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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (44 page)

BOOK: Malditos
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Los dos se echaron a reír.

—¡No tuve más remedio que comprarlas! ¡Manchaba mis sábanas con barro cada noche que descendía al Submundo! —se justificó. Helena empezó a golpear a Orión en la pierna hasta que este le cogió la mano y la sostuvo contra su muslo.

—Helena, sé sincera —bromeó—. Sigues meándote en la cama, ¿verdad?

Ella sonrió y negó con la cabeza. Con una sola mirada le hizo saber que dejara el tema. Las risas juguetonas se silenciaron y una delicada tensión sustituyó al divertimiento anterior. No sabía por qué, pero Helena seguía con la mano apoyada sobre el muslo de Orión. Al darse cuenta, la apartó enseguida, pero de inmediato volvió a posarla sobre la pantorrilla del joven.

El chico se echó hacia atrás, acomodándose entre las almohadas y palpó el brazo de Helena, como si necesitara asegurarse de que ella estaba allí verdaderamente.

—No te estoy atacando —susurró mirando al infinito. Acarició el brazo de la joven con los dedos y acunó el codo en la palma de la mano—. Las furias nos han liberado.

—Así es —murmuró—. Ahora puedes irte a casa.

Orión esbozó una mueca.

—Nos han absuelto, pero aún no hemos acabado —dijo.

—Todavía no —añadió Helena sin alzar el tono de voz—. Pero entendería que tuvieras cosas más importantes que atender ahora.

—¿De qué estás hablando? —preguntó con curiosidad.

—Eres libre. Puedes estar con tu padre —declaró Helena, incapaz de mirarle a los ojos. Al buscar algo con qué entretenerse, se percató de que seguía llevando las alas de hada. Se las quitó y, tratando de controlar la voz, añadió—: Comprendería que no quisieras volver a acompañarme al Submundo.

Orión quedó boquiabierto y miró a Helena entrecerrando los ojos.

—Increíble —musitó—. Después de todo lo que te he contado sobre mí.

El muchacho apartó las sábanas con un gesto furioso y brusco, pero Helena le cogió del brazo para detenerle.

—Eh, no has podido ver a tu padre desde que cumpliste los diez años. Y, no nos engañemos, no eres tú quien debe cargar con el peso de la responsabilidad, sino yo. Lo menos que podía hacer era plantear el tema —explicó con tono serio.

—Ya te lo he dicho. Estoy contigo en esto, hasta el final. Pase lo que pase.

—Esperaba que dijeras eso —bisbiseó, regalándole una sonrisa de agradecimiento. El gesto adusto se suavizó en una sonrisa y dejó que Helena le empujara de nuevo hacia la cama.

La chica no podía parar de tocarle, rozarle, acariciarle. Con toda probabilidad Orión se había pasado la vida apartando a las chicas como a moscas y le avergonzaba saber que ella no era distinta a las demás.

—No te quites esto de momento, ¿vale? —dijo Helena señalando la Rama de Eneas, que seguía con la apariencia de un brazalete dorado que se enroscaba por su muñeca.

No opuso resistencia cuando el joven le pasó la mano por la espalda, pero tras aquella placentera sensación decidió apartar las manos de su cuerpo.

—De todos modos, no creo que pueda quitármelo —murmuró.

Mientras se miraban fijamente, a Orión se le aceleró la respiración. Por lo visto, podía relajarse a la vez que ponerse en guardia. La joven se preguntaba si Orión podría verle el corazón latiendo bajo el pecho. En ese instante, Helena creyó que el muchacho se inclinaría para besarla.

Empezó a ponerse nerviosa, pensando qué haría si decidía plantarle un beso. Aquello no era ningún sueño, y Helena no sabía si estaba preparada para un contacto físico, por mucho que lo deseara. Orión parpadeó, rompiendo así el momento de tensión.

—Está bien. No tengo prisa, Helena —comentó—. De hecho, preferiría que te tomaras el tiempo que necesites.

