Malditos (20 page)

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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Malditos
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—No sé adónde ha ido. A estas horas podría estar en el Tíbet —respondió Noel, a punto de perder los nervios—. Tenía la esperanza de que pasara con vosotros unas semanas en la Gran Manzana. Así saldría de aquí y tendría la oportunidad de…

—¿La oportunidad de qué? —interrumpió Cástor con voz triste al ver que Noel se quedaba sin argumentos—. Déjale en paz.

—¡Ya le he dejado en paz y es evidente que no sirve para nada en absoluto! —protestó Noel—. Está siempre enfadado, y creo que la situación está empeorando cada día.

—Lo sé. Nuestro hijo ha cambiado, Noel, y creo que no tenemos más opción que aceptarlo. Confiaba en que solo me odiara a mí, pero al parecer desprecia al mundo entero —admitió Cástor—. Y, si quieres que te sea sincero, no le culpo. ¿Te imaginas que alguien intentara separarnos como yo los he separado a ellos?

—No tenías elección. Son primos hermanos. Y eso no es algo que podamos cambiar —rebatió Noel con rotundidad—. Sin embargo, si tu padre nos hubiera hecho lo que tú a Lucas…

—No sé cómo habría reaccionado —reconoció Cástor como si no quisiera planteárselo.

Helena les oyó darse un beso y, de inmediato, desactivó el oído vástago.

—¡Vayamos a la biblioteca y pongamos manos a la obra! —sugirió en voz alta a sus dos amigos.

Dieron una vuelta a la casa para utilizar la otra entrada. Su mente iba a mil por hora. ¿De verdad Cástor los había separado? Y de ser así, ¿cómo? Pensó en el numerito de la cena y recordó que Lucas estaba tan furioso con Cástor como con ella, o quizás incluso más. ¿Acaso Lucas la había tratado de un modo despreciable porque su padre así se lo había ordenado?

—¿Len? Sabes que te quiero, pero tienes que dejar de desconectar tan a menudo —dijo Claire con una tierna sonrisa.

Helena miró a su alrededor y enseguida se dio cuenta de que se había quedado paralizada en mitad del pasillo que conducía a la biblioteca, como si las piernas no le respondieran.

—¡Lo siento! —se disculpó antes de apresurarse a alcanzar a sus amigos.

Lucas rodeó el museo Getty, un edificio blanco y elegante construido sobre la cima de una de las colinas más escarpadas de la cuidad de Los Ángeles.

El monumento de piedra de nívea que cubría la punta rocosa y árida de la pequeña montaña tenía un parecido asombroso con el Partenón. En su origen, el Partenón era la tesorería de Grecia, de modo que Lucas prefirió pensar que entraría en el Getty para retirar algunas monedas.

Estaba buscando un rincón lo bastante escondido para que nadie pudiera ser testigo de su aterrizaje, pues tenía que aminorar la marcha al descender y alguien podía avistarle. Lucas se movió a una velocidad que el ojo humano era incapaz de apreciar y al fin se posó sobre el suelo con tal ligereza que no dejó ni una pisada. En cuanto puso los pies sobre el suelo, salió disparado hacia la puerta principal con tal rapidez que lo único que las cámaras de seguridad habrían registrado sería una figura borrosa. Al llegar a la entrada, frenó en seco y, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció.

Durante las últimas semanas, había aprendido que, sin desplazarse de un mismo lugar, era capaz de dispersar la luz, de forma que la superficie de su cuerpo se volvía transparente, proyectando así lo que tuviera detrás. Al principio, antes de perfeccionar su capa invisible, sabía que era posible que un vástago creara una débil grieta entre la imagen que había concebido y si entorno. Por suerte, tan solo un vástago se había dado cuenta, y todo por su maldita culpa.

Tras media hora de eterna espera, el tipo de mantenimiento por fin salió por la puerta con un rastrillo en una mano y un termo de café en la otra.

Con suma agilidad, Lucas se deslizó a su alrededor y entró en el edificio sin que saltara ninguna alarma. Podría haber arrancado de la puerta del marco, pero no quería llamar demasiado la atención. Aunque no sabía si su plan funcionaría, no deseaba que su familia empezara a sospechas e interfiriera.

De pequeño, le había enseñado que los museos eran lugares sagrados porque albergaban multitud de reliquias de origen vástago, pero jamás podría haberse imaginado que un día se vería obligado a asaltar uno de ellos. Estaba desesperado. Tenía que hacer algo para ayudar a Helena.

Su padre se había equivocado desde el principio. Cualquiera que echara un vistazo a la chica podía intuir que estaba sufriendo en el Submundo, pues siempre amanecía con la ropa rasgada y cubierta de fango negro.

Lucas sabía perfectamente que él no era el problema de Helena. Había obedecido las órdenes de sus padres sin rechistar, pero, aun así, la joven sufría mucho. Alejarse de ella no bastaba.

Lucas era consciente de la fortaleza de la chica y confiaba en su madurez a la hora de tomar decisiones, a pesar de que en muchas ocasiones discrepaba. Había insistido en que Orión le estaba siendo de gran ayuda, así que, aunque la idea de imaginárselos juntos y a solas le mortificaba, decidió distanciarse.

