Mal de altura (34 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

BOOK: Mal de altura
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Después de la transmisión desde la cima a las 17:15 ya no hubo más noticias de Herrod. «Estuvimos esperándolo en el campamento IV con la radio abierta —explica O'Dowd en una entrevista que publicó el
Mail A Guardian
de Johannesburgo—. Estábamos cansadísimos y al final nos quedamos dormidos. Cuando desperté, hacia las cinco de la madrugada, y vi que Bruce no nos había llamado, supe que lo habíamos perdido».

Si Bruce Herrod había muerto, como todo parecía indicar, se había convertido en la duodécima víctima de aquella temporada.

SEATTLE
- 29 de noviembre de 1996 -
80 metros

Ahora sueño con la suave piel de las mujeres, con los trinos de los pájaros, el olor de la sierra que desmenuzo entre mis dedos y el verde intenso de las plantas que me aplico en cuidar. Quiero comprar unas tierras para llenarlas de venados y jabalíes y pájaros y álamos y sicomoros, y hacer un estanque al que acudirán los patos y del que al atardecer saltarán los peces para cazar insectos. Habrá senderos en este bosque y tú y yo nos perderemos en las suaves ondulaciones del terreno. Iremos hasta el borde del agua y nos tumbaremos en la hierba y habrá un pequeño rótulo, nada llamativo, que rezará ESTO ES EL MUNDO REAL, MUCHACHOS, Y TODOS ESTAMOS EN ÉL. B. RAVEN.

Charles Borden

Blood Orchid

Varias personas que estuvieron en el Everest aquel mes de mayo me han dicho que han encontrado la manera de superar la tragedia. A mediados de noviembre recibí una carta de Lou Kasischke en la que escribía:

Me llevó varios meses empezar a ver los aspectos positivos de la tragedia. Pero los hay. El Everest ha sido la peor experiencia de mi vida. Pero eso pasó. Ahora es ahora. Procuro centrarme en lo positivo. He aprendido cosas importantes sobre la vida, los demás y yo mismo. Creo que ahora tengo un punto de vista más claro sobre la vida. Hoy veo cosas que antes no veía.

Lou volvía de pasar un fin de semana en Dallas con Beck Weathers. Tras ser evacuado en helicóptero del Cwm Occidental, Beck había sufrido la amputación de medio brazo derecho, así como de todos los dedos de la mano izquierda. Le extirparon la nariz para reconstruirla con tejido de la oreja y la frente. Lou pensaba que visitar a Beck:

fue a la vez triste y glorioso. Es duro verlo en ese estado, la nariz, las cicatrices, la invalidez… Por si fuera poco, Beck todavía se pregunta si podrá volver a ejercer la medicina. En fin. Pero fue extraordinario ver cómo un hombre puede aceptar todo esto y prepararse para seguir adelante en la vida. Lo está superando. Saldrá victorioso. Beck sólo tuvo palabras agradables para todos. No se dedica a buscar culpables. Es posible que no compartas sus ideas políticas, pero habrías compartido mi orgullo al ver de qué modo se ha tomado las cosas. Algún día, todo esto tendrá para Beck un saldo positivo.

Me anima saber que Beck, Lou y otros son capaces de ver el lado positivo de la experiencia…, y me da envidia. Quizá cuando haya pasado más tiempo, también yo pueda apreciar el beneficio de tanto sufrimiento, pero por ahora me resulta imposible. En el momento de escribir estas líneas ha transcurrido medio año desde que volví de Nepal, y a lo largo de estos seis meses no ha pasado un solo día sin que el Everest monopolizara mis pensamientos durante dos o tres horas. Ni siquiera cuando duermo hallo respiro: las imágenes de la ascensión y sus secuelas siguen poblando mis sueños.

A raíz de la publicación de mi artículo en el número de septiembre de
Outside
, la revista recibió una avalancha de cartas al respecto. Gran parte de la correspondencia expresaba apoyo moral hacia quienes habíamos regresado, pero también abundaban las críticas mordaces. Por ejemplo, un abogado de Florida escribía:

Sólo puedo añadir que estoy de acuerdo con el señor Krakauer cuando dice: «Mi intervención —o la ausencia de ella— desempeñó un papel decisivo en la muerte de Andy Harris». Y lo mismo cuando afirma que «estaba a trescientos cincuenta metros de distancia, metido en la tienda, sin hacer absolutamente nada…» No sé cómo no se ha suicidado.

