Malditos (42 page)

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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Malditos
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—Si te hubiera contado lo que me dijo, ¿qué le habrías hecho?

¿Interrogarle? ¿Darle una paliza? —explotó Matt—. El tío es un mentiroso compulsivo. La mayoría de las cosas que dice son tonterías inventadas y, la verdad, pensé que la advertencia era más de lo mismo. ¡No tenía ni idea de dónde se ha metido!

—¿Y crees que eso te disculpa? —acusó Jasón.

La discusión continuó y, tras cada intervención, la situación se puso más tensa, más dolorosa. Lucas no había vivido mucho tiempo en Nantucket, pero aun así estaba en la misma aula con Matt en el instituto. Pasaba más tiempo con aquel chico que con su propio padre, y era la primera vez que le veía fuera de sus casillas. Al igual que Jasón, Matt era un tipo sensato y juicioso, pero en aquel instante aquel par de individuos calmados estaban tan furiosos que perdían la razón. De hecho, todos los presentes estaban molestos y enfadados.

«Tanta discordia no es normal», intuyó Lucas. «Discordia». Los motines, la ira incontrolada… incluso la angelical y santurrona Helena había querido quemar o destruir algo. Todo encajaba a la perfección.

—Eris —anunció en voz alta—. Escuchad. Si Ares intentó instigar algún tipo de conflicto con Helena en el Submundo, la única explicación posible es que su hermana intentara hacer lo mismo en el mundo real. La Tregua no la incluye, pues no forma parte de los Doce. Puede utilizar sus poderes aquí, en la Tierra.

—¡Oh, dioses! ¡Por supuesto! —le dijo Casandra, felicitándolo, mientras se pasaba una mano por el rostro y sonreía a su hermano mayor—. ¿Cómo he podido pasarlo por alto?

—Bueno, he tenido más pistas que tú. De hecho, la vi con mis propios ojos —explicó—. En el pasillo de instituto, cuando Helena y yo nos estábamos escondiendo. Eris y Ares son muy parecidos, deben de ser gemelos o algo así. La única diferencia es que Ares estaba cubierto de una pintura azul.

Eso me desconcertó un poco.

—¿Cómo sabes qué aspecto tiene Ares? —preguntó Claire taladrando a Lucas con la mirada—. Los griegos le detestaban tanto que apenas se molestaron en relatar mitos sobre él. De hecho, lo único que sabemos es que su apariencia era autoritaria.

«Tenía que haberme imaginado que Claire sería la única que se daría cuenta», pensó Lucas. Suspiró y decidió contar toda la verdad.

—He visto antes a Ares. Hallé un modo de descender al Submundo; cuando Ares se enfrentó a Helena y Orión, yo también estaba allí.

Mientras todos le observaban con la mandíbula desencajada, Lucas continúo confesándose. Les explicó el robo en el museo Getty, las propiedades de los óbolos y admitió haberle regalado uno a Helena. No se arrepentía de nada y, por lo tanto, no tenía intención alguna de pedir disculpas.

—Y no nos contaste nada. ¿Por qué? —preguntó Ariadna con los dientes apretados.

—No lo habríais entendido —contestó, citando conscientemente las palabras de Matt había pronunciado unos instantes antes—. Lo importante es que Helena vuelve a soñar.

—Lucas, todos juramos protección a Helena y, si te hubieras acercado con esta idea, sabes perfectamente que habríamos estado de acuerdo con el robo para salvar su vida. Entonces, ¿por qué lo hiciste a escondidas? ¿Y si te ha visto alguien? —preguntó Jasón con seriedad—. El Getty está lleno de cámaras de seguridad.

—Eso no será un problema —replicó Lucas con seguridad.

