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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (22 page)

BOOK: Malditos
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«Son unos fanáticos. Te matarán», tecleó. Le resultaba increíble que todavía no estuviera haciendo la maleta. Él le respondió: «Mira, no tengo 4 apellidos porque sí. Confía en mí, ¿ok? Nos vemos esta noche».

Helena no pudo reprimir una sonrisa. Le aliviaba saber que, a pesar, de todo, Orión seguía dispuesto a ayudarla. Y justo después se enfadó. Él no se acobardó ni un ápice cuando le dijo que había sido descubierto. ¿Acaso no sabía lo peligrosos que eran los Cien Primos?

—¿Qué ocurre? —preguntó Héctor cuando acabó de inspeccionar el callejón trasero y reparó en su atormentada expresión.

—Dice que ya se ha ocupado de todo.

—Entonces no te preocupes por él. Orión lleva neutralizando intentos de asesinato desde que empezó a hablar. Si dice que ha tomado las precauciones apropiadas, entonces es cierto —concluyó Héctor. Hablaba con una fe tan absoluta en la capacidad de Orión de protegerse que Helena se quedó muda—. Céntrate en lo que debes hacer —aconsejó mientras echaba un vistazo a la calle, por donde no pasaba ningún transeúnte—. Tengo que volver con Dafne y explicarle todo esto.

—¿Piensas salir ahí fuera? —exclamó Helena con incredulidad. La joven saltó por encima del mostrador para detenerle—. ¡Podrían estar escondidos! Hay un nuevo maestro de las sombras, y lo sabes.

—Piensa estratégicamente, Helena. Si los Cien Primos no movieron ficha hace unos minutos, cuando estaba despistado y, por lo tanto, vulnerable, significa que no piensan atacar esta noche. La pregunta que un buen general se haría sería: ¿por qué no vienen a por mí cuando saben exactamente dónde estoy? —dijo con aire pensativo.

—¿Por qué me miras así? —le preguntó señalándole con el dedo y entrecerrando los ojos con recelo—. ¿Qué más sabes?

Héctor esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza, como si ella no hubiera entendido el mensaje.

—Sé de buena tinta que muchísima gente confía en que lograrás tu cometido. Es tan importante que incluso están dispuestos a permitir que me vaya de rositas para asegurarse que tu descenso no se vea trastocado —confesó. Abrió la puerta que daba al callejón y besó a Helena en la frente—. Recuerda que la gente que realmente te aprecia y te quiere te necesita más a ti que a tu cometido. Sea cual sea el plan que Orión y tú habéis tramado para esta noche, ten cuidado en el Submundo, princesa.

—¡Maldita sea! —gritó Helena.

—¿Acaso tenía que pasar algo? —preguntó Orión, expectante.

Se había imaginado el elegante rostro de Perséfone porque creía que ese era el modo de teletransportarse ante la reina. Pero no se habían movido ni un milímetro. No paraba de dar vueltas en un mismo círculo, pateando las diminutas ramitas cuando, de repente, se percató de que en realidad eran minúsculos huesos amarillentos.

—¿Por qué no funciona? —se quejó—. Me gustaría que por lo menos una vez trazáramos un plan que funcionara. ¿Es demasiado pedir?

Orión abrió la boca para decir algo que pudiera serenar un poco a Helena.

—¡Desde luego que no! —interrumpió ella alzando el tono de voz—. ¡Pero es que nada sale bien aquí abajo! No tenemos nuestros talentos, y por no hablar de la geografía. ¡Ese lago de ahí está inclinado sobre una colina!

¡Debería manar un río, pero no, aquí claro que no! ¡Eso tendría demasiado sentido!

—¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Tú ganas! Es ridículo —dijo Orión riéndose entre dientes. El muchacho posó las manos sobre los hombros de la joven para dejarla inmovilizada y añadió—: No te preocupes. Ya pensaremos algo.

