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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (18 page)

BOOK: Malditos
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Como el gran general que siempre había sido, Héctor era capaz de planear cada momento de una confrontación. Sin embargo, a Helena no le pareció muy convincente al prometerle que estaba segura.

—Este esbirro te asusta, ¿verdad?

Que a Héctor le asustara aquella bestia aterrorizaba a Helena más que la carretera vacía que se extendía frente a ella. Entonces le oyó suspirar.

—Los vástagos han utilizado a los esbirros como asesinos a sueldo durante miles de años. Aparte de la casta de Roma, que se rige según una laguna jurídica en lo que respecta al asesinato familiar, si un vástago ansía matar a un familiar sin ser nombrado un paria, siempre recurre a un esbirro. Por supuesto, a nadie le gusta hablar sobre este tema. Los esbirros forman parte de nuestro universo, y cabe reconocer que no todos son asesinos deshonrosos. Aunque muchos sí. Utilizar una criatura como esta para espiar a tu propia familia es como una bandera roja; indica que alguien está a punto de ser asesinado; por lo tanto mi padre y mi tío tienen el derecho a convocar una reunión formal a puerta cerrada con los Cien Primos. Este tipo de reunión se denomina cónclave.

—Pero eso es bueno, ¿verdad? —preguntó Helena, algo nerviosa—. Cástor y Palas pueden convocar este cónclave y solucionarlo, ¿no?

—Solo si pueden demostrar que eres hija de Áyax y que formas parte de nuestra familia, los Cien Primos obligarán a Tántalo a deshacerse del esbirro. Si no lo consiguen, bueno, entonces para ellos no serás más que un miembro de la casta de Atreo y, por lo tanto, un objetivo por eliminar.

Pero no sé qué harán. No estoy allí, ¿sabes? —comentó. A Helena le dio la sensación de que Héctor se lamentaba por no estar allí y, en cierto modo, trataba de disculparse por dejarla sola a sabiendas de que corría un grave peligro. Pero Héctor estaba en el exilio. Antes de que pudiera rebatírselo, Héctor continuó—: Haz exactamente lo que te he pedido, y así estaré más tranquilo. ¿Lo has entendido?

—Si —prometió, sintiéndose un poco culpable, pues sabía que no podría mantener la promesa.

Charlaron brevemente sobre Dafne, aunque Héctor no estaba dispuesto a desvelarle dónde estaban. Le aseguró que su madre se recuperaría del todo y juró que volvería a ponerse en contacto con ella cuando pudiera.

Tras colgar el teléfono, Helena sobrevoló la isla para localizar el «nido» ella sola. Al menos, quería ubicarlo y asegurarse de que su padre estaba bien.

Además, quería ser ella quien decidiera si era peligroso o no. Ya no tenía cinco años. Era lo bastante madura y competente como para analizar la situación y decidir, por sí misma, si valía la pena lanzar la voz de alarma.

Además, no estaba del todo indefensa o desamparada. Tenía el cesto, que la protegería de cualquier daño, y podía lanzar un relámpago capaz de eliminar al contrincante si se ponía gallito. Si un hombre-hormiga se acercaba a Jerry o a ella, lo carbonizaría antes de inventarse una excusa para explicárselo a su padre.

Tras registrar al vecindario de cabo a rabo desde el cielo, Helena imaginó el nido como una estructura de telaraña y, por alguna razón, asumió que sería pegajoso. Pero no observó nada extraño que llamara su atención.

Estaba a punto de rendirse cuando, de repente, se fijó en que junto a la pared de la casa vecina, medio oculto tras un gigantesco rododendro, se acurrucaba lo que parecía un diminuto bulto, como si la madera de la pared estuviera un poquito inflada por la humedad.

Era tan sutil y discreto que, como era evidente, sus vecinos mortales jamás podrían haberlo advertido. El nido estaba perfectamente camuflado y podía confundirse con un pedazo de madera que cubría la pared, de la misma textura y color. El esbirro incluso había enmascarado el bulto dejando un espacio entre las falsas tablillas para crear una ilusión óptica.

Helena observó el nido durante unos instantes, notando su propio pulso en los oídos y esperando a que realizara algún movimiento. Al no percibir el más débil sonido de un ocupante respirando en el interior, decidió que era seguro echarle un vistazo más de cerca. Se frotó las sudorosas palmas de la mano con el pantalón y, armándose de valor, se repitió que ya no era un bebé y se aproximó al nido. Estaba hecho de alguna especie de material parecido al cemento y contenía incontables mirillas. Tal y como había sospechado, la mayoría de los agujeritos apuntaban directamente a su casa. Desde aquel ángulo incluso podía vislumbrar el interior de su habitación.

Al imaginarse a un insecto gigante espiándola mientras se cambiaba de ropa, un escalofrío le recorrió la espalda. Y, justo en ese instante, oyó un ruido sospechoso.