Jasón le miró dubitativo, pero Lucas meneó la cabeza a modo de advertencia. Su primo le conocía de sobra para presagiar que trataba de desvelarle una confidencia. Pilló la indirecta y decidió dejar pasar el tema de momento, pero, ahora que Jasón sospechaba algo, no podría mantener durante mucho más tiempo si invisibilidad en secreto. Deseaba poder desahogarse y revelar a su familia que podía hacerse invisible. Así, por lo menos, nadie se preocuparía de su otro talento, mucho más espeluznante que la invisibilidad.

—¡Niños! —gritó Noel con ansiedad desde la puerta principal.

Todos reaccionaron ante el tono de alarma en su voz.

—¿Mamá? —llamó Lucas al mismo tiempo que se levantaba de la silla.

Un instante después, Noel apareció en el umbral, jadeando y sudando, y empezó a contar las personas que había en la biblioteca. Faltaba alguien.

—¿Dónde está Helena? —preguntó.

—La dejé en el trabajo —contestó enseguida Lucas.

—Oh, no —susurró Noel, que enseguida hurgó en sus bolsillos en busca de su teléfono móvil para marcar un número.

El número de su padre, intuyó Lucas. Cástor seguía en el Cónclave, reunido con los Cien Primos. Abandonar la reunión podía considerarse una infracción. Cada decisión que el Cónclave tomara a partir de ese momento podía verse influencia y desbaratada, y su madre era plenamente consciente de ello.

—¡Mamá! ¿Estás segura de lo que haces?

—¡Que se vaya a freír espárragos! Cástor y Palas tienen que regresar a casa ahora mismo. En el centro del pueblo no cesan los disturbios, Lucas.

¡Sal ahora mismo hacia la cafetería!

El calor era insoportable. Helena notaba la piel apestosa e irritada por el sudor. El aire seco olía a cerillas encendidas y se contoneaba como si fueran las aguas de un lago. La luz resultaba cegadora, aunque no podía distinguir un sol en el cielo.

Orión se soltó de la mano de Helena para darse media vuelta y atisbar el único árbol que emergía en aquel desierto. Las tres niñas yacían bajo su sombra. No dejaban de llorar y sus diminutos hombros temblaban con cada sollozo. El chico le indicó a Helena con un gesto que se dirigiera hacia allí para por fin enfrentarse a las furias. Las tres hermanitas se abrazaron las unas a las otras, como si estuvieran asustadas. Cuando él se acercó varios pasos, las tres se acurrucaron.

—Espera —comentó a Helena frenando a Orión—. No quiero asustarlas.

—¿Has venido a matarnos? —preguntó la cría del medio. La voz sonaba infantil, pero también ronca, por las lágrimas.

Ahora que Helena podía verlas con claridad, sin sentir su influencia, se preguntaba cómo podía haber creído que eran mujeres adultas. No eran más que niñas indefensas.

—Sabemos que los vástagos nos odiáis, que nos queréis ver muertas —lloriqueó la de la izquierda—. Pero no lo conseguiréis.

—No queremos haceros daño. Hemos venido a ayudaros —anunció Helena uniendo ambas manos en un gesto de paz—. ¿No es eso lo que me pedisteis la primera vez que vine aquí? ¿Qué regresara algún día para ayudaros?

Las furias gimoteaban y se encogían, escondiéndose unas detrás de las otras, aterrorizadas. Orión se quitó muy despacio la mochila y la apoyó sobre el suelo. Las miraba con suma dulzura para evitar que se sobresaltaran. En opinión de Helena, el chico parecía un cazador acercándose a una manada de ciervos asustadizos, pero, por lo visto, su táctica funcionaba. Las furias le observaban con atención, con los ojos abiertos como platos y los labios fruncidos, pero estaban más sosegadas.

—Os hemos traído algo de beber —ofreció con amabilidad mientras abría la cremallera de la mochila para sacar las tres cantimploras.

—¿Veneno? —preguntó la llorica de la izquierda—. Un truco que nos envía Tártaro, sin duda. Ya os lo he dicho. No lo conseguiréis.

