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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (17 page)

BOOK: Malditos
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Esa misma noche, Orión le escribió: «Buena suerte en el Submundo», pero envió el mensaje tan tarde que Helena no pudo leerlo hasta la mañana siguiente. Era obvio que la estaba esquivando, seguramente porque no quería volver a hablar sobre su infancia. Helena decidió dejar pasar el tema hasta que Orión confiara más en ella. Lo último que quería era presionarle para conocer el resto de la historia y, a decir verdad, le sorprendió descubrir que no le importaba esperar. Tenía que esforzarse un poco más para ganarse su confianza. ¿Y qué? El esfuerzo merecía la pena.

—¿Es Orión? —preguntó Claire arrugando la frente al ver cómo Helena brincaba para sacar su teléfono móvil.

—Dice que ha encontrado, algo —contestó Helena, ignorando por completo la inquietud de su mejor amiga.

Claire le lanzó una mirada de preocupación y ella hizo como si nada, confiando en que su amiga de la infancia lo dejara correr. No tenía energía para entrar en el debate de «¿este tío te cae bien, o te gusta?» y someterse al interrogatorio de Claire, y menos aun cuando había tanto en juego.

—¿Y de qué se trata? —quiso saber Casandra.

—Un pergamino del diario privado de Marco Antonio que habla sobre la vida después de la muerte. Me pregunta si quieres que te lo escanee y te lo envíe por correo electrónico.

Casandra se frotó los ojos. Se habían encerrado en la biblioteca de los Delos cada día después de clases, tres noches seguidas sin dormir, en busca de alguna pista que los ayudara a diseñar una estrategia y, hasta el momento, no habían descubierto nada nuevo.

—Espera, ¿Marco Antonio? ¿El mismo Marco Antonio de Cleopatra? —preguntó Ariadna con los ojos haciéndole chiribitas—. Era una estirada.

Helena estaba de acuerdo. No pudo reprimir una sonrisa. Le hizo la pregunta a Orión y leyó su respuesta en silencio.

—Sí, lo mismo cree el romano. Supongo que es pariente de la familia de los primos de su madre. Parece muy enrevesado, ya lo sé, pero si investigamos un poco en el árbol genealógico de Orión descubriremos que la madre de Orión estaba emparentada con Marco Antonio y Julio César.

—Claro, pero documéntate un poco más y averiguarás que tú y yo seguramente también podríamos ser familia suya, Len —añadió Claire con sarcasmo.

Claire se peinó su cabellera negra azabache para resaltar lo genéticamente distintas que eran las dos amigas.

—¡Ja! Nunca lo había mirado así, pero lo más probable que tengas razón, Risitas —musitó Helena.

De repente, una idea inquietante empezó a formarse en su mente, pero Casandra la interrumpió.

—Helena, dile a Orión que no se moleste. Marco Antonio ansiaba convertirse en faraón, así que solo se habría interesado en la vida después de la muerte según los egipcios —murmuró, claramente decepcionada.

Helena empezó a teclear la respuesta de Casandra, añadiendo un «gracias» que la menor de los Delos había omitido de forma manifiesta.

—Espera un segundo, Len —cortó Matt antes de que pudiera enviarlo—. Que la información de Orión proceda de una cultura distinta no significa que sea incorrecta.

—Estoy de acuerdo con Matt —agregó Jasón despertándose del estupor de su estudio—. Los egipcios estaban obsesionados con la vida después de la muerte. Es posible que supieran más sobre el Submundo que los griegos.

Podrían ofreceros la información exacta que Helena necesita para navegar por ahí abajo. Al menos, podríamos echarle un vistazo, aunque no seamos del todo imparciales y confiemos más en los griegos.

