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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (49 page)

BOOK: Malditos
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—Jasón y Ariadna son muy poderosos, Helena —murmuró Lucas—. Lucharán por la vida de tu padre. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí —acordó Helena de forma distraída, sin dejar de caminar—. Y si no consiguen salvarle, te juro que bajaré allí y…

—No lo digas, Helena —interrumpió rápidamente Orión—. Puede que seas la Descendiente, pero Hades sigue siendo el señor de los muertos.

¿Recuerdas qué ocurrió cuando prometiste liberar a Perséfone? ¿Con qué facilidad se deshizo de ti? Ni se te ocurra intentar robarle algo.

—No le permitiré que me arrebate a mi padre —prometió. De repente, se quedó inmóvil, observando a Orión, retándole con la mirada—. Pondré el Submundo patas arriba y lo sacudiré hasta que suelte a Jerry si hace falta, pero no me arrebatará a mi padre.

—Helena —musitó Lucas, con expresión temerosa—, ningún mortal puede engañarle ni vencerle. Por favor, escucha…

—¿Luke?

La voz procedía del otro extremo del jardín, donde reinaba la oscuridad.

Lucas se dio media vuelta y vislumbró a Héctor, que se acercaba a zancadas por el jardín. De inmediato olvidó el consejo que estaba a punto de ofrecer a Helena. Héctor se detuvo para mantener una distancia prudente con su primo, y ambos se observaron con tensión, a la espera de que las furias hicieran su estelar aparición, pero no había rastro de ellas.

—Hijo de puta —susurró Lucas, demasiado aturdido como para reaccionar. Miró a Helena, atónito y añadió—: Realmente lo has conseguido.

Los dos primos se acercaron y se fundieron en un emocionado abrazo mientras se pedían mil disculpas por todo lo sucedido. Helena contemplaba a Lucas y a Héctor, y notó la mirada de Orión clavada en su nuca. Le miró de reojo y se dio cuenta de que la estaba observando con preocupación.

—¡Princesa! —chilló Héctor, apartándose de Lucas para estrechar a Helena entre sus brazos—. Sabía que lo conseguirías.

—He contado con mucha ayuda —confesó ella entre risas mientras Héctor la apretujaba aún más.

—Eso he oído —contestó el chico antes de dejarla en el suelo para saludar a Orión. Le dio el típico abrazo de oso, le hizo crujir todos los huesos de la espalda y después volvió a dirigirse a Lucas—. ¿Dónde está el resto de la familia?

—La mayoría está en casa, pero hace menos de una hora vi a nuestros padres enfrentándose a Eris entre los disturbios. Me dio la impresión de que la tenían acorralada, pero no estoy seguro de que alguien estuviera encargándose de Terror. Podría seguir campando a sus anchas por la ciudad —informó Lucas con la precisión de un soldado.

—Ojalá supiera por qué estos dioses de segunda categoría están merodeando por la Tierra después de tantas décadas de silencio —dijo Héctor mordiéndose el labio.

En cuanto Helena y Héctor intercambiaron una mirada, la joven entendió la indirecta y dejó caer los hombros, frustrada. ¿Por qué siempre todo tenía que ser culpa suya?

—Esperad. ¿Dónde más se han dejado ver? —preguntó Orión, que miró a Lucas con confusión.

Héctor les explicó a Orión y a Lucas que Tánatos había irrumpido en el Cónclave, en Nueva York, y que Automedonte seguramente había roto su contrato con Tántalo.

—¿Dónde está Dafne? —quiso saber Orión, preocupado por ella.

—La última vez que la vi estaba electrocutando a la Huesuda. ¿Por qué? ¿Acaso quieres iniciar una guerra de forma unilateral? —le preguntó Héctor con una sonrisa maléfica.

—Huy, sí —replicó Orión de inmediato con otra sonrisa de oreja a oreja.

