempo, y eso probablemente lo indujo a error. «Temporada tras temporada —confirmaba Breashears, que ha participado en más de una docena de expediciones al Himalaya y escalado tres veces el Everest— Rob disfrutó de un tiempo magnífico el día que tocaba atacar la cima». De hecho, el vendaval del 10 de mayo, pese a toda su furia, no era nada extraordinario; puede considerarse una turbonada típica del Everest. Si la tormenta hubiera descargado dos horas después, tal vez no hubiese muerto nadie. Por el contrario, si hubiera llegado tan sólo una hora antes, es muy posible que hubiera matado a una veintena de alpinistas, yo incluido.
El tiempo cronológico pesó tanto en la tragedia como el tiempo atmosférico, y no hacer caso del reloj es algo que nadie puede achacar a la mano de Dios. Las demoras en las cuerdas fijas eran previsibles y podían haberse evitado. Nadie hizo el menor caso del plazo previsto para dar media vuelta.
La prolongación de ese plazo pudo deberse hasta cierto punto a la rivalidad entre Fischer y Hall. Fischer no había guiado ninguna expedición al Everest antes de 1996. Por aquello del negocio, se veía sometido a una gran presión: tenía que hacerlo bien, especialmente cuando entre los clientes que intentaban escalar la montaña se encontraba una celebridad como Sandy Hill Pittman. Del mismo modo, el haber fracasado en llevar a sus clientes a la cima el año anterior era una mal precedente para Hall en relación con la expedición de 1996, sobre todo si Fischer lo conseguía. Scott era un líder carismático, y Jane Bromet se había encargado de promocionar ese carisma de manera agresiva. Fischer trataba por todos los medios de ganarle la partida a Hall, y éste lo sabía. Dadas las circunstancias, la perspectiva de hacer volver a sus propios clientes mientras los de su competidor seguían subiendo pudo ser lo bastante desagradable como para que Hall perdiera el sentido común.
Nunca se insistirá bastante en que Hall, Fischer y el resto de nosotros fuimos obligados a tomar decisiones críticas bajo los efectos de la hipoxia. Es imprescindible tener presente que a 8.800 metros de altitud es casi imposible pensar con lucidez.
Los hechos siempre preceden a la prudencia. Desconcertados por el precio en vidas humanas, algunos críticos se han apresurado a sugerir políticas y medidas destinadas a garantizar que no se repitan las calamidades de aquella temporada. Se ha propuesto, por ejemplo, establecer el criterio de un guía por cliente en el Everest, de manera que cada cliente suba en todo momento atado a su propio guía.
La manera más simple de reducir el número de futuras tragedias sería, quizá, prohibir el oxígeno embotellado a no ser para uso médico de urgencia. Algún que otro insensato moriría tal vez tratando de lograr la cumbre sin oxígeno, pero un buen número de escaladores sin probada competencia se vería forzado a dar media vuelta por sus propias limitaciones físicas antes de llegar a altitudes problemáticas. Y una normativa antioxígeno tendría como derivación el reducir automáticamente los desechos y los atascos, pues muy pocas personas intentarían escalar el pico si supieran que no existe la opción del oxígeno adicional.
Pero el negocio de las agencias de guías carece de una reglamentación adecuada y está administrado por bizantinas burocracias tercermundistas totalmente incapaces de valorar la idoneidad de guías o clientes. Es más, los dos países que controlan el acceso al Everest —Nepal y China— son asombrosamente pobres. Ávidos de divisas fuertes, los gobiernos de ambos países tienen un interés particular en conceder tantos permisos de escalada como pueda respaldar el mercado, y no es probable que ninguno de los dos promulgue una legislación que limite sustancialmente sus ingresos.
Analizar los errores cometidos en el Everest es una empresa útil; sin duda evitaría algunas muertes. Pero creer que el hecho de diseccionar los trágicos acontecimientos de 1996 va a reducir el índice de mortalidad de manera sensible es ya una quimera. Las prisas por catalogar las innumerables meteduras de pata a fin de aprender de los errores no son sino una muestra de autoengaño. El que crea que Rob Hall murió por una serie de estúpidas equivocaciones y que sólo un tonto volvería a incurrir en ellas, que intente escalar el Everest y verá lo que es bueno.
De hecho, el sangriento balance de 1996 fue en muchos sentidos algo puramente redundante. Aunque en la temporada de primavera se produjo un número récord de víctimas, los doce muertos son apenas el 3 % de los 398 escaladores que subieron más arriba del campamento base (porcentaje ligeramente inferior al índice histórico de víctimas, situado en el 3,3 %). Se puede mirar de otro modo: entre 1921 y mayo de 1996 murieron 144 personas y el pico fue coronado unas 630 veces, lo que supone una proporción de uno a cuatro. La primavera de 1996, murieron 12 escaladores y 84 lograron la cima; una proporción de uno a siete. Comparado con estas cifras, 1996 fue un año más tranquilo que el término medio.