Algunas de las misivas más airadas —y cuya lectura fue verdaderamente inquietante— procedían de familiares de las víctimas. La hermana de Scott Fischer, Lisa Fischer-Luckenbach, escribió:

Dueño de la palabra escrita, ahora parece tener usted la extraña capacidad de saber con exactitud lo que había en la mente y en el corazón de todos los individuos que participaron en aquella expedición. Ahora que está usted en casa, sano y salvo, se dedica a juzgar las opiniones de los demás, a analizar sus intenciones, comportamientos, personalidades y motivaciones. Ha hablado de lo que deberían haber hecho los jefes, los sherpas, los clientes, y ha lanzando arrogantes acusaciones sobre sus pecados. Todo según Jon Krakauer, que en cuanto las cosas comenzaron a torcerse regresó a su tienda para ponerse a salvo sin preocuparse de nada más…

Fíjese en lo que pasa por creer que uno lo sabe todo. Su hipótesis de que lo sucedido a Andy Harris generó gran dolor entre sus amigos y familiares ha resultado ser falsa. Y ahora ha hecho quedar mal a Lopsang con los chismes que cuenta acerca de él. Lo que leo no es más que el frenético esfuerzo de su ego por buscarle un sentido a lo que pasó. Por más que analice, critique, juzgue o teorice, nunca encontrará esa paz que persigue. No hay respuestas. La culpa no es de nadie. No hubo fallos. Todo el mundo hizo lo que pudo, en el momento y en las circunstancias dadas.

Nadie quería hacer daño a nadie. Nadie quería morir.

Esta carta fue especialmente inquietante porque la recibí poco después de que Lopsang Jangbu hubiera engrosado la lista de víctimas. En agosto, tras la retirada del monzón de las cotas altas del Himalaya, Lopsang había vuelto al Everest para guiar a un cliente japonés por la ruta del collado Sur. El 25 de septiembre, mientras subían del campamento III al IV a fin de preparar el asalto a la cima, un alud de placa se abatió sobre Lopsang, otro sherpa y un escalador francés a la altura del Espolón de los Ginebrinos, y los despeñó por la cara del Lhotse. Lopsang dejaba en Katmandú una esposa joven y un bebé de dos meses.

Ha habido otras malas noticias. El 17 de mayo, tras un descanso de sólo dos días, Anatoli Boukreev escaló en solitario el pico del Lhotse. «Estoy cansado —me dijo—, pero lo hago por Scott». Continuando su reto de escalar los catorce ochomiles del planeta, en septiembre se trasladó a Tíbet y coronó el Cho Oyu y el Shisha Pangma (8.040 metros). Pero mediado el mes de noviembre, durante una visita a su casa en Kazajistán, el autobús en que viajaba sufrió un accidente. El conductor murió en el acto y Anatoli recibió varias heridas en la cabeza, incluso con el riesgo de perder un ojo.

El 14 de octubre de 1996, como parte de un foro de debate surafricano sobre el Everest, apareció en Internet el siguiente mensaje:

Soy un huérfano sherpa. Mi padre murió a finales de los años sesenta en la Cascada de Hielo del Khumbu mientras trabajaba de porteador para una expedición. Mi madre murió cerca de Pheriche, en 1970. Su corazón no pudo resistir el peso que acarreaba para otra expedición. Tras el fallecimiento, por causas diversas, de tres de mis hermanos, mi hermana y yo fuimos enviados a casas de adopción en Europa y Estados Unidos.

Jamás he vuelto a mi país porque creo que está maldito. Mis antepasados llegaron a la región de Solo-Khumbu huyendo de las tierras bajas. Allí encontraron un refugio a la sombra de Sagarmathaji, la diosa madre de la Tierra. A cambio, debían proteger de los intrusos el santuario de la diosa.