—Es que todo el mundo confía en mí. Y, la verdad, creí que teníamos un buen plan, ¿sabes? —dijo Helena, que lanzó un suspiro. Dejó caer la cabeza hacia delante para apoyarla sobre el pecho de Orión. Estaba demasiado agotada.

Orión dejó que se reclinara sobre él mientras le acariciaba la espalda.

—¿Quieres que te diga la verdad? Nunca creí que fuera a funcionar —declaró con sumo cuidado.

—¿De veras? —preguntó Helena, desalentada—. ¿Por qué no?

—Bueno, nunca has visto a Perséfone en persona, solo un dibujo de cuerpo.

—Tampoco había visto tu rostro cuando apareciste junto a mí la primera vez. Lo único que imaginé fue tu voz, tus manos y tu… boca.

Helena se atrancó al pronunciar las últimas palabras y, de forma involuntaria, bajó la mirada para admirar sus carnosos labios otra vez.

—Pero son fragmentos reales de mí, no solo fotografías —añadió Orión en voz baja y apartando la mirada de Helena—. De todas formas, no sabes si el retrato que viste de Perséfone es preciso y fiel a la realidad.

—¿Y cuándo pensabas mencionarme ese pequeño detalle?

Helena le asestó un suave puñetazo en el hombro para disipar la tensión con una chispa de humor.

—¿Por qué no me comentaste algo al respecto?

—¿Qué diablos iba yo a saber? —dijo, como si fuera obvio—. Mira, hasta que no averigüemos qué funciona aquí, prefiero no descartar ninguna idea.

Conseguiremos descubrirlo, pero solo si tenemos una mentalidad abierta.

Helena se quedó un poco más tranquila. Orión sabía perfectamente cómo manejar sus cambios de humos por la falta de sueño. En cierto modo, le agradaba poder ser ella misma delante de él, por muy malhumorada que estuviera.

—Gracias —murmuró con una sonrisa de agradecimiento.

Helena notaba el latido de su corazón bajo su mano, palpitando con fuerza. La respiración de Orión empezó a acelerarse, aunque el joven intentó camuflarlo manteniendo un ritmo forzado. Súbitamente, ella se dio cuenta de que estaba abrazándola, estrechándola entre sus brazos. Pasó un momento de intensidad. Tenía la sensación de que Orión estaba esperando a que ella hiciera algo, así que, nerviosa, se echó a reír para ocultar su agitada respiración.

—Tienes razón. Deberíamos plantearnos todas las ideas —dijo mientras se separaba de él.

«¿Qué demonios estoy haciendo?», pensó. Apretó los puños hasta sentir las uñas clavadas en la palma de la mano.

Lo que estaba haciendo era tratar de no pensar demasiado en el comentario de Héctor. No podía dejar de darle vueltas. Podía divertirse «y mucho» con un vástago de la casta de Roma. ¿Qué significaba exactamente eso? Después de todo, era la casta de la misma Afrodita… —Por casualidad no se te ocurre alguna, ¿verdad? Alguna idea, claro está —añadió, dejando a un lado el tema de lo «mucho» que disfrutaría con Orión.

—De hecho, creo que sí —respondió enseguida Orión. La respuesta vino tan de inmediato que Helena dudó de haber interpretado bien la situación.

El joven contemplaba el lago mientras se mordisqueaba el labio inferior.

—Te escucho —murmuró Helena, solo para recordarle que seguía allí.

¿Estaba planteándose besarla? ¿O solo eran ilusiones suyas? Helena le observó acariciarse el labio con los dientes, suave y delicadamente. No sabía cuál de las dos opciones prefería.

¿Por qué Orión tenía que ser heredero? ¿Por qué no podía ser un chico maravilloso que acababa de conocer, o poder ser un mortal que no tuviera nada que ver con la Tregua? Todo sería mucho más sencillo si fuera un adolescente normal y corriente.

—¿Sabes?, he estado leyendo mucho sobre el Submundo últimamente y solo hay un puñado de cosas que se repiten en todos los textos —continuó el joven, ajeno a las fantasías de Helena—. Creo que los pocos hechos en que todos los historiadores coinciden son completamente ciertos.

