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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (24 page)

BOOK: Malditos
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—Tengo que dejarte —informó con voz amable.

—¿Eh? —dijo Helena alzando la vista.

Orión la miraba con tristeza y melancolía.

—Hemos regresado al mundo real, Helena. Vendrán a por nosotros.

En cuanto pronunció la última palabra, una multitud de sollozos lastimeros emergió de la nada. Orión dejó caer la cabeza con gesto doloroso y suspiró. Con un movimiento repentino a la par que violento, el joven pateó la vela que los había estado alumbrando y trató de librarse de Helena, empujándola de su regazo para poder levantarse.

De forma simultánea, cada músculo de Helena se anquilosó, impidiendo así que Orión pudiera inclinarse y erguirse. Colocó la mano con firmeza en el pecho del joven, le empujó hacia atrás y le propinó una patada en el estómago para dejarlo tendido en el suelo. Una oleada de rabia e ira la inundó mientras apretaba las caderas de Orión entre sus muslos.

—No irás a ninguna parte —amenazó.

La voz de Helena desprendía un odio infinito.

—No, Helena. No lo hagas —rogó Orión, pero sabía que era demasiado tarde.

Las furias se habían apoderado de Helena y le estaban ordenando que matara a Orión.

Capítulo 9

Zach dio una última vuelta a la isla en coche, solo para cerciorarse de que Héctor no estaba siguiéndole, y después regresó a la embarcación de su señor. Aunque Héctor fuera un paria, seguía filtrando información a su familia, y Zach no podía permitirse el lujo de cometer ningún desliz.

Automedonte no se conformaría con arrancarle la cabeza si, por accidente, Héctor le seguía el rastro hacia su base en Nantucket, el barco de velas rojas.

Tras apagar el motor, se quedó observando el muelle que conducía hacia el elegante yate. Todas las embarcaciones se mecían con suavidad al ritmo de la marejada nocturna. De pronto, al pensar que tenía que cruzar la hilera de tablones de madera para entregar su informe a Automedonte, le empezaron a sudar las manos y se le revolvieron las tripas. Presentar el informe cara a cara era una mera formalidad, pues Zach ya había enviado por correo electrónico la cadena de mensajes en cuanto la robó, pero a Automedonte le gustaba recordar a su acólito que cada segundo de su vida pertenecía a su amo y señor.

Para Zach, ya no había vuelta atrás. Y todo por culpa de Helena. Maldita zorra.

Lo único que ansiaba saber era de qué se había estado escondiendo todos estos años. Había intentado hablar con ella en privado; sin embargo, sin importar lo cuidadoso y comprensivo que se mostraba, ella jamás le desveló sus secretos. Si Helena le hubiera prestado un poquito de atención, quizá si hubiera accedido a salir con él un par de veces, nada de esto estaría sucediendo.

Zach acabaría obteniendo todas las respuestas que quería, y muchas otras que habría preferido no saber. Automedonte había crecido en una época donde la única diferencia entre un hombre libre y un esclavo se medía en tiempo, y Zach estaba en el momento y el lugar equivocado.

El chico se apeó del coche y se dirigió hacia el muelle, repitiéndose una y otra vez que, por lo menos, su señor le había demostrado suficiente respeto. Le había encargado un trabajo muy importante. Tenía que espiar a sus antiguos amigos, en concreto a Helena, y mantenerle informado de todos los progresos que Helena estaba haciendo en su cometido en el Submundo. No era un trabajo honorable, pero, ¡eh!, era una forma de entrar en ese mundillo. Helena era un esnob de cuidado. ¿Y los chicos Delos? Estaban demasiado ocupados sacando brillo a sus músculos y acostándose con todas las chicas atractivas de la isla como para fijarse en un humano de a pie, como él.

Esta noche había prestado un buen servicio a su señor, aunque la información que le había proporcionado no había sido bien recibida. Zach tenía pruebas que confirmaban la existencia de una granuja y, si había dos (Helena y su nuevo amiguito, Orión), entonces podía haber muchos, muchos más.

Zach no era estúpido. No había tardado mucho en comprender la política que había en juego y enseguida supo cuál era el premio. Si alzaban Atlántida, los vástagos ganarían la inmortalidad y, tras miles de años estancados en un punto muerto con los dioses, los Cien Primos estaban decididos a reclamar su premio.

Había desavenencias, desde luego, en especial por parte de los quejicas Delos, que aseguraban que todo eso desencadenaría una brutal guerra, pero Automedonte se lo había explicado todo a Zach. Iniciar una batalla campal sería una mala decisión para los dioses. Los Cien Primos gozarían del don de la Inmortalidad y, sin duda, superarían en número a los Doce Olímpicos, al menos por ochenta y ocho, aunque por todos era sabido que los Cien abarcaban a más de un centenar de primos.

Si los olímpicos intentaban luchar, se verían obligados a rendirse casi de inmediato. La humanidad por fin veneraría y honraría a dioses capaces de entenderlos, dioses que antaño fueron mortales. Quizá, para variar, lo rezos y las plegarías serían atendidas en vez de ignoradas.