Pero mis paisanos hicieron lo que no debían. Facilitaron el camino a los forasteros y violaron hasta el último miembro del cuerpo de la diosa hollando su cima, graznando con aire triunfal, ensuciando y contaminando su seno. Algunos han tenido que entregar su vida en sacrificio, otros se escaparon por los pelos, u ofrecieron a cambio vidas ajenas…

Yo creo que incluso los sherpas son culpables de la tragedia que acaeció en la montaña en 1996. No me arrepiento de no haber vuelto, sé que la gente de la región está condenada, lo mismo que esos ricos y arrogantes intrusos que creen poder conquistar el mundo. Acordaos del Titanic. Parecía imposible, pero se hundió. ¿Y qué son unos necios mortales como Weathers, Pittman, Fisher, Lopsang, Tenzing, Messner, Bonington delante de la Diosa Madre? Por eso he jurado no regresar jamás a casa para participar en este sacrilegio.

El Everest parece haber emponzoñado muchas vidas. La esposa de una de las víctimas fue ingresada por depresión. La última vez que hablé con uno de mis compañeros, supe que su vida se había convertido en un infierno. Me dijo que la tensión originada por los efectos secundarios de la expedición amenazaba con romper su matrimonio. No podía concentrarse en su trabajo, afirmó, y había sido objeto de insultos y pullas por parte de desconocidos.

De regreso en Manhattan, Sandy Pittman descubrió que se había convertido en el pararrayos de buena parte de las críticas suscitadas por lo ocurrido en el Everest. La revista
Vanity Fair
publicó un mordaz artículo sobre ella en el número de agosto de 1996. Las cámaras del programa sensacionalista
Hard Copy
asediaron su apartamento. El escritor Christopher Buckley se valió de las tribulaciones de Pittman en la montaña para rematar un chiste en la contraportada del
New Yorker
. En otoño, las cosas habían llegado a tal extremo que Pittman le confesó a una amiga que su hijo, alumno de una escuela de élite, estaba siendo sometido a burlas y excluido por sus compañeros de clase. La intensidad de la indignación colectiva por lo ocurrido —y el hecho de que buena parte de la misma la tuviera a ella como blanco— pilló a Pittman totalmente por sorpresa.

En cuanto a Neal Beidleman, que contribuyó a salvar la vida de cinco clientes guiándolos montaña abajo, no ha conseguido librarse del acoso de una muerte que no pudo evitar, la de una clienta que no era de su equipo y que, por lo tanto, no estaba oficialmente bajo su responsabilidad.

Charlé con Beidleman después de que ambos nos hubiéramos aclimatado de nuevo a nuestros respectivos lugares de residencia. Neal recordaba lo que hubo de pasar en el collado Sur, luchando contra el viento e intentando hacer todo lo posible para que nadie perdiera la vida. «En cuanto el cielo se despejó un poco y pudimos tener una idea de dónde estaban las tiendas —explicaba—, me dije que era mejor largarse cuanto antes porque aquello tal vez no duraría mucho. Grité a todo el mundo que se pusiera en movimiento, pero estaba claro que algunos ya no tenían fuerzas para andar o aun para tenerse en pie.

»La gente lloraba. “¡No quiero morir aquí!”, gritó alguien. No había vuelta de hoja: era ahora o nunca. Traté de poner en pie a Yasuko. Se me agarró del brazo, pero estaba tan débil que no podía ni estirar las piernas. Empecé a andar y la arrastré dos o tres pasos, pero entonces ella se soltó y cayó al suelo. Tuve que seguir adelante. Era necesario que uno de nosotros llegara a las tiendas en busca de ayuda, de lo contrario todos moriríamos».

Beidleman hizo una pausa. «Pero no puedo quitarme a Yasuko de la cabeza —añadió—. Era tan menuda… Todavía noto sus dedos resbalando por mi brazo, soltándose por completo. Ni siquiera me volví para mirarla».

NOTA DEL AUTOR

El artículo publicado en
Outside
irritó a varias de las personas aludidas e hirió la sensibilidad de amigos y parientes de algunas víctimas. Lo lamento sinceramente; no me proponía hacer daño a nadie. Mi intención en aquel artículo, y todavía más en este libro, era contar lo que ocurrió en el Everest con la máxima precisión y honestidad posibles, y hacerlo de manera respetuosa. Creo firmemente que alguien tenía que contar la historia. Es obvio que no todo el mundo opina lo mismo, y quiero disculparme ante quienes se sintieron heridos por mis palabras.