A Helena le daba la sensación de que tanto Héctor como Orión tenían ganas de enfrentarse con los pequeños dioses. Quizá demasiadas ganas.

Tuvo que sacudir la cabeza para hacer desaparecer unos recuerdos que, sin duda, no eran propios. Por alguna razón que no lograba entender, no dejaba de imaginar a Orión y a Héctor vestidos con una armadura de guerra. Cuando Héctor se volvió para incluir a Lucas, su
déjà vu
se volvió más perturbador. Durante un segundo, vislumbró a Lucas con una especie de toga.

—Esperad, chicos. El padre de Helena está herido, y la idea de que ella esté en medio del caos con Automedonte por ahí suelto no me gusta —intercedió Lucas antes de salir escopeteados. Al ver su expresión, el joven le guiñó el ojo y le dijo—: Eh, Helena, ¿estás bien?

—Sí —respondió ella tras salir de su ensoñación, frotándose las sienes—. Estoy tan cansada que creo que empiezo a sufrir visiones.

«Como un palacio de mármol iluminado por antorchas; con todos los presentes engalanados con ropaje de cuero y bronce.»

—Entonces ve con tu padre —le ordenó Héctor—. En mi humilde opinión, creo que podrías ocuparte del esbirro y vencerle, pero qué más da. Quédate a salvo. Nosotros tres nos encargamos de todo esto sin ti.

—No, debería echaros una mano.

—Vete —insistió Orión poniendo los ojos en blanco—. Si nos metemos en algún lío, ya vendrás a salvarnos con tus rayos todopoderosos, ¿de acuerdo?

—¿Estáis seguros? —preguntó con una sonrisa de agradecimiento. Antes de que uno de los jóvenes pudiera responder, Helena ya estaba en el aire.

—De veras, es alucinante —suspiró Orión.

El muchacho no podía dejar de mirar maravillado a Helena, que planeaba justo sobre él. De forma impulsiva, alargó la mano y acarició la pantorrilla de Helena con los dedos. Ella intentó tragarse el nudo que tenía en la garganta y desvió la mirada hacia Lucas, quien parecía estar mirando a otro lado. Orión siguió la mirada de Helena y, al darse cuenta de lo que estaba haciendo, dejó caer la mano.

—Vete de aquí, princesa —dijo Héctor con complicidad, consciente de aquella situación tan incómoda—. Ve a cuidar a Jerry.

Helena no pudo evitar mirar a Lucas por el rabillo del ojo y articular las palabras «ten cuidado» cuando Héctor y Orión se giraron para encaminarse hacia el centro del pueblo.

—Tú también —musitó.

Sentía el aleteo de varias mariposas en la boca de su estómago por la íntima caricia de Orión, pero ahora el número había aumentado hasta 747.

Lucas se dio media vuelta y salió disparado para alanzar a Héctor y Orión, dejando a Helena colgada en el aire y sin aliento. Mientras observaba al trío de vástagos alejarse por la calle, no sabía a quién seguir con la mirada, si a Lucas o a Orión. Su atención estaba tan dividida que le daba la sensación de estar mirando un partido de tenis.

Turbada y confundida, Helena voló hasta Siasconset, aterrizó en el jardín trasero de la familia Delos y trató de centrar toda su atención en su padre.

Corrió hacia la casa y se dirigió directamente hacia la matriarca, Noel, que estaba en la cocina preparando un banquete para la cena.

—¡Helena! —exclamó sin apenas echar un vistazo a la olla de casi setenta litros de capacidad que estaba removiendo—. Baja las escaleras y ve al sótano, que está pasando el gimnasio, por favor. Allí encontrarás tres congeladores. Abre el más pequeño y saca un enorme asado que hay ahí.

¡Date prisa, va! Estarán muertos de hambre.

—El más pequeño. Enorme asado. Lo pillo —respondió Helena antes de salir como un rayo.