Se elevó de nuevo hasta alcanzar a una altura segura. Como una flecha volando al revés, ganó altitud sin apartar la mirada del suelo, tratando de averiguar de dónde provenía aquel ruido. Entre los arbustos del jardín de su vecino distinguió el mismo rostro esquelético y los mismos ojos saltones de color rubí que había visto en el bosque. La criatura movía la cabeza tan rápido que a Helena le resultaba imposible registrar cada movimiento, como si en lugar de un cuello tuviera una suerte de pedúnculo. Y ese ligero pero asombroso movimiento bastó para perder los nervios. Sobrevoló la isla hasta aterrizar en el inmenso jardín de los Delos.

Caminando a toda prisa hacia la puerta principal, reparó en lo tarde que era. Todos se habían ido a dormir. Asomó la cabeza por las silenciosas ventanas de la planta baja sin dejar de moverse, inquieta. Le parecía poco apropiado llamar al timbre y despertar a toda la casa a las dos de la madrugada. Al final y al cabo, no corría un peligro inminente. Según Héctor, el esbirro llevaba espiándola desde hacía semana y, sin embargo, no había intentado atacarla. Helena no sabía si debía regresar a su casa, enfrentarse al esbirro sola y explicar toda la historia a sus primos por la mañana.

Entonces oyó un ruido sordo detrás de ella y, con el corazón en la garganta, se dio media vuelta.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Lucas en un susurro rasgado mientras recuperaba el estado de gravidez de su cuerpo. De inmediato, tras posar los pies en el suelo, se dirigió hacia ella con contundencia. Su expresión se convirtió en una máscara de sorpresa al percatarse del estado de ansiedad de Helena. Por el modo en que inspeccionaba los alrededores, retorciéndose las manos, sabía que no tenía nada que ver con él—. ¿Qué ha ocurrido?

—Yo… —empezó jadeando. Y entonces, una idea inquietante la distrajo—. ¿Ahora llegas a casa? ¿Dónde estabas?

—Por ahí —respondió lacónicamente.

Lucas avanzó varios pasos hacia ella. Solo se detuvo cuando estuvo lo bastante cerca de Helena como para obligarla a levantar la cabeza para mirarle a los ojos. Sin embargo, ella se negó a dar su brazo a torcer. No estaba dispuesta a seguir temiendo las reacciones de Lucas.

—Primero responde a mi pregunta: ¿qué te ha pasado?

—Me ha llamado Héctor. Dafne ha descubierto que Tántalo envió un esbirro para vigilarme. Esa cosa acaba de pillarme fisgoneando su nido hace como… dos segundos.

Sin previo aviso, Lucas cogió a Helena por la cintura y la lanzó hacia los aires. La muchacha se liberó de su gravedad como acto reflejo y ascendió diez, veinte e incluso treinta metros gracias a la propulsión de Lucas. El joven pasó como un cohete junto a ella y la agarró de la mano. Arrastró el cuerpo de Helena a una velocidad inmensurable. Incluso se le taparon los oídos por la presión de la bomba minisónica que ambos habían creado.

—¿Dónde está el nido? ¿Cerca de mi casa? —gritó frenéticamente entre las oleadas de viento.

—En casa de mi vecino. Lucas, ¡para! —ordenó Helena. Tenía miedo, pero no de él, sino de la velocidad a la que iban.

Por fin Lucas empezó a aminorar la marcha y se puso delante de ella, aunque sin soltarle la mano ni un segundo. La miró discretamente a los ojos en busca de una mentira.

—¿Te ha clavado el aguijón?

—No.

—¿Héctor te pidió que rastrearas el nido sola? —Pronunció las palabras tan rápido que la muchacha apenas tuvo tiempo para procesar lo que había dicho.

De forma inesperada, empezó a notar un insoportable dolor de cabeza y la vista se le nubló. Habían alcanzado tanta altura que el aire era peligrosamente delgado. Ni siquiera los semidioses podían sobrevivir en el espacio. Lucas la había llevado al límite.

—Héctor me dijo que no me acercara…, pero quería verlo con mis propios ojos antes de que cundiera el pánico. Lucas, ¡tenemos que descender! —suplicó.

Lucas bajó la mirada al pecho de Helena y descubrió que se hinchaba demasiado, como si le costara inspirar el oxígeno necesario. Se arrimó todavía más a ella y Helena notó cómo compartía la pizca de aire que le envolvía con ella. Una ráfaga de oxígeno le acarició con suavidad las mejillas. Inhaló hondamente y enseguida se sintió mucho mejor.

—Podemos reunir más aire respirable, pero antes debes relajarte —aconsejó Lucas, que por lo visto volvía a ser el mismo de siempre.

—¿A qué altura estamos? —preguntó Helena mirándole fijamente. La repentina amabilidad de Lucas la había dejado atónita. No sabía qué más decir.

—Mira hacia abajo, Helena.

Abrumada, siguió las indicaciones de Lucas y bajó la vista.

Durante un instante, sus cuerpos flotaron ingrávidos por encima de una Tierra que giraba con suma lentitud bajo sus pies. Un cielo más sombrío que la misma noche bordeaba la neblina blanca y azulada de la atmósfera que envolvía el planeta. El silencio y la desolación del espacio solo sirvieron para enfatizar lo hermosa y milagrosa que era su diminuta isla de vida.