Helena empezó a confeccionar una lista, una especie de inventario de ese puñado de hechos que podrían encajar en la descripción de Orión.

—En fin, ahora mismo estamos en el monte Erebus, es decir, perdidos en el vacío más absoluto. Hemos visitado los prados Asfódelos: espeluznantes. Y el Tártaro: puaj.

—Solo he estado en el Tártaro en una ocasión… Ah, cuando nos conocimos —dijo Orión refiriéndose al día en que la sacó de la fosa de arenas movedizas—. Y ya tuve más que suficiente.

—Además es donde los titanes están encarcelados. Sin duda, no es un lugar muy agradable para pasar una eternidad —dijo en tono grave—. Entonces, recapitulemos: el Tártaro, Erebus, los Asfódelos, los Campos Elíseos, alias el Paraíso. Estoy segura de que aún no he dado con ellos. ¿De qué me estoy olvidando? Ah, sí, los cinco ríos. ¡Los ríos! —exclamó Helena al caer en la cuenta de su significado—. Todo aquí abajo está relacionado con los ríos, ¿verdad?

Como si fuera el vago recuerdo de un sueño febril, con más emociones que imágenes, Helena tenía la corazonada de que había un río especial, pero no sabía cuál de ellos era. En cuanto intentó recordar aquel sueño, la sensación se desvaneció como por arte de magia de su memoria.

—El río Estigio, el río Aqueronte… Todos y cada uno de ellos definen el espacio del Submundo, ¿cierto? —meditó Orión mientras procesaba esta nueva línea de pensamiento—. Podrían servirnos de guía, como caminos.

—¿Se puede saber cómo se te ha ocurrido, pequeño genio? —preguntó Helena con admiración. Se había olvidado por completo del recuerdo anterior, como si jamás hubiera existido.

—A partir de lo que has dicho sobre tu lago favorito, ese de allí —respondió con una sonrisa irónica—. Debería ser un río, pero no lo es. Eso me ha llevado a pensar que los ríos deben ser distintos. El resto de los paisajes del Infierno varían constantemente, como si pudieran intercambiarse entre sí. Pero los ríos no se mueven de su lugar. Siempre están aquí. Incluso los mortales han oído hablar del río Estigio, ¿verdad? En todos los relatos fidedignos sobre el Submundo que he podido leer se hace mención a los cinco ríos, y la mayoría de los libros afirman que existe un lugar donde «todos los ríos se unen».

—Entonces, si encontramos cualquier río y seguimos su curso, al final podremos encontrar el que necesitamos —recapituló Helena, que miraba a Orión sin pestañear, como si cualquier movimiento pudiera arruinar sus esperanzas—. El jardín de Perséfone está al lado del palacio de Hades, y se supone que el castillo está cerca de un río. Si localizamos ese río, quizá podamos encontrar a Perséfone.

—Sí, pero eso será como un dolor de muelas. El río que bordea el palacio de Hades es el Flegetonte, el río del Fuego Eterno. No es muy agradable pasear por sus orillas, de eso puedes estar segura —dijo Orión, arrugando la frente—. Y además tenemos que convencer a Perséfone de que nos ayude a deshacernos de las furias.

De repente, Orión empezó a mirar a su alrededor, como si hubiera oído algo.

—¿Qué? —quiso saber Helena. Miró por encima del hombro pero no vio nada fuera de lo normal.

—Nada. Vamos —dijo algo incómodo. Orión arrastró a Helena por el brazo.

—Eh, ¿a qué viene tanta prisa? ¿Has visto algo? —insistió Helena mientras corría junto a Orión, pero no obtuvo respuesta alguna del joven—. Está bien, solo dime si tiene colmillos, ¿vale?

—¿Te has enterado del robo en el museo Getty? —preguntó de sopetón.