Ni se molestó en intentar llevarle la contraria. Pese a no haber pasado muchos meses conviviendo con la familia Delos, era plenamente consciente de que cuando estaba en la cocina de Noel debía acatar todo lo que le dijeran. Regresó medio segundo más tarde y dejó el asado congelado del tamaño de un buey sobre el fregadero que Noel le estaba señalando.

—Están ocupándose de Jerry en la habitación de invitados donde solemos acomodarte a ti —informó la madre de Lucas, que al fin se volvió hacia Helena con una mirada de compasión—. No hagas mucho ruido. Si los mellizos están durmiendo, no los despiertes. Podrías causarles graves secuelas.

—De acuerdo. Gracias.

En mitad del pasillo, empezó a arrastrar los pies y a retorcer las manos, sin saber qué hacer. En teoría, solo tenía que dirigirse a la primera planta y entrar en la habitación donde estaba su padre. Pero no quería verle herido.

Al ver el ataque de nervios que estaba sufriendo Helena, Noel abrió los ojos de par en par y de inmediato dejó la cuchara de madera, algo chamuscada por el uso; se secó las manos en el delantal y la envolvió con un suave abrazo. Al principio la chica estaba algo rígida, pero enseguida se dejó llevar y disfrutó de aquel gesto tan emotivo. Noel olía a masa de pan y polvos de talco para bebés. No conseguía recordar a nadie tan esponjoso, tan reconfortante, excepto Kate. Era como estar abrazando a una magdalena recién salida del horno.

—¿Mejor? —preguntó Noel echándose hacia atrás para poder ver bien a Helena—. Pareces agotada. ¿Has vuelto a dejar de soñar?

—No, puedo soñar —contestó la chica. No pudo reprimir una risa floja cuando Noel le estiró el vestido de hada, sucio y hecho jirones. Se preguntaba cómo era posible que Noel se hubiera enterado de su pequeño problema con los sueños—. Pero ha sido un día muy muy largo.

—Ya lo sé, cielo. Y has trabajado mucho —murmuró Noel. Cogió la cara de Helena entre sus manos y la miró con intensidad, mostrándole así agradecimiento y añadió—: Gracias por devolvernos a Héctor.

Noel la besó en la frente y ese gesto le recordó a Lucas, lo cual, a su vez, le recordó que…

—Espera. ¿Cómo te has enterado de eso? Ha ocurrido hace, no sé, cinco minutos.

—Los chicos me llaman en cuanto tienen una noticia, ya sea buenísima, ya sea malísima. Aunque no son tan cumplidores cuando se trata de una noticia simplemente buena o mala —respondió con una amplia sonrisa—. Ya lo comprobarás por ti misma algún día.

Y entonces regresó a la encimera, cogió un cuchillo gigante y empezó a cortar algo a dados, casi con violencia, como si estuviera enfadada, y arrojó los lastimados pedazos en la olla.

Helena rodeó a Noel con los brazos y le robó un rápido abrazo, un guiño que sorprendió a ambas. La mujer plantó un beso sobre la cabeza de Helena de forma distraída y le acarició el pelo sin dejar de menear el cocido, como si estuviera acostumbrada a aquellas muestras de afecto inesperadas. Un poco más tranquila, la chica se sintió preparada para subir las escaleras y ver a su padre.

Automedonte abandonó a su maestro en aquel mundo extraño que separaba los dos universos, en el fondo de la cueva, e invocó a su esclavo.

El mortal no estaba acostumbrado a su nueva vida de servidumbre, pero, afortunadamente para él, era bastante inteligente y cometía pocos errores.

En cuanto le dio instrucciones y se aseguró de que el muchacho tenía las provisiones acordadas, regresó corriendo a Nantucket, sin saber a ciencia cierta si la maldición de las furias se había roto por fin o no. Estaba deseando aprovechar su oportunidad y seguir adelante con el plan, pero tardó treinta y ocho minutos exactos en regresar y localizar al Rostro.