Al oír la palabra «tiempo», una oleada de pánico tensó cada músculo del cuerpo de la chica. Bajó de un brinco de la cama, corrió hacia la ventana y alzó la lona azul que hacía las veces de cristal. A pesar de la distancia, oyó unos ruidos poco habituales que provenían de una de las calles más céntricas del pueblo.

—¡Oh, Dios mío, no me lo puedo creer! ¡Me había olvidado! —se quejó. Histérica, retrocedió para coger a Orión del brazo y saltó por la ventana rota—. ¡Dejé a mi familia en medio de un motín!

Los dos aterrizaron al mismo tiempo sobre el jardín y arrancaron a correr, con Helena a la cabeza. Pocos segundos después llegaron al centro del pueblo y se detuvieron. No daba crédito a lo que veían sus ojos. Personas a las que veía a diario, con las que charlaba mientras les servía una magdalena y un café con leche, intentaban hacerse trizas entre sí. Incluso los agentes de policía uniformados y todo el cuerpo de bomberos correteaban por las calles destrozando ventanillas de coches y armando camorra.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Orión, preparado para una batalla—. No conozco este lugar ni a toda esta gente. ¿Quién es el malo?

Helena encogió los hombros como respuesta mientras observaba la batalla campal. Giró sobre sus talones, formando un círculo, para decidir a quién proteger y a quién atacar. Pero todos eran sus vecinos y, a juzgar por lo que veía, la inmensa mayoría de ellos se peleaban presa del pánico. De pronto, entre el enjambre de personas, advirtió un pequeño camino libre de peligro y salió disparada hacia él.

Automedonte, seguido muy de cerca de su viejo colega Zach, apartaba a gente inocente de su camino sin prestar la debida atención. Con su fuerza inhumana, arrojaba a todo el que se interponía ante él por los aires, como si fueran cometas a las que un maléfico niño cortaba los hilos. La intención del esbirro no era hacerles daño. De hecho, le resultaba indiferente si todas aquellas personas sobrevivían o perecían.

Justo en medio de la calle por la que avanzaba Automedonte había un tipo tendido en el suelo. Junto a él había una niña pequeña disfrazada de princesa y un niño vestido de oso y miles de caramelos de Halloween desparramados. La cría berreaba sin consuelo mientras golpeaba la espalda del señor, tratando inútilmente de reanimarlo. El niño hizo acopio de valentía y se enfrentó a Automedonte, apretando los puños bajo las peludas garras de oso, preparado para defender al hombre inconsciente y a la niñita indefensa. Fue en ese preciso instante cuando Helena se percató de que el tipo era Luis, y de que la princesa y el oso eran sus hijos, Mariví y Juan.

Automedonte no se tomó la molestia ni de mirar abajo. Pateó a Juan para apartarlo en el último momento y propulsó su diminuto y débil cuerpo hacia la muchedumbre. Orión desapareció en un abrir y cerrar de ojos, pero Helena se quedó anclada en el suelo, aturdida y estupefacta.

Entonces, el rostro de Zach se quedó petrificado en una mueca de terror y se agachó para esquivar un relámpago blanco como la nieve que despidió Helena. El arco de luz llegó hasta Automedonte.

No se lo pensó dos veces. Ni tan siquiera se fijó en si la gente la estaba mirando y tampoco se planteó si quería eliminar a ese insecto por motivos estratégicos. En su mente, lo único que veía era la imagen de Juan, ataviado con su amoroso disfraz de oso, volando por los aires. Alzó la mano izquierda y apuntó la corriente de energía pura hacía su objetivo, Automedonte. El esbirro se incendió de inmediato, convirtiéndose así en una especia de antorcha humana.

Automedonte se retorcía de agonía, como un gusano que alguien ha aplastado. La piel de la criatura pasó de naranja butano a roja pálido en cuestión de segundos. El esbirro se desplomó sobre las rodillas, se dejó caer hacia un lado y, carbonizado de pies a cabeza, por fin se quedó quieto.