—Hermanas. Quizás esto sea lo mejor —caviló la más pequeña, situada a la derecha—. Estoy muy cansada.

—Sé que lo estáis —añadió Helena—. Creedme, sé cómo os sentís.

—Lo único que queremos es aliviar vuestro sufrimiento —dijo Orión.

Sonaba tan agradable y tierno que la hermana de la izquierda le saludó con la mano y dio un paso hacia delante.

—Nuestro sufrimiento es eterno —dijo la líder, ubicada en el centro, para contener a su hermana—. Vosotros, los vástagos, podéis encontrar paz, e incluso sentir felicidad de vez en cuando; pero nosotras, las euménides, siempre estaremos atormentadas. Nacimos de la sangre derramada de un hijo que atacó a su propio padre. Estamos destinadas a vengar las muertes injustas.

La cabecilla lanzó una mirada acusatoria a Orión, que enseguida reaccionó adoptando un ademán de súplica. Helena se acercó a él para mostrarle su apoyo. Empezaba a olvidarse del verdadero motivo por el que estaban allí.

Orión no era así.

—No asesiné a mi padre, por mucho que los destinos me empujaran a ello —declaró con voz grave—. Nací del resentimiento, pero he optado por no convertirme en un ser amargado.

—Pero nosotras no tenemos elección, príncipe —susurró la más pequeña—. Los crímenes siempre están dentro de nuestra cabeza.

—Nosotras, las euménides, jamás olvidamos la sangre que vuestra raza ha derramado a lo largo de la historia. Recordamos cada crimen —dijo la líder con profunda tristeza.

Y, de pronto, las tres niñas comenzaron a llorar otra vez.

—Y por eso estamos aquí. Mi amiga y yo consideramos que ya habéis sufrido bastante por los pecados de los vástagos —prosiguió Orión con su voz melódica—. Solo queremos daros un poco de agua. ¿No tenéis sed?

—Hace más de tres mil años que no probamos una gota de agua —confesó la niña de la izquierda.

Las tres hermanas se sentían tentadas, eso era obvio. El calor era tan sofocante y el aire tan árido, incluso bajo la sombra del miserable árbol, que hasta la propia Helena estaba desesperada por un trago de agua y eso que ya se había acostumbrado a sobrevivir deshidratada. Al fin, la pequeña de las tres hermanas dio un paso hacia delante. Tenía las piernas tan frágiles y flacuchas que apenas podían aguantar su peso.

—Tengo mucha sed. Quiero beber agua —anuncio con hilo de voz.

Cuando extendió las manos, los brazos empezaron a temblarle con violencia. Orión desenroscó la tapa y la ayudo a coger la cantimplora antes de llevársela a los labios. La niña tomo un pequeño sorbo y, de inmediato, miro a Orión, estupefacta. Agarro la cantimplora y la inclinó en vertical, tragando así todo su contenido y, cuando se bebió la última gota, la pequeña se desvaneció sobre Orión. El muchacho la cogió entre sus brazos y miro de reojo a Helena.

—¡La has matado! —exclamó la furia que no dejaba de llorar.

—No pueden arrebatarnos la vida —comento la líder—. Fíjate. Se está despertando.

La niña se agarró del cuello de la camiseta de Orión y enterró el rostro en su fornido pecho. El chico le acaricio el pelo con la mano libre y le susurro algo al oído al comprobar que la cría volvía a sacudir los hombros. Helena supuso que intentaba calmarla y asegurarle que estaba sana y salva. De repente, la niña echo la cabeza atrás y dejo a todos estupefactos. No estaba llorando ni gimiendo de dolor. Estaba riéndose.

—Hermanas —suspiró—. Esto es… ¡el paraíso! ¡Los herederos nos han traído una porción del cielo para beber!

Rápidamente, Helena entregó las otras dos cantimploras a las furias y observó con atención como se unían a la euforia de su hermana pequeña.

