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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (37 page)

BOOK: Malditos
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—Entonces, si sabes que vivir aquí le provoca un dolor insufrible, ¿por qué la obligas a quedarse?

—Todos necesitamos una pizca de alegría en nuestra vida, una razón para seguir adelante. Perséfone es mi única dicha, y cuando estamos juntos me entrego a ella. Eres joven, pero creo que conoces la sensación de estar separada de la persona a la que amas por las obligaciones que debes atender.

—Lo lamento mucho por los dos —dijo Helena con tono triste—, pero sigo pensando que deberías dejar que se fuera. Entrégale la dignidad de escoger por sí misma y que decida que prefiere quedarse aquí, junto a ti, o marcharse.

Lo gracioso era que Helena podía notar cómo Hades se había dado cuenta de las emociones contradictorias que sentía mientras hablaba. Era consciente de que el dios podía leer el corazón, aunque no sabía si, el día de su muerte. Hades estaría dispuesto a juzgar sus sentimientos.

—Puedes descender cuando te plazca, sobrina —anunció con amabilidad—. Pero te sugiero que le preguntes a tu oráculo qué opina al respecto.

Helena notó que una mano de dimensiones descomunales la recogía del suelo y la posaba con dulzura sobre su cama. Instantes más tarde se despertó en su habitación, a temperatura bajo cero y cubierta por un manto de diminutos cristales de hielo. Sin embargo, por primera vez en muchísimo tiempo, se despertó descansada. El espacio de la cama junto al suyo estaba vacío.

Lucas se había ido, pero en cierto modo ella se sintió aliviada. Levantarse junto a él habría sido doloroso para ambos, sobre todo después del episodio con Morfeo.

Al recordar aquello, un sentimiento de culpabilidad invadió a Helena. Por mucho que se esforzara de que sentirse responsable no tenía sentido alguno, no pudo evitarlo. No estaba engañando a Lucas con Orión, pues, para empezar, ni siquiera estaban juntos. Daba igual quién fuera una casa, un hogar o un motel de mala muerte. Lucas y ella jamás podrían estar juntos. Y punto.

Tenía que aprender a ser fuerte. Algunas personas no estaban destinadas a ser felices y comer perdices para siempre, por mucho que se amaran.

Hades y Perséfone eran el ejemplo perfecto. Hades le había explicado que Perséfone era su alegría, y viceversa, pero ninguno era plenamente feliz. Su amor los mantenía encerrados en una cárcel en que ninguno de los dos estaba vivo. Aquello no podía llamarse felicidad. La alegría era justo lo contrario a una prisión. La dicha del amor abría el corazón; no lo encerraba. La felicidad era libertad, sin tristeza, ni amargura, ni odio… De repente a Helena se le ocurrió una idea brillante.

Deslizó las sábanas rígidas que la tapaban, corrió con torpeza al armario y cogió el teléfono móvil.

«Creo que ya sé qué necesitan las furias. Alegría. Tenemos que buscar el río de la alegría. Reúnete conmigo esta noche», le escribió a Orión.

Dafne sirvió una copa de vino y trató de no olvidar que debía apoyarse sobre ambos pies, como la mujer fuerte y robusta que en ese instante aparentaba ser, en vez de sostenerse sobre un pie y con la cadera ladeada, como solía hacer cuando fingía ser una desconocida. El peso de aquel cuerpo fornido empezaba a cansarle y sentía unas punzadas en el lumbago. Superaba el metro ochenta de altura y pesaba alrededor de noventa kilos; reajustar su conciencia interna para soportar aquella cantidad de músculo y hueso era más que complicado.

Intentó no bostezar. Los cónclaves jamás eran divertidos, pero asistir a esas reuniones disfrazada de la guardaespaldas de Mildred Delos, que parecía un matón de discoteca en vez de una mujer, era agotador. Y no solo por el peso de más, sino porque Mildred Delos era una maldita zorra.

Reaccionaba de forma desproporcionada a todo, como un perro ansioso que ladra y gruñe constantemente porque sabe que está rodeado de animales más fuertes que estarían encantados de zampárselo para desayunar.

—¡Escila! ¿Has abierto el Pinot gris? —espetó Mildred irritada y molesta—. Te dije «grigio», no «gris». Pinot grigio. Es una uva completamente distinta.

—Culpa mía —susurró Dafne, vestida de Escila, con voz calma. Conocía la diferencia entre los dos vinos y, a decir verdad, lo había hecho a propósito. No podía resistirse a provocar a Mildred—. ¿Desea que abra el grigio?

—No, así está bien —replicó Mildred de forma distraída—. Vete a algún lado, no soporto ver cómo revoloteas a mi alrededor todo el tiempo.

Dafne se retiró y se quedó apoyada en la pared. Mildred podía refunfuñar a su antojo, pero no podía engañar a nadie. Ahora que Creonte estaba muerto, su existencia era inútil. No tenía un hijo vástago que le permitiera opinar entre los Cien Primos y, a menos que engendrara otro hijo de Tántalo, perdería todos sus poderes y su existencia se reduciría a un pie de página poco memorable en la extensa historia de la casta de Tebas.