—¡Helena, para! —gritó Orión—. ¡Está muerto!

Detuvo la electricidad con un chasquido, retiró la mano izquierda y observó la cáscara de carbón que solía ser Automedonte. Zach se escabulló gateando y después huyó como un cobarde. Helena dejó que se marchara y se dirigió hacia Orión.

El vástago sostenía al pequeño Juan. Entre aquellos descomunales y gigantescos brazos, el niño parecía un osito de peluche. Helena se tapó la boca con la mano, con miedo a preguntar cómo estaba el crío.

—Está bien, le cogí antes de que se golpeara contra el suelo —la consoló Orión mientras se aproximaba a ella—. Pero, aun así, deberíamos sacarlos de aquí.

Ambos miraron a la pequeña Mariví. La niña observaba a Helena con los ojos como platos y la boca abierta.

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó Helena. Mariví asintió, sin pestañear ni cerrar la boca—. ¿Vienes con nosotros?

Ella volvió a asentir con la cabeza.

Helena extendió los brazos y, de un brinco, la pequeña se colgó de su cuello y rodeó su cintura con sus piernas, como si fuera un koala. Orión colocó a Juan sobre la cadera libre de Helena y después se agachó para auxiliar a Luis, quien todavía parecía respirar.

—Está inconsciente, pero se pondrá bien —concluyó Orión mientras le alzaba en volandas—. ¿Hay algún lugar seguro cerca de aquí? Supongo que los hospitales estarán desbordados esta noche.

—Esto… ¿la cafetería? —propuso Helena, a quien no se le ocurrió nada más—. Hay un botiquín de primeros auxilios y puede que mi familia esté allí.

—Perfecto —respondió Orión, indicándole a Helena que cogiera la delantera.

Mientras se alejaban, el cuerpo carbonizado de Automedonte se movió.

Oyeron un crujido quebradizo y en su espalda se abrió una gigantesca brecha, que dejó al descubierto una piel húmeda y rosada. Aquella criatura respiraba. Mariví hundió la cara en el cuello de Helena.

Orión y Helena intercambiaron miradas de sorpresa. De pronto, la cáscara que envolvía a Automedonte se partió por la mitad y el esbirro salió trepando de su piel churruscada como un cangrejo al dejar su carcasa.

Recubierto de una mucosidad pegajosa y encogido junto a los restos de su cascarón, Automedonte reveló sus ojos, de color lechoso y cubiertos por una tela casi invisible, y, mirando a Helena, sonrió.

—Eso ha dolido —anunció de un modo frío, casi robótico. El esbirro miró a Orión, fijándose en la pulsera dorada que decoraba su muñeca, ajustando la mirada para enfocar—. El tercer heredero. Me alegro de volver a verte, general Eneas.

Automedonte escupió un tubo pegajoso que mantenía enroscado bajo su lengua humana en dirección a Orión. Tras menear la peculiar lengua, volvió a enrollarla y casi se atraganta. Por un segundo, Helena pensó que iba a vomitar.

—¡Vámonos! Antes de que pueda mantenerse en pie —gruñó Orión al oído.

De inmediato, los dos salieron corriendo tan rápido como las piernas les permitían con los pasajeros malheridos en los brazos.

Antes de que la cafetería apareciera en el horizonte, Helena intuyó que algo terrible estaba sucediendo. Notó que el suelo bajo sus pies temblaba y miró de reojo a Orión.

—¡No soy yo! —se quejó—. Son temblores de impactos.

Tras doblar la última esquina, ambos se encontraros encerrados en una nube oscura.