—¡Claro que sí! ¡Seguramente los egipcios trazaron un mapa tridimensional que plasmaba la totalidad del Submundo con contraseñas mágicas! —replicó Casandra con tono irónico a medida que su decepción iba en aumento—. Pero Marco Antonio era un invasor romano. ¡Un sacerdote egipcio que poseyera el nivel de conocimiento que Helena necesita habría muerto antes de desvelarle a un conquistador uno de los secretos sagrados del Submundo!

Todos sabían que Casandra les estaba recordando que se esperaba la misma devoción de los nuevos sacerdotes y sacerdotisas de Apolo que ella misma había iniciado. Jasón y Ariadna se habían criado para cumplir este tipo de expectativas. Matt y Claire, sin embargo, se tomaron unos instantes para meditar. Helena se dio cuenta de que sus dos mejores amigos intercambiaban miradas de preocupación y, al ver cómo se armaban de valor para afrontar tales exigencias, no pudo evitar sentirse orgullosa de ellos.

Helena echó una ojeada a la biblioteca, felicitándose en silencio por tener dos amigos tan maravillosos, cuando súbitamente se topó con la expresión de Jasón. El joven miraba a Claire como si acabara de anularse la Navidad. Al percatarse de que Helena le contemplaba, desvió enseguida la mirada hacia el suelo, pero seguía pálido como la pared.

—Lo que verdaderamente necesitamos son las profecías perdidas —murmuró Casandra mientras andaba de un lado a otro de la biblioteca.

—¿Acaso no las convertiría en las profecías «encontradas»? —bromeó Matt.

—De acuerdo, ya lo pregunto yo —dijo Claire haciendo caso omiso al juego de palabras sin gracia de Matt—: ¿qué son las profecías perdidas?

—Son un misterio —respondió Jasón negando con la cabeza—. En teoría, se trata de una colección de profecías de Troya anticipadas por Casandra antes y durante los diez años que duró esa guerra. Pero nadie sabe qué contienen.

—Vaya. ¿Cómo se perdieron? —preguntó Claire.

—Apolo maldijo a Casandra de Troya. La condenó a vaticinar todos los hechos con una claridad perfecta, lo cual no es cosa fácil, por cierto y a que nadie creyera ninguna de sus profecías —especificó Casandra algo distraída.

Helena recordó la leyenda, aunque era una pequeña parte de la
Ilíada
.

Apolo se enamoró de Casandra de Troya justo antes del inicio de la guerra.

Cuando la joven le confesó que preferiría permanecer virgen, rechazando así sus insinuaciones, el dios la condenó. El mayor memo de la historia.

—Por culpa de la maldición de Apolo, Casandra fue tratada como una loca. Los sacerdotes siguieron escribiendo todas sus predicciones durante la guerra, pero jamás creyeron que fueran datos importantes. La mayor parte de estos registros se extraviaron y solo sobrevivieron algunos fragmentos —contó Ariadna con aspecto abatido, como si sus ancestros la avergonzaran—. Por ese motivo todas las profecías sobre el Tirano son poco consistentes. Ningún vástago moderno ha sido capaz de hallarlas.

—Qué vergüenza —dijo Matt con tono misterioso—. Me pregunto en cuántas ocasiones los dioses se han librado de un castigo criminal solo porque tenían el poder.

De repente, Ariadna se volvió hacia Matt al oírle hablar de un modo tan mordaz y duro. Le sorprendió que pudiera ser tan vehemente, aunque ya había visto ese lado del chico antes. Desde pequeño, sentía una especie de fobia hacia todos los tipos duros que se pavoneaban de su fuerza. De hecho, precisamente por esa razón quería ser abogado. Matt siempre había opinado que las personas más poderosas deberían proteger a los débiles, y no machacarlos ni aprovecharse de ellos. Helena veía cómo la misma ira infantil contra las injusticias hervía otra vez en su amigo al pensar que Apolo había condenado a una inocente jovencita por el simple hecho de negarse a acostarse con él.

Debía admitir que Matt tenía razón. En muchas ocasiones, los dioses se comportaban como fanfarrones que se creían por encima del bien y el mal.