—Ah, sí —respondió Helena, sorprendida por el repentino cambio de tema—. ¿Crees que tiene alguna relación con lo que acabas de ver?

—No sé qué he visto, pero, independientemente de eso, hemos permanecido en el sitio demasiado tiempo —explicó algo molesto—. No debería haber dejado que eso sucediera. No puedo creer que haya… Helena esperó a que acabara la frase, pero Orión enmudeció. Seguía con el ceño fruncido, como si algo no encajara. Ella miraba a su alrededor en busca de algo que llamara la atención, pero no distinguió ningún tipo de amenaza.

Los diminutos huesos esparcidos en el suelo, los mismos que Helena había pateado sin piedad minutos antes, se agrandaban a pasos agigantados.

Tras correr varios metros, los esqueletos habían crecido de un modo espectacular, adoptando primero la silueta de un ratón, y convirtiéndose más tarde en felinos hasta alcanzar el tamaño de un elefante. En breve estarían serpenteando entre esqueletos más grandes que el de cualquier dinosaurio. Al observar las monstruosas estructuras calcificadas esparcidas por el suelo, Helena tuvo la impresión de que caminaban por un bosque de huesos.

Una serie de costillas se alzaban como los pilares de una catedral gótica.

Las articulaciones, repletas de bultos y recubiertas de colonias de liquen podrido y polvoriento, yacían como gigantescos pedruscos en su camino.

Helena reparó en que había distintos tipos de anatomías mezclados entre sí, como si centenares de criaturas del tamaño de un rascacielos hubieran muerto desplomándose unas encima de otras. La escala había alcanzado tales proporciones que era como si ella estuviera observando a través de un microscopio. Desde su perspectiva, cada poro de aquellos huesos del tamaño de una secuoya era tan enorme que daba la sensación de que estuvieran fabricados con miles de capas de encajes. Acarició la superficie de un hueso con la mano y miró a Orión.

—¿Sabes qué criaturas eran? —susurró.

Orión bajó la mirada y tragó saliva.

—Los gigantes de hielo. He leído historias sobre esto, pero jamás pensé que fuera real. Es un lugar maldito, Helena.

—¿Qué pasó en este lugar? —bisbiseó ella. Estaba conmocionada, tanto por las bestias que veía ante sus ojos como por la reacción de Orión.

—Es un campo de batalla traído expresamente al Submundo. Eso solo puede ocurrir cuando todos los soldados están dispuestos a morir luchando. Los gigantes de hielo son criaturas extinguidas —dijo con voz monótona, como si hubiera perdido toda esperanza, lo cual era muy poco habitual en él—. He sufrido pesadillas donde aparece un campo como este, transportado al Submundo. Es idéntico, excepto por un detalle: los esqueletos no son de gigantes de hielo, sino de vástagos.

Su habitual gesto sonriente y optimista dio lugar a una expresión más adusta y seria. Justo en ese instante, Helena recordó las palabras de Héctor. Orión había tenido una vida muy dura. Ahora podía apreciar esa nota de tristeza en lo que debió de ser una canción alegre.

La jovencita ladeó la cabeza para poder mirarle a los ojos. Se acercó un poco más a él y le sacudió el brazo, como si tratara de despertarle.

—Eh —murmuró—. ¿Sabes qué me desquiciaba de la clase de Historia?

—¿El qué?

La pregunta de Helena, aparentemente al azar, había sacado a Orión de su ensoñación taciturna, tal y como ella quería.

—Todo gira alrededor de guerras y batallas y de quién conquistó a quién —explicó mientras le cogía de los antebrazos, como si quisiera arrastrarle hacia algún lado—. ¿Sabes lo que pienso?

—¿El qué?

Orión esbozó una juguetona sonrisa y permitió que Helena lo guiara hacia donde le apeteciera. A ella le fascinó que todos los nubarrones que parecían haber ensombrecido el rostro se desvanecieran tan rápido, como si la propia Helena tuviera el poder de hacerlos desaparecer.

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