—¡Un maestro de la sombra! —gritó Helena a Orión—. Los Cien deben de andar por aquí. Tienen un nuevo miembro. Lo vi en mí encuentro de atletismo… Helena aminoró el paso y, de inmediato, la oscuridad empezó a disiparse, aunque de forma muy ligera, casi imperceptible. Conocía aquella negrura; no era la primera ni la segunda vez que se sumergía en ella. Entre las distintas cortinas de sombras, que se movían como manos de humo, distinguió la figura de Héctor, golpeando a su contrincante. En ese momento, Helena se dio cuenta de que el enemigo al que Héctor castigaba contra la acera era el origen de tal oscuridad. Era Lucas. Como un rayo, el joven cambió de postura, alzó la mano y aplacó a Héctor tras asestarle un salvaje puñetazo. De repente, salió de su aturdimiento y empezó a gritar algo incomprensible mientras corría el resto del camino con Orión pisándole los talones.

—¡Helena! —gritó Kate, y la joven frenó en seco.

Siguiendo el rastro de la voz de su amiga, la chica escudriñó entre las penumbras y vio a Kate, agachada junto a Jerry, que estaba inconsciente y con la sien sangrando. Junto a ellos, Claire y Matt sostenían a Jasón y Ari respectivamente, impidiéndoles ver y oír lo que estaba sucediendo. Helena entregó a los niños a Kate, miró a su padre con preocupación y enseguida se abalanzó sobre Lucas.

Justo cuando saltó para arrojarse sobre él, vio a Orión lanzarse hacia Héctor para agarrarle por el cuello con una llave de artes marciales. Helena utilizó su fuerza sobrehumana para empujar a Lucas hasta el suelo. Trató de inmovilizarlo contra los adoquines, pero el joven Delos siempre se las arreglaba para escabullirse e invertir la postura. Lucas le sujetó las manos sobre la cabeza; a pesar de que Helena era mil veces más poderosa, sabía que estaba atrapada. Pensó en electrocutarle, pero freír a Automedonte la había dejado tan deshidratada que no se veía capaz de dominar sus descargas eléctricas.

—¡Por favor, Lucas, no lo hagas! —rogó como último recurso.

Al escuchar su voz, el joven paró, como si se hubiera despertado de un trance. Miró a Helena, confundido, y enseguida la soltó.

—¡Yo me encargo de sacar a Héctor de aquí! —gritó Orión mientras forcejeaba con Héctor, que trataba de soltarse—. Vamos, tipo duro. ¡Es la hora del baño!

A una velocidad supersónica, Orión consiguió desequilibrarlo y le arrastró hasta la orilla del océano. En cuanto el paria se alejó lo suficiente como para no tener efecto alguno sobre su familia, su conducta cambió de la ira al arrepentimiento. Claire y Matt dejaron libres a Jasón y a Ari. Lucas hundió la cabeza entre sus manos sangrientas y se cubrió los ojos. Helena quería acariciarle el hombro para consolarle, pero sabía que no debía hacerlo, así que se quedó mirándole con el corazón en la garganta.

—Siempre supe que había algo más en ti. Algo oculto, pero jamás… ¿Qué está pasando? —preguntó Kate entre susurros. Helena se volvió hacia ella y vio que apenas estaba alterada—. ¿Tu padre lo sabe?

—No, Kate. Por favor —farfulló Helena.

Al mirar la herida de Jerry, le abrumó la preocupación. No tenía ni idea de qué tenía o quería decir.

—Entremos en la cafetería —ofreció Matt para tranquilizarlos a todos. Además, en las calles todavía había disturbios y alborotadores que están destrozando el pueblo—. Lo primero es lo primero. No podemos quedarnos aquí, en mitad de la calle.

Trasladaron a los heridos a los sofás de la zona trasera de la cafetería y, de inmediato, los mellizos se concentraron para evaluar la gravedad de las heridas. Luis solo había sufrido una contusión, pero el pequeño Juan tenía cuatro costillas fracturadas, un brazo roto y una herida en la cabeza. Los hermanos se miraron con solemnidad y se prepararon para el trabajo que les esperaba.

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