La joven Hamilton no entendía cómo los humanos los habían adorado y venerado hasta tal punto. Mientras trataba de explicárselo, su teléfono volvió a vibrar.

—Orión cree que el diario es una apuesta arriesgada, porque es bastante ridículo —leyó Helena en voz alta. Se destornilló de la risa al leer el siguiente mensaje—: Acaba de llamar a Marco Antonio «maldito soplagaitas».

—¿Oh, de veras? Qué lástima —protestó Ariadna algo decepcionada mientras batía sus larguísimas pestañas—. Antonio siempre me ha parecido muy romántico en sus escritos.

—Shakespeare puede hacer que cualquiera parezca bueno —dijo Matt.

El joven no escondió una amplia sonrisa al ver que el incipiente rechazo de Ariadna por un tipo muerto se había esfumado en un segundo. Se giró hacia Helena y dijo:

—¿Sabes?, me alegro de volver a verte reír, Lennie.

—Bueno, es viernes por la noche. Y he pensado, ¿qué demonios? —bromeó Helena, pero a nadie le pareció gracioso el comentario. Todos, menos Casandra, la miraban fijamente expectantes—. ¿Qué? —rogó al final, cuando el silencio era insoportable.

—Nada —respondió Claire, un poco molesta.

La chica se puso en pie y se desperezó, indicando así que, por lo que a ella respectaba, la noche ya había acabado. Siguiendo su ejemplo, Casandra abandonó la sala sin despedirse siquiera. Los demás se levantaron y empezaron a recoger sus cosas sin musitar palabra.

—¿Te apetece quedarte y vemos una película? —le prepuso Jasón a Claire con optimismo. Miró a su alrededor para incluir a todos los presentes en su invitación—. Vamos, es viernes.

Mat miró de reojo a Ariadna. La muchacha sonrió, pidiéndole así que se quedara y después todos clavaron su mirada en Helena. No quería irse sola a casa, pero sabía que no soportaría estar sentada en una sala a oscuras con dos parejitas cargadas de hormonas.

—Caería rendida antes de sacar las palomitas del microondas —mintió Helena, que fingió una risita—. Pasadlo bien, chicos; yo creo que debería descansar un poco.

Nadie discutió su decisión ni intentó convencerla para que se quedara. Al salir al jardín, Helena se preguntó si sus amigos no habían insistido porque sabían que necesitaba dormir o por que preferían estar solos, sin ella. No podía culparlos, si realmente deseaban que se marchara; a ninguna pareja le gusta tener alrededor a alguien que aguante la vela, y menos si le han roto el corazón.

Aspiró una bocanada de aire fresco con aroma a otoño y se volvió hacia la bóveda nocturna con la intención de alzar el vuelo. De repente, las tres estrellas titilantes que formaban el cinturón de Orión le llamaron la atención y, sonriendo a la constelación, dijo «Hola», en silencio.

Sintió el irreprimible impulso de ir a casa caminando en vez de volar.

Estaba lejos, casi al otro extremo de la isla desde Siasconset, pero últimamente se había acostumbrado a deambular en la oscuridad durante horas. Con las manos en los bolsillos, empezó a avanzar por la carretera sin pensárselo dos veces. Echando un fugaz vistazo al cielo estrellado, se dio cuenta de que lo que en verdad quería era estar junto a Orión, aunque este Orión fuera tan solo un puñado de estrellas. Le echaba de menos.

Tras recorrer la mitad de la calle Milestone, Helena empezó a plantearse si algún vecino podría tomarla por loca al verla pasear por una carretera que atravesaba el oscuro interior de la isla a altas horas de la madrugada cuando, de repente, su teléfono vibró. En la pantalla no aparecía el teléfono, sino la palabra «Desconocido». Durante un segundo creyó que podría ser Orión, así que contesto rápidamente la llamada con la esperanza de que fuera él. Al reconocer la voz de Héctor al otro lado de la línea, se quedó tan alucinada que apenas logró articular un saludo.