En ese instante recordó una promesa que se había hecho tras la violenta muerte de Pandora. El sol empezaba a despuntar y, sentado en el mirador de Helena, se juró que soportaría todo sufrimiento para que Helena siguiera adelante con su vida y la viviera plenamente. En un intento de romper todo vínculo entre los dos, Lucas se había convertido en un retorcido y maquiavélico. Y, sin embargo, esa misma mañana había visto a Helena con un aspecto más enfermizo y demacrado que antes de que decidiera alejarse de ella.

Lo que le estaba sucediendo a Helena iba mucho más allá de la nostalgia o la tristeza que le provocaba que su relación estaba condenada a la fatalidad.

Lucas avanzó con tal celeridad por los pasillos del museo que ni la cámara de más alta resolución podría haber captado una imagen de su rostro.

Aunque su entorno cambiaba cada nanosegundo, sabía hacia dónde se dirigía. Había varios carteles que le indicaban la dirección correcta. «Los Tesoros de la Antigua Grecia» eran un éxito de masas, y esta famosa exposición de objetos de oro que acaban de desenterrar ya había dado la vuelta al mundo. Este mes la muestra estaría alojada en el Getty, así que el personal del museo había empapelado la ciudad con carteles de seda para celebrarlo.

Además, en su página web aparecían infinidad de fotografías de los objetos. Al verdadero estilo de California del Sur, las piezas de oro más pequeñas y menos impresionantes, que el resto de los museos internacionales había descartado de las imágenes promocionales de la exposición, aparecían todas juntas en grupo, alardeando así de la cantidad de oro que reunía el museo. Los Ángeles era una ciudad obcecada en deslumbrar al resto del mundo y, tras dos semanas irrumpiendo en los museos más reconocidos del planeta, Lucas había encontrado lo que estaba buscando de un modo más sencillo. En Internet.

Comparado con otras piezas de la colección, el puñadito de monedas de oro no merecía estar en aquella exposición. Lucas tuvo que ir hasta uno de los almacenes traseros a buscarlas, pero, al encontrarlas, no perdió ni un minuto. Según tenía entendido, las tres monedas, con una amapola cincelada en un lado, eran los últimos óbolos que se habían forjado en honor a Morfeo, el dios de los sueños.

El joven robó las tres monedas.

—¡Esto es inútil! ¡Estamos dando vueltas sin llegar a ningún sitio! —se quejó Helena mirando al techo de la biblioteca—. Sé que no tiene mucho sentido, pero, creedme, no existe la progresión geográfica allí abajo. ¿Os he hablado de la playa que no conduce a ningún océano? ¡Es solo arena!

¡No hay ni una gota de agua!

Estaba tan agotada que sentía que en cualquier momento sufriría un ataque de nervios. Y, por si fuera poco, de vez en cuando notaba unos repentinos escalofríos, lo cual empezaba a inquietarla. No podía permitirse el lujo de caer enferma. Era imposible a la par que fastidioso. En ese instante sonó su teléfono móvil. Orión quería saber si los «gurús griegos» habían averiguado algo. Helena esbozó una divertida sonrisa al leer cómo había bautizado al grupo de estudio y le respondió que todavía no había descubierto nada. También le preguntó qué estaba leyendo sobre los romanos: «Guerras, orgías, baños y vuelta a empezar. Me aburro. Casi ;) ».

—¿Es Orión otra vez? —preguntó Ariadna con el ceño fruncido.

Helena alzó la cabeza y asintió con expresión de fastidio sin dejar de teclear.

Aunque entendía la preocupación de todos, puesto que debían asegurar que las castas permanecieran separadas, a veces Helena se sentía insultada. Orión era guapísimo, desde luego. Y valiente. Y divertido a rabiar. Pero eso no significaba que estuvieran saliendo o algo parecido.

—¡Espera! ¡Puedes encontrar a Orión! —exclamó Claire, dispersando así los pensamientos de Helena.

—Sí, ya te lo he dicho. Si me concentro en su cara, aparezco junto a su lado, tal y como hacen Jasón y Ariadna cuando traen de vuelta a personas que se hallan al borde del Submundo. Pero solo puedo dar con él si está en la misma infinidad que yo —explicó Helena—. De otro modo, jamás le encontraría, aunque descendiera… Oh, olvídalo.

—Helena, eso ya lo entiendo —refunfuñó su amiga, algo frustrada—. Mi duda es si Orión es la única persona que puedes encontrar pensando en él.

—Ya he tratado de encontrar a las furias así, Risitas. Muchísimas veces, créeme. Y jamás funciona.

—Pero las parcas no son personas —recalcó Claire tratando de mantener el entusiasmo—. ¿Y si te concentras con alguien que habita en el Infierno?

¿Crees que podrías utilizar a esa persona como una especie de almenara?

—Es el reino de los muertos, Risitas. Buscar a alguien que «viva» allí es una contradicción en términos, ¿no te parece? —preguntó Helena, perdida en la lógica de su mejor amiga.