Era la imagen más bella que Helena jamás había visto, aunque no podía disfrutar de aquel paisaje del todo. Si alguna vez se atrevía a alcanzar esa altura, siempre recordaría que Lucas la había llevado allí primero. Una vez más, volvían a compartir un instante inolvidable. La joven estaba tan confundida que incluso quería llorar. Lucas le había exigido que le dejara en paz, que se alejara de él.

—¿Para qué te molestas en mostrarme esto? ¿O enseñarme cualquier cosa? —dijo Helena, sin conseguir que no se le trabara la lengua—. Me odias.

—Jamás he dicho eso —respondió con una voz carente de emoción.

—Deberíamos bajar —propuso sin mirarle a la cara. Nada de esto le parecía justo y no estaba dispuesta a permitir que Lucas jugara con ella de esta manera.

El joven asintió con la cabeza y le agarró la mano con más fuerza. Helena trató de soltarse, pero Lucas se resistió.

—No lo hagas, Helena —amenazó—. Sé que no quieres tocarme pero podrías desmayarte en cualquier momento aquí arriba.

Helena deseaba gritar con todas sus fuerzas que estaba equivocado. De hecho, lo único que quería era tocarle; las ganas la estaban consumiendo por dentro. En ese instante, se imaginó acercándose a él, rozándole el rostro, acariciándole hasta notar la calidez de su piel. Fantaseó con su aroma, abrumándola, acompañando las oleadas de esa calidez. Era consciente de que no debía evocar ese tipo de pensamientos, pero no podía evitarlo. Fuera lo correcto o no, pudiera dejarse llevar o no; eso era lo que verdaderamente deseaba.

Lo que no quería era que jugaran con ella, dándole instrucciones contradictorias porque, al final, ya no sabía cómo debía comportarse.

Además, no tenía idea de cómo se suponía que debía actuar cuando Lucas revoloteaba a su alrededor. Estaba resentida con él por eso, pero, aún peor, estaba decepcionada consigo misma por seguir amándole incluso después de haberla tratado de un modo tan despreciable.

Avergonzada por las ideas que se le estaban ocurriendo, Helena no quiso mirar a Lucas mientras descendían. Cuando notó que podía respirar sin dificultad sin el oxígeno de Lucas, se fijó que estaban sobrevolando una parte muy oscura del contienen. Buscó las redes de iluminación que era capaz de reconocer, como las de Boston, Manhattan o Washington; las encontró en periquete, lo cual la dejó anonadada. Estaban a cientos de kilómetros de distancia.

—¿A qué velocidad vamos? —consultó a Lucas, sobrecogida.

—La verdad es que no he logrado batir la velocidad de la luz… todavía —dijo con un brillo pícaro en los ojos.

Helena se giró hacia él, maravillada al comprobar que Lucas volvía a comportarse como siempre. Eso la confortaba. Ese era el Lucas que había conocido. El joven esbozó una nostálgica sonrisa que enseguida procuró borrar. Sin dejar de mirarla, acercó los labios hacia ella.

Helena no pudo resistirse ante aquella tentación. Sin duda, Lucas era una especie de agujero negro emocional para ella. Sencillamente, su corazón no era capaz de no latir con fuerza siempre que Lucas deambulada cerca de ella. Helena logró zafarse de la mano del joven y aceleró el vuelo para adelante. Necesitaba un momento para recomponerse y reubicarse.

Haciendo un inmenso esfuerzo para concentrarse y tomar el control de la situación, la muchacha desvió la atención hacia el tema que les había llevado hasta el mismísimo espacio. Tenía que mantener la mente ocupada o, de lo contario, estaría perdida.

—Por vuestras reacciones imagino que este esbirro supone un verdadero problema —dijo.

—Sí, y de los grandes, Helena. Los esbirros son más veloces y fueres que los vástagos y, para colmo, no sienten ningún tipo de emoción. Tener a uno de ellos espiándote es un contratiempo que tenemos que solucionar cuando antes. No me di cuenta que estaba ahí —suspiró, como si, en cierto modo, fuera culpa suya.

—¿Cómo podrías haberlo sabido? Hace más de una semana que no nos vemos.

—Vamos.

Lucas empezó a volar en dirección a la Costa Este norteamericana, desoyendo por completo el comentario de la joven.

—Tenemos que volver a casa y explicárselo a mi familia.

Helena asintió. Esta vez decidió llevar las riendas. No se cogieron las manos al descender, pero notaba la presencia de Lucas a su lado, inquietamente cálido y sólido. No dejó de repetirse que todo era producto de su imaginación, que en realidad no estaban sincronizados, pero los hechos demostraban justo lo contrario. Aterrizaron al mismo tiempo, cambiaron de estado y se dirigieron hacia la residencia de los Delos sin romper el paso, como dos gotas de agua.

Lucas abrió la puerta principal, encendió todas las luces del pasillo y empezó a llamar al resto de la familia en voz alta. Instantes más tarde, todos se habían reunido en la cocina para oír a Helena repetir, una vez más, todo lo ocurrido esa noche, exceptuando la pequeña visita al espacio exterior con Lucas.

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