La cría besó a Orión en la mejilla para darle las gracias y después se arrojó a los brazos de sus hermanas mayores. Las tres niñas gritaban de alegría y se abrazaban, brincando, chillando y riéndose al mismo tiempo. Parecían tres niñas normales y corrientes pasándoselo en grande en una fiesta de pijamas.

Miró a Orión por el rabillo del ojo y le descubrió observando a las tres hermanas. Le abrumaba una serie de emociones tan intensas que, al mismo tiempo, parecían estar en conflicto. Se dio media vuelta y se aproximó a él, tratando de ofrecerle cualquier consuelo que necesitara.

Parecía abatido por la mención de su padre. Helena quería decirle que había todo eso había dejado de ser importante. Los vástagos se habían librado de las furias y muy pronto Orión y su padre podrían volver a estar juntos.

—Tenías razón —dijo Helena, Orión la miro con una sonrisa inquisitiva y esta añadió—: Liberarlas fue mucho mejor que la alegría eterna.

Los dos desviaron su atención hacia las niñas y disfrutaron viéndolas regocijarse y brincar de júbilo. Entonces Helena encogió los hombros y le dio un suave codazo, fingiendo que todavía le estaba dando vueltas al asunto. Orión le río el chiste, pero no musitó palabra alguna. Simplemente rodeó a Helena con el brazo y continuaron observando a las tres hermanas que no dejaban de abrazarse y bailar.

La hermana pequeña fue la primera en quedarse quieta. Al principio todos intuyeron que tantas emociones la habían dejado exhausta y necesitaba sentarse para recuperarse. Se alejó tambaleándose del grupo y se cubrió los ojos con una mano. Orión se levantó para acudir en su ayuda, pues creyó que estaba a punto de perder el conocimiento. La niña inclinó la cabeza y unas gotas rojas empezaron a mancharle el vestido. Estaba llorando lágrimas de sangre. Sus hermanas se acercaron a Orión y le preguntaron que ocurría. Poco después, las otras dos empezaron a sollozar.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Helena a Orión.

—No lo sé. Lo único que ha dicho es que no podía quitarse sus caras de la cabeza —contestó con el ceño fruncido.

Orión estaba preocupado. Las tres hermanas habían hecho un corrillo para mantener una conversación privada. Cuando llegaron a una especie de consenso, la líder se dirigió a Helena y a Orión.

—Al parecer, esta alegría no está destinada a durar —dijo Sus hermanas seguían abrazadas, llorando desconsoladamente. Helena quería ayudarlas de todo corazón. Orión se puso de rodillas y recogió las tres cantimploras para comprobar si quedaba alguna gota de agua.

Estaban vacías.

—Os traeremos más —prometió, pero la furia negó la cabeza.

—Por mucho que desee volver a sentir la alegría, me temo que jamás durará lo suficiente —comentó con aire triste—. No podemos devolveros este regalo, pero deseamos entregaros algo en cambio de los benditos momentos que nos habéis ofrecido.

—Un regalo por un regalo que recordaremos siempre —gimió la llorica.

—Os liberamos de todas vuestras deudas de sangre —anunció la líder antes de ondear la mano en el aire, como si los bendijera—. Jamás volveremos a atormentaros, a ninguno de los dos.

Dio un paso hacia atrás y se reunió con sus hermanas. Y entonces las tres regresaron a la sombra del árbol.

—¡Esperad! ¡No os rindáis tan rápido! —rogó Orión—. Quizá no os trajimos suficiente agua. Si conseguimos más…

—Orión para —dijo Helena impidiendo que el muchacho corriera detrás de ellas—. Tienen razón. Podríamos pasarnos la vida entera trayéndoles agua, pero a largo plazo la alegría es solo una experiencia. No puede durar.

Ahora me doy cuenta. Sin duda, Perséfone se refería a otro río distinto.

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