Para Zach, todo tenía sentido. Estaba convencido de que se hallaba en el bando correcto.

Sin embargo, había oído a su amo y señor decir cosas horribles en varias ocasiones. Cosas como cuánto deseaba que la humanidad desapareciera de la faz de la Tierra o cómo le encantaría que todos los mortales se convirtieran en esclavos estúpidos, como si fueran una colonia de hormigas. De hecho, más de una vez Automedonte había afirmado que ansiaba que su propio maestro «limpiara el mundo». Zach jamás había conocido al maestro de su señor, y, a juzgar por lo que había oído, era lo último que quería.

Al poner un pie sobre la cubierta del yate, oyó una serie de voces que provenían de la cubierta inferior y distinguió una esencia rancia y ácida, como a leche agria. Tras olisquear ese olor fétido, reculó varios pasos, pero se esforzó por ignorarlos y seguir adelante. A veces, su señor tampoco olía demasiado bien. Aunque tenía una apariencia bastante humana, Automedonte tenía un exoesqueleto en vez de piel y no respiraba por la boca, sino a través de unos agujeritos apenas perceptibles que le cubrían todo el cuerpo. Además desprendía un olor extraño, una mezcla de almizcle y hojas secas.

Zach decidió sentarse en la cubierta superior, completamente vacía. Tras la confrontación con Héctor, Lucas y Helena en el bosque, Tántalo había solicitado la presencia de todos los primos que habían acompañado a Automedonte a la isla. Aunque Zach no se había enterado de la razón del tal huida, sospechaba que tenía algo que ver con un inminente ataque de Tántalo. Sin duda, debía ser algo muy grave para que la guardia de élite de Tántalo hubiera rodeado de aquel modo los vagones. Lo único que sabía era que un batallón de los Cien Primos estaba persiguiendo a una misteriosa mujer por todo el mundo.

Las voces de la cubierta inferior subieron de tono, mostrando así su desacuerdo, pero enseguida enmudecieron por un comentario del otro bando. Zach sabía que no debía interrumpir, así que espero sobre uno de los bancos de madera de teca.

Sabían que el chico estaba allí, por supuesto. Él había aprendido, por propia experiencia, que su amo y señor podía sentir todos sus movimientos. Quien estuviera allí abajo con él era igual de poderoso, o un vástago de alto rango o una criatura aún más superdotada. Su maestro no utilizaba aquel tono reverente con ningún ser que juzgara como inferior a él y, en opinión de Zach, había muy pocas personas en el mundo que recibieran tal trato de Automedonte.

Al oír que el grupo empezaba a recoger para subir a la cubierta superior, Zach se levantó respetuosamente. Por las escaleras apareció Automedonte seguido por una esbelta mujer y un jovencito con la tez muy pálida.

Parecían maniquíes, de una belleza delicada y una mirada grisácea, que se movían como si flotaran.

Sin embargo, al observarlos más de cerca, se dio cuenta de que tenían las pupilas demasiado pequeñas y parecían jadear en vez de respirar. Zach retrocedió y, por la mirada molesta de su señor, intuyo que había cometido un terrible error. La mujer meneó la cabeza hacia el chico, como si fuera una serpiente inspeccionando su presa.

—¡Arrodíllate, esclavo! —ordenó Automedonte.

Zach se desplomó sobre sus rodillas, pero sin apartar la mirada de la hipnótica y horrenda mujer. Tardó unos segundos en percatarse de que, a pesar de su altura y sus acciones angulosas, no era una hermosa maniquí.

Era un ser repulsivo, al igual que el joven encorvado que caminaba a su lado.

Ellos eran la fuente de aquella peste nauseabunda a leche podrida con una pizca de azufre. El hedor era tan fuerte que tuvo que cerrar los ojos por el escozor. Y entonces, una serie de emociones caóticas y violentas se apoderaron de él. Zach se moría por asestar un puñetazo a alguien o provocar un tremendo incendio.

—Por fin, una reverencia —siseó la mujer.

—Es ignorante —comentó Automedonte con tono despectivo.

—¿Su estupidez le impedirá cumplir con su deber?

—En absoluto. Se ha criado en esta isla y está bastante unido al Rostro —replicó Automedonte—. Si son los verdaderos tres herederos de la profecía, confío que mi esclavo se comporte tal y como esperamos. Es un humano envidioso.

—Perfecto.

Zach no se percató de que la mujer y su acompañante habían abandonado la embarcación hasta que abrió los ojos y vio que habían desaparecido. Su putrefacto aroma perduró varios minutos más. El impulso temerario le abrumaba, así que miró a su alrededor en busca de algo que romper.

Las furias susurraban nombres incomprensibles sin dejar de sollozar.

Helena se esforzaba por apartar la mano del pecho de Orión y así poder alejarse de él. Le tenía atrapado entre las piernas, pero la absoluta oscuridad le impedía verle. En realidad, lo prefería. Si al menos no estuviera tocándole, podría calmarse, y tenía que calmarse de una vez por todas. Estaba tan furiosa que incluso sentía que el piso temblaba.