Mildred era una mujer ambiciosa. Dafne confiaba en que intentaría quedarse embarazada pronto. Y eso exigía la presencia de su marido.

Si se le volvía a presentar la oportunidad de toparse con Tántalo otra vez, Dafne no la desaprovecharía. Desde luego, haberse infiltrado en el Cónclave disfrazada de guardaespaldas de Mildred había sido como matar dos pájaros de un tiro. Dafne tenía que estar presente por si encontraba un modo de ayudar a Cástor y Palas en su empeño para alejar a Automedonte de su hija.

Cástor y Palas no sabían que estaba allí, por supuesto, y mucho menos podían imaginarse que Héctor se hospedaba varias noches por semana en uno de los refugios de Dafne situado en los bajos fondos de un barrio de Manhattan. Tras más de una década libre del tormento de las furias y gracias a la increíble capacidad de desfigurar su rostro para asemejarse a cualquier otra mujer, Dafne siempre se las había ingeniado para hacer tambalear las demás castas desde dentro y conseguir así sus objetivos.

Cuando Cástor y Palas lograran eliminar la amenaza de Automedonte, Dafne por fin podría matar a Tántalo.

De repente, sonó el teléfono móvil de Mildred. Echó un rápido vistazo a la pantalla y respondió la llamada a toda prisa.

—Tántalo. ¿Has recibido mis informes? —preguntó con un tono más alto de la habitual.

Mildred había estado redactando y enviando informes sobre las reuniones diarias a Tántalo y, a pesar de que las llamadas telefónicas estaban estrictamente prohibidas, su marido contactaba cada noche con ella para darle instrucciones precisas. Dafne no había perdido detalle de aquellas charlas nocturnas porque Tántalo tenía que alzar la voz para que su esposa mortal pudiera escucharle con claridad al otro lado del teléfono. Y era lo bastante alto como para que cualquier vástago «oyera por casualidad» la conversación, aunque estuviera en la otra punta de la habitación. Hasta el momento, Tántalo no había dado ninguna pista del lugar donde se escondía. Mildred tampoco se lo había preguntado. Por lo visto, no querían confiar esa información a nadie, ni siquiera a la guardaespaldas de ella.

—Sí —respondió con frialdad.

Dafne se imaginó a sí misma digitalizándose para poder inmiscuirse en el aparato móvil de Mildred y así teletransportarse al escondrijo de Tántalo.

—Todavía me consideran un paria. Se suponía que tenías que encargarte de solucionar eso.

—¿Cómo? Los Cien Primos no están dispuestos a prestarme atención.

Ahora, todos escuchan a Cástor, y desde que averiguó que eras un paria lo ha estado predicando a los cuatro vientos. Has perdido muchos apoyos —respondió con tono reprobatorio—. Y sobre eso no puedo hacer nada, las cosas como son.

—Otra vez lo mismo no, por favor —suspiró—. Nuestro hijo falleció hace menos de un mes y tú ya estás buscando el modo de sustituirle.

Después se produjo un larguísimo e incómodo silencio.

—Automedonte apenas contesta mis llamadas —dijo Tántalo lacónicamente, rompiendo así el silencio—. Y cuando logro contactar con él, siempre me pone una excusa barata.

—No —susurró Mildred, casi levantándose de la silla—. ¿Qué significa eso?

Dafne tuvo que esforzarse sobremanera para mantener el rostro impasible.

Los esbirros eran soldados consumados que jamás, bajo ningún concepto, ignoraban a sus superiores.

—No estoy seguro —respondió Tántalo—. Puede que nada. A lo mejor está prestando sus servicios a otra persona. Existe la posibilidad de que ya hubiera dado su palabra a alguien más cuando lo contraté. De cualquier modo, creo que no está bajo mi control, así que no puedo impedirle que mate a Helena, si eso es lo que su superior desea. No podemos permitir que eso ocurra, o soy hombre muerto. Dafne se ha comprometido a…

—¿Siempre tienes que hablar de ella? —espetó Mildred de forma desdeñosa y despectiva—. ¿Lo haces solo para pronunciar su nombre?

—Mantén los ojos bien abiertos, esposa —advirtió Tántalo con aire adusto—, o no viviré lo suficiente para darte el hijo vástago que necesitas para recuperar tu trono.

Capítulo 12

El día de Halloween amaneció nublado y lúgubre, tal y como debía ser. Los amenazadores nubarrones de tormenta emitían un resplandor gris perla más que idóneo para aquella ocasión y los colores de otoño parecían pinceladas de óleo sobre un lienzo. No hacía un frío intolerable, pero el ambiente era lo bastante fresco como para tomarse un buen tazón de sopa para almorzar y golosinas para cenar.

Helena envió al equipo de gurús griegos un larguísimo mensaje de texto, para ponerles al corriente sobre sus últimos hallazgos. Les contó que Hades había accedido a dejarla entrar al Submundo y que estaba fuera de peligro. No mencionó el óbolo de Lucas y no quiso facilitarles ningún detalle sobre su íntimo encuentro con Morfeo. Prefería que fuera Lucas quien decidiera qué contar a la familia.

