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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (51 page)

BOOK: Malditos
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—Pero eso no es lo importante. Automedonte esperó a que Helena finalizara su tarea en el Submundo para capturarla. Tántalo jamás osaría actuar en contra de Helena antes de eso.

—Pero ¿por qué raptarla ahora? Tántalo ha oído hablar de mí y seguramente también de las docenas de granujas que habitan el mundo. A menos que nos mate a todos, no conseguirá Atlantis. ¿Crees que su intención es empezar con Helena?

El mundo entero se detuvo durante un instante, mientras Lucas pensaba acerca de ello. ¿Y si Helena ya estaba muerta? ¿Era posible que la mitad de su corazón se marchitara sin él darse cuenta? El joven metió la mano en el bolsillo y palpó el último óbolo de amapola que quedaba en el mundo, y lo frotó con el pulgar y el índice. Ya sabía qué haría si Helena perecía.

—No lo sé —susurró, olvidándose de esa opción por el momento. Miró a Orión con intensidad y continuó—: Tienes razón. No tiene mucho sentido que Tántalo haya decidido secuestrarla ahora, pero recuerda que no es el único que dirige esta orquesta. El nuevo amo y señor de Automedonte también quería apartar a las furias del camino antes de dar la orden de cazar a Helena. Si dejamos a un lado la razón de por qué Automedonte ha esperado tanto, solo se me ocurre un lugar donde alguien pueda mantener a Helena prisionera.

—Un portal permanente. Mi portal es el más próximo a la isla; además, esta noche alguien me siguió —dijo Orión con arrepentimiento. Se hubiera dado de cabezazos contra la pared. Empezó a avanzar en dirección oeste y preguntó—: ¿Prefieres esperar aquí a tu familia mientras yo voy hacia allí?

Lucas le dedicó una sonrisita de suficiencia, sin molestarse siquiera en responder a su pregunta.

Lo más inteligente y prudente era contactar con su primo Héctor para enfrentarse al esbirro, para ser tres contra uno, pero Lucas no pensaba perder un instante más, así que salió corriendo tras Orión y, un segundo después, alcanzaron la orilla de la isla.

—¡Oh, Dios mío, Matt! Tienes que venir aquí —dijo Zach con voz ronca, al otro lado del teléfono. Le costaba respirar y no dejaba de rozar la mejilla con el altavoz, como si estuviera corriendo o caminando muy rápido—. ¡Tiene a Helena y va a hacerle daño!

—Espera. ¿Dónde es «aquí»? —interrumpió Matt.

Hizo una serie de aspavientos con el brazo para llamar la atención de Héctor, Palas y Cástor, de hecho, de todos los que, por casualidad, estaban merodeando por la cocina de Noel, tratando de averiguar dónde podría haber llevado Automedonte a Helena. Zach seguía hablando, escupiendo las palabras sin pensar.

—Se suponía que yo tenía que llamar a Lucas y a ese tal Orión —balbuceó—. Se supone que ahora mismo me estoy encargando de eso, tal y como él espera, y pienso hacerlo, porque, si no, me matará, pero sé que ese es su plan, así que no puedo seguir todas sus instrucciones, ¿verdad?

Imaginé que si te lo contaba quizá se nos ocurriría algo.

—¡Para el carro! ¿A qué te refieres con su «plan»?

—¡Su plan de iniciar la guerra! ¡Los necesita a los tres para llevarlo a cabo!

Capítulo 17

A Helena le ardían las mejillas.

Pero el resto de su cuerpo estaba sumido en un frio helador. Por fin empezaba a recuperarse, dejando atrás aquella negrura absoluta para volver a un estado consciente. Tenía muchísimo frío, y algo que había muy cerca desprendía un olor asqueroso, como a óxido y putrefacción.

—¡Ya está aquí, ha venido a jugar! ¡Faltan dos por llegar! ¡Después, las bombas! —canturreó una voz aduladora entre risas—. Linda, linda diosecilla.

Ares.