—No si el mismísimo dueño del Infierno secuestra a alguien, «en cuerpo y alma» —aclaró Claire. Cruzó los brazos sobre el pecho y sonrió con picardía, como si supiera un secreto.

Jasón parecía anonadado.

—¿Cómo puedes ser tan lista? —preguntó sin dejar de mirar a Claire con admiración.

—Afortunada, si no te importa —rebatió con una amplia sonrisa.

Ariadna, Helena y Matt se miraban confundidos mientras Jasón y Claire no dejaban de sonreírse, olvidándose durante unos momentos de que había más gente en la biblioteca.

—Ejem, ¿chicos? Odio interrumpiros, pero ¿de qué estáis hablando? —preguntó al fin Matt.

Jasón se levantó y se dirigió hacia la pila de papeles y pergaminos amontonados en el escritorio. La página mostraba una ilustración de una jovencita de raza negra alejándose, pero con una mirada que daba entender que no quería irse. Llevaba un vestido de flores y una corona con joyas ensartadas del mismo tamaño que las uvas. Parecía moverse con la misma gracilidad que una bailarina de ballet y, aunque aparecía de perfil, se intuía que era una belleza despampanante. A pesar de su elegante hermosura y abundancia de riquezas, su aspecto irradiaba una tristeza desoladora.

—Ah, sí —susurró Ariadna—. Ahora me acuerdo.

—¿Quién es? —quiso saber Helena, sobrecogida por la imagen de aquella mujer tan bella y a la vez tan triste.

—Perséfone, diosa de la primavera y reina del Submundo —aclaró Jasón—. De hecho, es un vástago. La única hija de la olímpica Deméter, la diosa de la tierra. Hades raptó a Perséfone y la engañó para que se casara con él. Ahora está obligada a pasar los meses de otoño e invierno en el Infierno. Se dice que Hades, le construyó un jardín nocturno junto a su palacio. El jardín de Perséfone.

—Ahora, solo se le permite abandonar el Submundo para visitar a su madre en primavera y en verano. Cuando regresa a la Tierra, deja un rastro de flores allí donde va —explicó Ariadna con aire soñador, como hechizada ante la idea de que Perséfone hiciera que el mundo floreciera a su paso.

—Es octubre. Debería estar allí —añadió Matt con cautela.

—¿Estáis seguros de que no es inmortal? —insistió Helena con el ceño fruncido—. ¿Cómo es posible que siga viva?

—Hades es el dios de los muertos, Helena. Perséfone no perecerá hasta que él así lo autorice —respondió Casandra desde el otro extremo de la biblioteca.

El inesperado comentario de la pequeña la sobresaltó. Había olvidado por completo que estaba allí sentada, escribiéndole una carta a su padre, que seguía en Nueva York. Cástor y Palas solo podían recibir mensajes por escrito durante el Cónclave, y recientemente habían pedido información más específica acerca del esbirro. Casandra siempre había tenido la inquietante habilidad de permanecer quieta como una estatua de mármol, pero últimamente esa habilidad se había acentuado de tal forma que empezaba a ser espeluznante. La pequeña se reunió con el resto del grupo para observar con detenimiento la imagen.

—Así que está atrapada en el Infierno —dijo Helena refiriéndose de nuevo a Perséfone.

—Pero, aun así, podría ayudarte —concluyó Casandra—. Conocer cada rincón, cada secreto del Submundo.

—Es una prisionera —rebatió Helena con mala cara—. Nosotros somos los que deberíamos ayudarla a ella. Orión y yo, quiero decir.

—Imposible —sentenció Casandra—. Ni siquiera el mismísimo Zeus consiguió que Hades se separara de Perséfone cuando Deméter exigió que le devolvieran a su hija. La diosa envió al planeta a una edad de hielo, condenado así a toda la humanidad a una muerte casi segura.

—¡Es un secuestrador! —acusó Matt, indignado—. ¿Por qué razón Hades no está encerrado en el Olimpo como el resto de los dioses? Es uno de los tres dioses más importantes. ¿Acaso no debería formar parte de la Tregua?

—Hades es el hermano mayor de los tres hijos de Cronos y Rea, así que supongo que técnicamente es un olímpico, pero siempre ha sido distinto a los demás. No recuerdo ningún texto que relate que Hades pisara alguna vez el monte Olimpo —informó Casandra con una mueca inquisitiva—. El Submundo también recibe el nombre de «Hades» porque es su reino, su territorio. No forma parte de la Tregua y, es más, ni siquiera de este mundo.

—El Submundo se rige según sus propias normas —enunció Helena, que entendía todo esas cosas mejor que los demás—. Asumo que todos creéis que Perséfone estaría más dispuesta a saltarse algunas, ¿me equivoco?

—No te hagas demasiadas ilusiones, pero, si hay alguien que puede ayudarte allí, es ella —dijo Jasón—. Es la reina del Infierno.

El teléfono de Helena vibró.

«¿Quieres saber el chiste favorito de Julio César?», había escrito Orión.

«Reúnete conmigo esta noche —respondió Helena—. Creo que hemos dado con algo.»

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