Recibió varios mensajes suplicándole que les explicara cómo se las había arreglado para descender tras ser desterrada del Infierno, pero ella los ignoró por completo y planteó una pregunta. Quería saber de dónde venía el talento de los maestros de sombras.

«Se desarrolló en la época medieval y, desde entonces, la casta de Tebas goza de ese don», contestó Casandra.

Helena hizo sus cálculos y adivinó que el talento tenía solamente unos mil años de antigüedad. Un milenio era mucho tiempo, pero no para vástagos cuyos ancestros se remontaban a una época cuatro veces más antigua.

«Vale. Pero ¿de dónde viene?», insistió la joven.

Nadie tenía una respuesta para eso.

Se vistió y se preparó para el instituto, no sin antes pasar por la cocina para prepararle el desayuno a su padre, la bruja piruja. Tras pasar el día anterior ataviado con aquel vestido, Jerry enseguida aprendió que lo único vergonzoso del disfraz era su falta de elaboración. Después de escuchar múltiples sugerencias de los clientes para mejorar su espíritu festivo, decidió saquear todas las tiendas. Se compró un corsé, un pintalabios azul, pendientes y unas botas de punta.

—Papá. Creo que deberíamos tener una pequeña charla sobre tu travestismo —dijo con tono de burla mientras se servía una taza de café—. No porque los demás niños lo hagan…

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo sonriendo a las lonchas de panceta—. No entiendo por qué el señor Tanis, el de la ferretería, tiene más éxito que yo.

Este año se ha disfrazado de pirata; ¡tendrías que ver la peluca! ¡Se ha debido de gastar una fortuna! Por no hablar del cine que hay a la vuelta de la esquina. Están vendiendo treinta bolsas de palomitas dulces al precio de una para la sesión nocturna. Obviamente, las palomitas de Kate son mucho mejores, pero tenemos que cobrar.

Helena se zampó sus tortitas de calabaza, la última tanda de ese año, y tomó un sorbo de café mientras escuchaba las quejas de su padre, aunque, a decir verdad, sabía que Jerry estaba pasándoselo de lo lindo. Se sentía bastante bien: no le dolía la cabeza, no le escocían los ojos y, por primera vez en semanas, no tenía el cuerpo dolorido. Aunque no podía decir que estaba feliz, sí le embargaba una sensación de paz.

Aquel bienestar estaba en parte relacionado con el convencimiento de que había otra presencia en la cocina. Aquel fantasma ya no le asustaba ni inquietaba. De hecho, la tranquilizaba. Había olvidado preguntar a Morfeo si él era «el sol invisible» que últimamente percibía a su alrededor, pero la última vez que advirtió esa calidez también escuchó su voz, de modo que ¿quién más podía ser?

—¿Helena? —llamó Jerry mirándola con expectación.

—¿Sí, papá?

Había vuelto a quedarse ensimismada.

—¿Puedes venir a trabajar a la cafetería después de clase? —preguntó por segunda vez—. Si no puedes, no te preocupes. Pero Luis se muere por llevar a Juan y a la pequeña Mariví a recorrer el barrio para pedir dulces.

Para su hija sería la primera vez… —¡Claro! ¡Ningún problema! —contestó Helena con aire de culpabilidad—. Dile de mi parte que se lo pase bien con los niños. Yo le cubro.

Había estado fantaseado con Morfeo. ¿O soñaba con él disfrazado de Lucas… o como Orión? De pronto se le sonrojaron las mejillas y, con brusquedad, se levantó de la mesa y empezó a recoger todas sus cosas para ir a clase.

—¿Estás segura de que te encuentras mejor? —preguntó Jerry dubitativo mientras la observaba meter varios libros en la mochila tras comprobar si tenía algún aviso en el móvil. Claire le había enviado un mensaje.

—Sí, estoy bien —contestó Helena de forma distraída, leyendo el mensaje de su amiga. Claire no pasaría a recogerla porque la habían convencido para ir pronto a la escuela y decorar el edificio con motivos de Halloween—. Maldita sea. Tendré que ir en mi estúpida bicicleta —protestó mientras se dirigía hacia la puerta trasera.

—¿Seguro que puedes…?

—¡Sí! Allí estaré —cortó.

De mala gana, sacó su vieja bicicleta del garaje y se percató de que durante el último mes el óxido se había extendido más de lo científicamente posible.

—Que tengas un buen día —dijo su padre.

Helena puso los ojos en blanco, pensando «sí, claro», y empezó a pedalear.

Cuando apenas le faltaba una manzana para llegar al instituto, un temerario conductor pasó a toda velocidad junto a ella y casi la atropella.

Tuvo que torcer de golpe, pedalear sobre la acera sin pavimentar y toparse con el charco famoso más enorme de Nantucket para esquivar el coche.

Los pantalones le quedaron empapados de agua grasienta hasta la cadera.

Helena frenó de golpe, atónica ante aquella catástrofe. No lograba explicarse cómo tal cantidad de mugre helada había salido de un solo charco.

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