Helena se quedó muy quieta, esforzándose por no ponerse a gritar como una loca. Necesitaba pensar. Lo último que recordaba era el rostro de Automedonte, un pinchazo en el cuello y la sensación de un dolor líquido recorriéndole todo el cuerpo, hasta que, de repente, su mente se apagó en un impulso de autodefensa.

—Te estoy viendo, mi linda mascotilla —dijo Ares, esta vez sin reírse—. No puedes esconderte tras tus párpados. Ven. Abre los ojos. Déjame ver los ojos de tu padre.

Percibió un ápice de creciente ira en su voz y, al mismo tiempo, notó una amenaza. Ares se acercaba peligrosamente a ella. Le había puesto en evidencia y abrió los ojos aterrorizada. Se soltó de su gravedad para huir volando, pero no funcionó y de inmediato adivinó por qué. Incluso la atmósfera estaba saturada de cristales de hielo. El frío era tan insoportable que agudizaba los sentidos hasta su límite, hasta retorcerlos e invertirlos, hasta que el hielo ardía como el fuego.

Bajo la luz parpadeante del brasero de bronce, Helena pudo apreciar que Ares la tenía atada con unas cuerdas y clavada con estacas en la entrada de un portal. Miró a su alrededor, desesperada. En el fondo de su corazón, sabía que se encontraba en una cárcel perfecta. En el Submundo, podía distanciarse de Ares con tan solo pronunciar una seria de palabras. En el mundo real, al menos podía enfrentarse en una peligrosa pelea y, quizás, huir. Pero en un portal, cuando no estaba ni allí ni aquí, Helena no era más que una adolescente, atada y a merced de un maníaco. Todo aquello estaba planeado, sin duda. Y muy probablemente lo habían tramado desde hacía muchos años.

—¡Lágrimas! ¡Me encantan las lágrimas! —dijo Ares con entusiasmo, como si estuviera hablando con un par de cachorrillos—. Mira cómo llora la linda diosecilla… ¡Pero sigue siendo bonita! Cambiemos eso.

Ares le asestó un tortazo en la boca. Helena notó que algo se partía.

Respiró profundamente. El momento había llegado. Le escupió mirándole a los ojos, sin derramar una lágrima más. Ahora que el proceso había empezado, sabía que no tardaría mucho en acabar y, en cierto modo, lo prefería antes que estar esperando el momento. Al menos si Ares la torturaba, no se ocuparía de entretener al espíritu de su padre, despistándole por las tierras del Submundo. Este no era el resultado que esperaba obtener al cerrarlos ojos para seguir la pista de su padre en el Infierno, pero era mejor que nada. Alzó la mirada hacia el dios y asintió con la cabeza, preparada para recibir todos los golpes, pero al menos su padre estaba a salvo.

Ares volvió a golpearle en la cara y después se puso en pie para patearle el estómago. Se quedó sin aire en los pulmones y dejó escapar un extraño rebuzno, como si fuera un asno. El dios siguió asestándole más y más patadas. Si Helena trataba de esquivar los golpes, retorciéndose hacia un lado o dándole la espalda, Ares la pisoteaba con fuerza. Le partió el antebrazo, y ella intentó alzar la pierna para protegerse el costado, pero eso solo sirvió para provocar un ataque aún más violento. Cuando dejó de eludir los golpes, el dios desistió.

Helena dio varias vueltas en el suelo, tratando de encontrar una postura que le posibilitara respirar con la mitad de las costillas rotas y las manos atadas a la espalda. Resollando y retorciéndose de dolor, por fin descubrió que apoyarse sobre las rodillas y con la cabeza inclinada sobre el gélido hielo que cubría el suelo era la mejor opción. El ruido áspero y asfixiante que emitía cada vez que inspiraba aire con uno de sus pulmones perforados sonaba como una carcajada.

—Divertido, ¿verdad? —chilló Ares antes de ponerse a dar brincos en círculo—. Pero no debería haberte pateado en la tripa, porque ahora no puedes gritar. Y eso es justo lo que necesitamos, ¿verdad? ¡Qué bobo soy!

Bueno, podemos esperar un poquito antes de volver a jugar.