Pero no desistió. Sin apenas haber meditado la decisión, se sorprendió al darse cuenta de que estaba clavando las uñas en la espalda de Orión y estirándole de la camiseta mientras el muchacho procuraba retirarse.

Un segundo seísmo hizo vibrar el suelo de la caverna; esta vez, sabía que no era producto de su imaginación. EL terremoto fue de tal intensidad que logró arrancar a Orión de las piernas de Helena. Un ensordecedor estruendo tronó en el interior de la cueva mientras el suelo palpitaba con fuerza. El chico intentó articular su nombre, pero todavía no había recuperado el aliento y lo único que Helena escuchó fue un gemido. No podía explicarse cómo se había escabullido, pero sabía que no podía estar muy lejos.

Aquella penumbra la desesperaba; necesitaba algo con qué alumbrarse. Se le ocurrió invocar un relámpago. Después de pasar una eterna y complicada noche en el Submundo, Helena se moría de sed y sabía que, con esa deshidratación tan severa, sus rayos eran más que inestables. Si no podía tener un control absoluto sobre su energía, los rayos podían explotar con tal fuerza que derrumbarían la cueva. El cesto protegía a Helena de cualquier arma, pero no de un mal criterio. El peso de las rocas la asfixiaría del mismo modo que el océano podía ahogarla.

—Helena. Corre —jadeó Orión—. Por favor.

El sonido de su voz la exasperaba, como cuando alguien arañaba una pizarra, pero al menos le indicaba su posición.

Se abalanzó sobre Orión y volvió a sentarse a horcajadas sobre él para inmovilizarlo entre las rodillas. El muchacho le agarró los antebrazos, impidiéndole así que le golpeara la cabeza. Mantenía a Helena sujeta por las muñecas. Forcejearon sumidos en aquella oscuridad.

De repente, ella notó una tercera mano, tan frágil y suave como una brisa de aire, pero, sin lugar a dudas, de Orión. Y le rozó el pecho. La joven sacudió la cabeza convulsamente, impactada y atónita ante aquel misterioso brazo.

Con una dulzura infinita, Orión atravesó la ropa de Helena con su tercera mano, hasta alcanzar su piel y después sus huesos. Rasgó las ramificaciones de los nerviosos atrapados en la columna vertebral y después posó la mano en ese punto detrás del esternón, donde nacían todas las risas (el mismo punto que tanto le dolía desde que había perdido a Lucas).

Aunque sabía que el órgano de su pecho no era el responsable de sus emociones, tenía la extraña impresión de que Orión tenía entre su mano invisible el centro de su corazón.

Se quedó inmóvil, conmocionada por esa nueva sensación. Orión, todavía atrapado bajo sus rodillas, se incorporó. Tan solo unos milímetros separaban sus rostros.

—No tenemos que hacernos daño, Helena —susurró.

Los labios de Orión acariciaron la tez de Helena, justo entre el lóbulo de la oreja y la mandíbula. A ella se le puso la piel de gallina de inmediato. Lo único que quería era rozar la boca de Orión con los dedos. Relajó los puños y se deshizo de aquella postura combativa. En aquella absoluta negrura, Helena palpó la cabeza de Orión y al fin pasó las palmas de las manos sobre sus cálidos y musculosos hombros.

En su interior, Orión dobló su tercera mano y extendió los dedos. Notó una sensación en las cuatro extremidades y, por último, el quinto dedo alcanzó la cabeza.

—Jamás podría hacerte daño —susurró mientras le acariciaba la espalda y las caderas con sus verdaderas manos.

—No sé qué me estás haciendo —musitó Helena, casi sin pronunciar las palabras, pues no quería gruñir, sollozar o gritar. No sabía si el roce interior de Orión era la experiencia más increíble que jamás había sentido o un gesto tan íntimo que convertía el placer en dolor—. Pero tampoco puedo hacerte daño.

—¡No pueden!

Un insistente susurro emanaba por el laberinto de cuevas. El murmullo en seguida se convirtió en gritos coléricos. Las furiosas estaban frenéticas, en un estado de agitación extrema y, por primera vez, tocaron a Helena.

Las tres parcas golpeaban su frente húmeda contra la espalda de Helena.

La joven notaba sus cuerpos cubiertos de ceniza en la nuca. Se tropezaron apropósito para arañarle la cara con sus uñas afiladas y tirarle del pelo para despegarla de Orión.

Las imágenes de cientos de asesinos que quedaron impunes de sus crímenes pasó por la mente de Helena.

—¡Mátale! ¡Mátale ahora! —ordenaban—. Todavía tiene una deuda con la casta de Atreo. ¡Haz que la pague con sangre!

Las furias no se cansaban de acongojarla. El corazón de Helena se deslizo de la mano invisible de Orión y se llenó de rabia y furia. La joven se enfureció aún más y le asestó un golpe con toda su fuerza, tratando de estrellar un puñetazo en la garganta de Orión.

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