A decir verdad, escalar el Everest es una empresa extraordinariamente peligrosa y sin duda lo será siempre, tanto si los implicados son neófitos del Himalaya que escalan el pico con ayuda de guías como si son alpinistas de categoría mundial. Merece la pena destacar que antes de que la montaña se cobrara las vidas de Hall y Fischer, ya había borrado del mapa todo un ejército de alpinistas de élite, entre los que citaré a Peter Boardman, Joe Tasker, Marty Hoey, Jake Breitenbach, Mick Burke, Michel Parmentier, Roger Marshall, Ray Genet y George Leigh Mallory.
Del contingente que pagó por escalar el pico en 1996, estaba claro que muy pocos clientes (y entre ellos me incluyo) valoraban la gravedad de los riesgos potenciales —la fragilidad de la vida humana por encima de los 7.500 metros de altitud—. Los que sueñan con llegar a la cima del Everest deben tener presente que cuando las cosas van mal en la Zona de la Muerte —cosa que ocurre antes o después—, hasta los guías más fuertes pueden verse impotentes para salvar la vida de un cliente, e incluso, como demostraron los hechos en 1996, la propia. Cuatro de mis compañeros murieron no tanto porque el sistema de Rob Hall tuviera fallos —es más, no había otro mejor—, cuanto porque en el Everest cuando algo se viene abajo lo hace con creces.
Entre todos los razonamientos surgidos a posteriori, es fácil perder de vista el hecho de que escalar montañas nunca será una actividad segura, predecible ni sujeta a normas. La escalada mitifica el riesgo; las estrellas de este deporte han sido siempre aquellos que salieron indemnes después de jugarse el todo por el todo. El escalador, como especie, no se distingue precisamente por su prudencia. Y eso es aún más cierto en el caso del Everest: la historia demuestra que ante la posibilidad de conquistar el pico más alto del planeta, la gente pierde el sentido común con una rapidez asombrosa. «Lo que ocurrió en el Everest —advierte Tom Hornbein, treinta y tres años después de su ascensión por la arista Oeste—, seguro que volverá a ocurrir».
Para comprobar que se aprendió muy poco de los errores del 10 de mayo, sólo hay que echar un vistazo a lo que pasó en el Everest en las semanas inmediatamente posteriores a esa fecha.
El 17 de mayo, dos días después de que el grupo de Hall dejara el campamento base, un austriaco de nombre Reinhard Wlasich y un compañero húngaro ascendieron sin oxígeno por la vertiente tibetana hasta el campamento IV situado a 8.300 metros en la arista Noreste, donde ocuparon una tienda abandonada por la abortada expedición india. A la mañana siguiente, Wlasich dijo no encontrarse bien y perdió el conocimiento; un médico noruego que se encontraba casualmente allí le diagnosticó edemas pulmonar y cerebral. Aunque le administró oxígeno y medicamentos, Wlasich moría alrededor de medianoche.
Mientras tanto, en el lado de Nepal, la expedición de IMAX encabezada por David Breashears se reagrupaba para sopesar sus opciones. Los cinco millones y medio de dólares invertidos en el proyecto eran incentivo suficiente para permanecer en el Everest e intentar la conquista del pico. Con Breashears, Ed Viesturs y Robert Schauer, el equipo de IMAX era sin lugar a dudas el más competente de cuantos había ese año en la montaña. Y pese a haber regalado la mitad de sus reservas de oxígeno a los escaladores necesitados, lograron recuperar la mayor parte del oxígeno cedido con botellas procedentes de las expediciones que se marchaban.
Paula Barton Viesturs, la mujer de Ed, había estado junto a la radio en calidad de responsable del campamento base de IMAX cuando el desastre del 10 de mayo. Paula era amiga de Hall y de Fischer y había quedado muy afectada; daba por hecho que tras la devastadora tragedia el equipo de IMAX recogería sus cosas y volvería a casa. Pero entonces captó una conversación entre Breashears y otro cliente, en la que aquél afirmaba sin más que su grupo tenía intención de descansar un poco en el campamento base antes de intentar conquistar la cima.
«Después de lo que sucedió, no podía creer que quisieran subir allá arriba —confiesa Paula—. Cuando lo oí, me puse hecha una fiera». Se fue del campamento base y estuvo cinco días en Tengboche, hasta que se le pasó el enfado.
El miércoles 22 de mayo el equipo de IMAX llegaba al collado Sur con tiempo espléndido, y esa misma noche iniciaba el asalto a la cumbre. Ed Viesturs, que era el protagonista del documental, coronó a las 11:00 del jueves, sin emplear oxígeno
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Breashears llegó veinte minutos después seguido de Araceli Segarra, Robert Schauer y el sherpa Jamling Norgay (hijo del primer sherpa que llegó a la cima, llamado Tenzing Norgay, y noveno miembro de la saga Norgay que escalaba el monte). En conjunto, aquel día coronaron 16 alpinistas, incluidos Göran Kropp, el sueco que había ido en bicicleta de Estocolmo a Nepal, y el sherpa Ang Rita, que con ésta hacía su décima ascensión.