El dios se arrodilló junto a ella y pasó los dedos por su larga cabellera.

Sintió un escalofrió por la nuca cuando Ares cogió un mechón de cabello.

«En cualquier momento lo arrancará. Relájate y no te opongas. Así será más sencillo», se dijo.

—Estás demasiado callada —suspiró Ares mientras empezaba a hacer una trenza del mechón de pelo—. Y eso es un problema. ¿Cómo van a encontrarte los otros herederos si no gritas como una condenada? Se supone que debes chillar: «¡Sálvame Lucas! ¡Oh, sálvame, Orión!».

Durante unos instantes imitó el registro soprano de una damisela en apuros, pero de inmediato volvió a utilizar su voz habitual.

—Justo así. Venga. Inténtalo.

Helena sacudió la cabeza. Ares se inclinó sobre ella, acercando los labios al cuello encogido de la joven. Soltó su aliento nauseabundo y putrefacto por el cuero cabelludo de Helena. Incluso en el frío del portal, la peste a muerte y descomposición de Ares seguía abrumándola.

—Grita —ordenó en voz baja. Ares ya no sonaba como un chiflado. Por primera vez, había dejado a un lado su melódica y santurrona forma de hablar. Parecía una persona cuerda, lo cual le convertía en un ser mucho más aterrador—. Llámalos para que vengan a salvar tu vida. Llámalos, Helena, o te mataré.

—Les estás tendiendo una trampa —farfulló la chica entre jadeos—. No pienso morder el anzuelo.

—¿Cómo puedo atraparlos? En este lugar soy tan vulnerable como un mortal. Sería un dos contra uno —respondió con lógica—. Puede incluso que me ganen.

No estaba mintiendo. Los puñetazos y las patadas de Ares habían dolido muchísimo, pero no había una fuerza divina tras esos golpes. Echó un fugaz vistazo a los nudillos de su mano izquierda, la que había utilizado para darle la paliza, y distinguió la sangre dorada, el néctar de los dioses manando de los rasguños de su puño. Le hizo sonreír saber que, a pesar de haber perdido varios dientes y la visión de su ojo derecho, Ares también se había roto la mano en el proceso.

—Llámalos —rogó, como si todo fuera por el propio bien de la joven—. ¿Por qué no gritas, diosecilla rota? Desean salvarte.

Helena sabía que tenía razón. Lucas y Orión estaban buscándola, y ninguno de los dos necesitaba su fuerza de vástago para enfrentarse y vencer a Ares. Eran dos tipos fuertes. Ella, en cambio, era una adolescente delgaducha, agotada, maniatada y envenenada por un esbirro, incapaz de encararse a un descomunal dios que le doblaba el tamaño. Lucas y Orión eran guerreros por naturaleza. Quizá debía dejar que fueran ellos los que se encargaran de las peleas cuerpo a cuerpo. De hecho, lo disfrutaban.

No muy lejos, oyó a Orión llamar a Lucas, guiándole por el laberinto de cuevas.

—¿Lo estás oyendo, Helena? Tu salvación está muy muy cerca.

Ares apretó los dedos alrededor de la trenza de pelo y tiró con fuerza, hasta arrancarle todo el mechón, rasgando así el cuero cabelludo de Helena. La joven no pudo reprimir un chillido agudo, pero se las arregló para mantener el volumen al mismo nivel de un susurro. No gritaría por nada del mundo. Ares cogió otro mechón, esta vez más grande, que ocupaba la parte inferior de la cabeza y, por lo tanto, cubría una piel mucho más sensible.

Por el único ojo que veía, Helena advirtió que un hilo de sangre procedente de la nuca le recorría todo el cuello, hasta alcanzarle la barbilla, tiñendo la capa de hielo a su paso. Las gotas de sangre habían creado un pequeño charco, brillante y vibrante, que la tela de la camisa de Helena absorbía como si estuviera muerta de sed.