Por añadidura, deseo expresar mi profunda condolencia a Fiona McPherson, Ron Harris, Mary Harris, David Harris, Jan Arnold, Sarah Arnold, Eddie Hall, Millie Hall, Jaime Hansen, Angie Hansen, Bud Hansen, Tom Hansen, Steve Hansen, Diane Hansen, Karen Marie Rochel, Kenichi Namba, Jean Price, Andy Fischer-Price, Katie Rose Fischer-Price, Gene Fischer, Shirley Fischer, Lisa Fischer-Luckenbach, Rhonda Fischer Salerno, Sue Thompson y Ngawang Sya Kya.

En la confección de este libro recibí la inapreciable ayuda de muchas personas, pero Linda Mariam Moore y David S. Roberts merecen una mención especial. No sólo por su experto asesoramiento, crucial para esta obra, sino por el apoyo y el ánimo sin los cuales yo no habría intentado la dudosa aventura de escribir para ganarme la vida, ni seguir con ello andando el tiempo.

En el Everest me beneficié de la camaradería de Caroline Mackenzie, Helen Wilton, Mike Groom, Ang Dorje, Lhakpa Chhiri, Chhongba, Ang Tshering, Kami, Tenzing, Arita, Chuldum, Ngawang Norbu, Pemba, Tendi, Beck Weathers, Stuart Ilutchison, Frank Fischheck, Lou Kasischke, John Taske, Guy Cotter, Nancy Ilutchison, Susan Allen, Anatoli Boukreev, Neal Beidleman, Jane Bromet, Ingrid Ilunt, Ngima Kale, Sandy Ilill Pittman, Charlotee Fox, Tim Madsen, Pete Schoening, Klev Schoening, Lene Gammelgaard, Martin Adams, Dale Kruse, David Breashears, Robert Schauer, Ed Viesturs, Paula Viesturs, Liz Cohen, Araceli Segarra, Sumiyo Tsuzuki, Laura Ziemer, Jim Litch, Peter Athans, Todd Burleson, Scott Darsney, Brent Bishop, Andy de Klerk, Ed February, Cathy O'Dowd, Deshun Deysel, Alexandrine Gaudin, Philip Woodall, Makalu Gau, Ken Kamler, Charles Corfield, Becky Johnston, Jim Williams, Mal Duff, Mike Trueman, Michael Burns, Henrik Jessen Hansen, Veikka Gustafsson, Henry Todd, Mark Pfetzer, Ray Door, Göran Kropp, Dave Hiddleston, Chris Jillet, Dan Mazur, Jonathan Pratt y Chantal Mauduit.

Estoy en deuda con David Rosenthal y Ruth Fecych, mis incomparables editores de Villard Books/Random House. Gracias también a Adam Rothberg, Annik LaFarge, Dan Rembert, Diana Frost, Kirsten Raymond, Jennifer Webb, Melissa Milsten, Dennis Ambrose, Bonnie Thompson, Brian McLendon, Beth Thomas, Caroline Cunningham, Dianne Russell, Katie Mehan y Suzanne Wickham. Randy Rackliff es el autor de las extraordinarias xilografías.

Este libro partió de un encargo de la revista
Outside
. Debo un especial agradecimiento a Mark Bryant, que viene editando mis cosas con gran inteligencia y sensibilidad desde hace ya quince años; y a Larry Burke, que publica mis trabajos desde hace aún más tiempo. Contribuyeron también al artículo sobre el Everest: Brad Wetzler, John Alderman, Katie Arnold, John Tayman, Sue Casey, Greg Cliburn, Hampton Sides, Amanda Stuermer, Lorien Warner, Sue Smith, Cricket Lengyel, Lolly Merrell, Stephanie Gregory, Laura Hohnhold, Adam Horowitz, John Galvin, Adam Hicks, Elizabeth Rand, Chris Czmyrid, Scott Parmalee, Kim Gattone y Scott Mathews.

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