—¿Helena? Cierra el pico y escúchame —dijo con su ya habitual franqueza—. ¿Dónde estás?

—Bueno, ahora mismo estoy caminando hacia casa. ¿Por qué? ¿Qué ocurre? —preguntó más curiosa que ofendida por el tono hosco de Héctor.

—¿Caminando? ¿Desde dónde?

—Desde tu casa. Desde tu antigua casa, quiero decir —aclaró mordiéndose el labio, confiando en no haber dicho nada estúpido.

—¿Y por qué no estás volando? —chilló.

—Porque he preferido dar un… Espera, ¿qué diablos ocurre?

Sin dar muchos detalles, Héctor le contó como Dafne se había enfrentado a Tántalo, sin olvidar que había estado más de un día herida y perdida en medio del océano. Le contó que había tardado casi tres días en recuperarse lo suficiente para poder explicarle que había un esbirro acechando en el jardín de Helena.

La joven sabía que debía preocuparse por el estado de saludo de su madre, pero al escuchar la palabra «esbirro» tuvo que interrumpir a Héctor para preguntarle qué era.

—¿Por casualidad has leído la
Ilíada
? Seguro que no, ¿verdad? —la reprendió Héctor alzando otra vez el volumen de su voz.

Helena podía imaginarse la cara de Héctor, morada por la frustración.

—¡Claro que la he leído! —protestó.

Héctor soltó varias palabrotas y después, con suma sinceridad, le explicó que los esbirros son los guerreros de élite que lucharon junto a Aquiles durante la guerra de Troya. Ahora Helena lo comprendió todo. El espeluznante pelotón de soldados que apoyó a Aquiles le resultaba más que familiar, pero era la primera vez que escuchaba la palabra correctamente pronunciada. Los esbirros no eran seres humanos sino «hormigas» que Zeus transformó en hombres.

—¡El tipo asqueroso que nos atacó en la concentración de atletismo! —exclamó Helena tapándose la boca con la mano. Por fin reprendió por qué el líder del grupo, el capitán adivinó entonces, le había inquietado tanto.

Porque no era un ser humano—. Creí que las hormigas soldado eran mujeres —añadió Helena algo confundida.

—Ya, y yo creía que las hormigas eran hormigas, y los humanos, humanos —añadió Héctor con cierta ironía—. No te dejes engañar, Helena. Esa criatura no es un ser humano y, sin duda alguna, carece de sentimientos humanos. Sin mencionar el hecho de que es increíblemente fuerte y cuenta con miles de años de experiencia en guerras.

La muchacha recordó un documental de televisión donde las hormigas.

Podían caminar durante días, llevar cargas de cien veces su propio peso, y algunas de ellas eran sorprendentemente agresivas.

Echó un fugaz vistazo a ambos extremos de la calle, sumida en una inmensa oscuridad. De repente deseó que Héctor estuviera allí, junto a ella, a pesar de ser un incordio gruñón el noventa por ciento del tiempo.

Anhelaba haberle prestado más atención cuando le asestó varios puñetazos en la cara. Al menos así a estas alturas sabría defenderse.

—¿Y qué hago? —preguntó mirando a su alrededor, rastreando cada rincón oscuro.

—Alzo el vuelo. Esa criatura no puede volar. Helena, en el cielo estarás más a salvo. A partir de ahora, cuando estés en peligro, recuérdalo, ¿de acuerdo? —la aleccionó—. Regresa a mi casa y cuéntale a mi familia lo que te he explicado. Después quédate allí con Ariadna. Ella te mantendrá sana y salva. Lucas y Jasón buscarán el nido de la bestia en tu jardín. Con toda seguridad, mi padre y mi tío tendrán que viajar hasta Nueva York para presentar este peliagudo asunto ante los Cien Primos. Entonces Casandra será la encargada de tomar las decisiones. No debes preocuparte.

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