—No van a encontrarte como por arte de magia, si eso es lo que crees. Hay docenas de portales en estas cuevas. Orión conoce la mayoría de ellos, pero aun así, podrían tardar toda una noche en dar con el adecuado —explicó Ares, como si estuviera hartándose del jueguecito—. Llámalos ahora y conservaras la piel que te queda.

Mirando fijamente el charco de su propia sangre, Helena vislumbró dos ejércitos. Los vio avanzar con un brillante destello de metal sobre metal.

Avistó una bahía de aguas azul celes que, en un principio, parecía estar contaminada con la porquería de un cerco, pero luego esas mismas aguas cristalinas se tornaban turbias y las cenizas de cuerpos incinerados las obstruían. Al fin, distinguió la figura de Lucas, que yacía sin vida en una habitación en llamas.

«Eso fue lo que ocurrió la última vez que permití que otros lucharan por mí.»

—No los llamaré —murmuró Helena, derramando lágrimas ardientes—. Antes preferiría morir.

—¿Quieres tanto a Orión y a Lucas que estás dispuesta a morir por ellos? ¿Por los dos? —preguntó Ares en voz baja. El dios la empujó hacia un lado para mirar su rostro destrozado.

Helena trató de enfocar con el único ojo bueno y le respondió sin vacilar.

—Sí. Los quiero, a los dos. Y moriría por ambos.

Ares se quedó mudo. Al ver que retorcía los músculos de la cara, Helena asumió que estaba pensando en qué más decir. Pero entonces el dios se echó a reír a carcajada limpia.

—¡Uno menos! ¡Solo quedan dos! —exclamó Ares como si no diera crédito a su nuevo descubrimiento—. ¡Automedonte tenía razón! Tan dispuesta a morir desangrada… Y no solo tú. Lo que verdaderamente me asombra es que él dice que tus dos nobles defensores también darían su vida por ti. ¿Y sabes lo que eso significa diosecilla rota? ¿Sabes qué pasaría si mezclo toda esta sangre que tanto tú como los otros dos herederos estáis dispuestos a derramar para salvar vuestras vidas? Cuatro castas, convenientemente unidas en tres cariñosos, valientes y, gracias a Zeus, «cándidos» herederos.

La mente de Helena iba a mil por hora. Forcejeó hasta ponerse de rodillas y clavó la mirada en el charco de sangre, que ya se había helado sobre el suelo. Pensó acerca de qué tipo de condiciones especiales se habían dado para lograr que su cuerpo, que solía ser inmune, sangrara. Reflexionó sobre el camino que Ares habría tenido que recorrer para hacerla llegar hasta allí. Y entonces empezó a darle vueltas a todo lo que tenía que haber sucedido para conseguir que Lucas y Orión trabajaran codo con codo, cuando unas pocas horas antes, no habrían soportado estar siquiera en la misma habitación por culpa de las furias. Solo existía un motivo que los pudiera unir, una única razón por la que tanto Lucas como Orión estarían dispuestos a luchar, sangrar y morir: ella. Y la propia Helena ya había sangrado y había prometido sobre esa sangre que haría lo mismo por los dos vástagos.

—Hermanos de sangre. Seremos hermanos de sangre —musitó con el labio roto—. Las cuatro castas se unirán.

—Y nosotros, los dioses, seremos libres. Saldremos de nuestra cárcel del Olimpo —dijo Ares con solemnidad—. ¡Llevo esperando este momento tres mil quinientos años! —exclamó. Pero su discurso se detuvo de repente, como si la garganta se le hubiera cerrado.

—No. No permitiré que eso suceda —tartamudeó ella, incapaz de aceptarlo.

—¿Y sabes, para mí, que es lo más apetitoso de todo esto? Además de la parte en que puedo torturarte, por supuesto —continuó, ignorando por completo la débil amenaza de Helena—. Una vez más, ¡todo es por el amor de Helena! Jamás imagine que no una, sino dos guerras mundiales se hubieran desencadenado por el amor de una mujer. Pensaría en el dinero, claro. O en propiedades, desde luego. Se han librado miles de guerras por dinero y propiedades, pero ¿por amor? Y, sin embargo, aquí estamos.

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