De subida, Viesturs había dejado atrás los cadáveres de Fischer y Hall. «Tanto Jean —la mujer de Fischer— como Jan —la mujer de Hall— me habían pedido que recuperase para ellos algunos efectos personales —dice tímidamente Viesturs—. Ya sabía que Scott llevaba el anillo de boda colgado del cuello y quise bajárselo a Jeannie, pero no fui capaz de tocar el cuerpo. Fue superior a mí». En vez de reunir recuerdos, Viesturs prefirió sentarse junto a Fischer en el descenso y estar unos minutos a solas con él. «Bueno, Scott, ¿cómo va eso? —le preguntó tristemente a su amigo—; pero ¿qué ha pasado, hombre?».
El viernes 24 de mayo, por la tarde, mientras los de IMAX se dirigían al campamento II, encontraron al resto del equipo surafricano —Ian Woodall, Cathy O'Dowd, Bruce Herrod y tres sherpas— en la Banda Amarilla; iban camino del collado Sur para intentar la fase final de la ascensión. «Bruce tenía buen aspecto, se le veía fuerte —recuerda Breashears—. Me estrechó la mano con auténtico brío, nos dio la enhorabuena y dijo que se encontraba en plena forma.
Una media hora más abajo venían Ian y Cathy, encorvados sobre sus piolets y pasando un verdadero calvario. Quise quedarme un rato con ellos. Sabía que apenas tenían experiencia, así que les dije: Tened mucho cuidado. Ya visteis lo que pasó arriba a primeros de mes. Llegar a la cima es la parte más fácil; lo duro es bajar».
Los surafricanos partieron hacia la cumbre aquella misma noche. O'Dowd y Woodall dejaron las tiendas a las 00:20; los sherpas Pemba Tendi, Ang Dorje y Jangbu les llevaban las botellas de oxígeno.
Parece que Herrod dejó el campamento con unos minutos de antelación, pero empezó a rezagarse cada vez más a medida que ascendían. El sábado 25 de mayo, a las 9:50, Woodall llamó a Patrick Conroy, el radiotelegrafista del campamento base, para informar de que ya se encontraba en la cima con Pemba y que O'Dowd llegaría en un cuarto de hora acompañada de Ang Dorje
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y Jangbu. Woodall añadió que Herrod, que no llevaba transmisor, estaba más abajo a una distancia desconocida.
Yo había hablado con Herrod en varias ocasiones. Era un tipo afable de treinta y siete años y fuerte como un oso. Aunque no tenía experiencia previa en grandes alturas, era un montañero competente que había pasado un año y medio en los hielos de la Antártida trabajando como geofísico (era de lejos el alpinista más completo de cuantos quedaban en la expedición surafricana). Desde 1988 había trabajado de firme para salir adelante como fotógrafo independiente, y esperaba que escalar el Everest diese a su carrera el empuje que necesitaba.
De hecho, cuando Woodall y O'Dowd llegaban a la cima, Herrod se encontraba mucho más abajo, afanándose él solo por la arista Sureste a un ritmo peligrosamente lento. Hacia las 12:30 se cruzó con Woodall, O'Dowd y los tres sherpas, que bajaban. Ang Dorje le entregó una radio y le explicó dónde le había dejado una botella de oxígeno. Herrod continuó solo hacia la cumbre. No la alcanzó hasta pasadas las 17:00, siete horas después que los demás, cuando Woodall y O'Dowd ya estaban en su tienda del collado Sur.
Casualmente, en el momento en que Herrod llamaba por radio al campamento base para decir que estaba en la cima, su novia, Sue Thompson, estaba llamando a Conroy vía satélite desde su casa en Londres. «Cuando Patrick me dijo que Bruce había coronado —recuerda Thompson—, yo exclamé: ¡Mierda! Es demasiado tarde para estar allá arriba; ¡son las cinco y cuarto! Esto no me gusta nada». Momentos después, Conroy pasó a Herrod la llamada de Sue Thompson. «Bruce me pareció bastante entero —prosigue ésta—. Era consciente de que había tardado mucho en llegar arriba, pero su voz sonaba todo lo normal que es posible a semejante altitud, aparte de que se había quitado la mascarilla para hablar. Ni siquiera me pareció que jadeara mucho».
Sin embargo, Herrod había necesitado 17 horas para ascender desde el collado Sur. Aunque apenas soplaba el viento, la parte alta del pico ya se encontraba envuelta en nubes, y la oscuridad se cernía rápidamente. A solas en el techo del mundo, muy fatigado, Herrod debía de hallarse casi sin oxígeno. «Que estuviera en la cumbre a aquellas horas, y solo, era una locura —dice su ex compañero de equipo, Andy de Klerk—. Sencillamente no me cabe en la cabeza».
Herrod había estado en el collado Sur entre la tarde del 9 de mayo y el 12 del mismo mes. Había conocido la ferocidad de aquella ventisca, oído los mensajes pidiendo ayuda, visto a Beck Weathers lisiado por horribles congelaciones. Durante su ascensión del 25 de mayo, tuvo que ver por fuerza el cadáver de Scott Fischer, y varias horas después tendría que pasar sobre las piernas inertes de Rob Hall al llegar a la cima Sur. Aparentemente, sin embargo, la visión de aquellos dos cuerpos no debió de afectar mucho a Bruce, pues pese a su lentitud y a lo avanzado de la hora insistió en seguir subiendo.