Al principio, la buscó en su casa, pero lo único que encontró fue su aroma danzando en el jardín. A juzgar por su afinado olfato, no había estado a solas. De hecho, podía notar la presencia del paria, lo cual significaba que Héctor había estado con ella. Tras un fugaz vistazo al jardín, intuyó que no se había producido confrontación alguna, así que las furias no se habían asomado por allí. Solo cabía una explicación a todo aquello.

¡La Descendiente lo había logrado! Después de tantos días de eterna espera y vigilancia, después de que tantas generaciones hubieran fracasado en sus intentos, por fin había llegado el momento. Su maestro tenía razón. Lo único que la joven había necesitado era un pequeño empujón, un incentivo para dar con la solución, y así había sucedido. No era un espejismo. Ella era la princesa que llevaba tanto tiempo esperando, la verdadera Helena.

Animado por la nueva victoria, saboreó el rastro de sus aromas. Eran tan recientes que incluso podía palpar las emociones de los vástagos. En el aire se respiraba hermandad y amor eterno. La estela del amor se desvanecía entre los vientos turbulentos de la atmósfera. Sin duda, Helena se había marchado volando. Los hombres que la acompañaban habían salido corriendo hacia el centro del pueblo juntos, siguiendo como un rebaño de ovejas la distracción que, con mucho cuidado, él mismo había organizado para mantener ocupado al pequeño ejército de poderosos vástagos que protegían a esta nueva y verdadera Helena. Automedonte podía jurar ante los dioses que eso era cierto. De momento, todo iba según el plan, excepto por un detalle más que importante.

Automedonte se quedó inmóvil. No podía permitirse el lujo de malgastar un movimiento. Aquello había tardado tres mil quinientos años en suceder.

Todo estaba en orden, en el lugar donde debía estar, excepto por una cosa.

Tenía que encontrar a Helena.

No estaba en casa de su padre mortal. Tampoco estaba con su amante, ni en el instituto. A menos que hubiera abandonado la isla, lo cual casi nunca se atrevía a hacer, solo quedaba un lugar donde buscar… La residencia de la casta de Tebas, en Siasconset.

Los dos mellizos estaban profundamente dormidos junto a la cama donde descansaba Jerry. Era la misma cama blanca donde Helena se había curado después de la tremenda caída con Lucas. Su padre tenía un aspecto pálido y hundido, como si alguien le hubiera deshinchado.

Tumbados sobre las mantas y enroscados como felinos, los hermanos tenían los ojos cerrados, sumidos en un sueño poco reparador.

Jasón y Ariadna resollaban y tenían los dedos apretados. Fruncían las cejas al mismo tiempo, como si estuvieran compartiendo la misma pesadilla. El aire que reinaba en la habitación era seco, como si estuvieran en el desierto. Helena sabía que aquello significaba que estaban siguiendo a Jerry por el margen de las tierras áridas, justo en la frontera del Submundo tratando de guiar su espíritu asustado hacía su cuerpo.

Estaban luchando como locos, eso era obvio, pero los dos estaban cubiertos de sudor y blancos como la pared. Helena estaba segura de que no aguantarían mucho más tiempo.

Kate se levantó de una silla de la esquina y se abalanzó sobre Helena en cuanto esta entró por la puerta. Abrazada a Kate, Helena distinguió la figura de Claire, sentada en el suelo, junto a Jasón. Su amiga la miró con tristeza y le dedicó una sonrisa lánguida antes de ponerse en pie con torpeza, como si las piernas se le hubieran quedado dormidas. Las tres decidieron salir en silencio de la habitación para poder hablar sin molestar a los mellizos.

Avanzaron por el pasillo y, por casualidad, Kate abrió la puerta de la habitación de Lucas. Helena retrocedió varios pasos, pero, al ver que no podía resistirse a la tentación de estar cerca de algo que perteneciera al joven Delos, cedió.

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