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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (16 page)

BOOK: Malditos
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¿Cómo un tipo así podía ser el sucesor de Hades y convertirse en la versión vástago del dios de los muertos? Había una pieza que no encajaba.

—Todavía no hay nada decidido, Helena —dijo Ariadna al ver que ella empezaba a entristecerse—. Si dices que el tal Orión es un buen chico, yo te creo.

—Orión ha tenido que soportar mucho sufrimiento por culpa de las furias y está dispuesto a arriesgar su vida para ayudarme a deshacernos de ellas, para que nadie más padezca lo mismo. Creo que una mala persona jamás haría algo así —insistió Helena.

—Por lo visto lo conoces más de lo que has dicho antes —refunfuñó Lucas.

—Solo he charlado con él un par de veces, pero el tiempo es diferente allí abajo. Me dio la sensación de que fueron días, aunque en el mundo real solo fueran horas. No estoy diciendo que lo sé todo sobre su vida, porque no es así. Pero confió en él.

Helena podía notar las oleadas de fastidio irradiando del cuerpo de Lucas, pero el joven Delos no dijo nada más. En cierto modo, ella habría preferido que se hubiera puesto histérico y empezara a gritarla otra vez. Al menos así sabría lo que estaba pensando.

—Entonces esperemos que tengas razón, Helena. Por el bien de todos —añadió Casandra algo pensativa.

La menor de los Delos se levantó del sillón y se encaminó hacia los pergaminos, un gesto muy discreto que interpretaba como una sugerencia de que todo el mundo abandonara la biblioteca. Tras la indirecta, todos se dirigieron a la cocina, y dejaron a Casandra a solas.

Noel había preparado un pequeño banquete para celebrar la iniciación de los nuevos sacerdotes y sacerdotisas de Apolo desde hacía muchísimos siglos. Helena no pudo ocultar una sonrisa ante tal despliegue. Apreciaba el hecho de que la familia Delos utilizara la comida para todo. Peleas, celebraciones, convalecencias… Cualquier momento decisivo o crucial, o a veces simplemente los domingos por la mañana, merecía un festín por todo lo alto. Así, Noel, convertía aquella casa en un verdadero hogar. Helena sabía que era prima de todos ellos y, por lo tanto, formaba parte de esa familia, pero ya no se sentía bienvenida. Si se quedaba a cenar, Lucas no se sentaría con ellos a la mesa. Así que se quedó rezagada en la puerta de la cocina.

—¡Entra ahí y come algo! —ofreció Claire alegremente.

—¡Ajá! ¿Tan delgada estoy?

—Más delgada todavía.

—No puedo hacerlo, Claire —reconoció con voz quebrada.

—Él ya se ha ido, ¿sabes? Acaba de despegar, pero te entiendo —murmuró Claire encogiéndose de hombros—. Me da rabia que no te quedes para celebrarlo, pero no puedo culparte. Yo tampoco me sentiría cómoda.

—Ha sido muy valiente por tu parte —dijo Helena con tono serio—. Hace falta tener agallas para unirse al sacerdocio.

—Debería haberlo hecho antes —admitió Claire en voz baja—. Dejo que te pasees sin ayuda por el Infierno unos cuantos días y…, bueno mírate. Lo lamento mucho, Lennie.

—¿Tan mal me ves?

—Sí —afirmó sin rodeos—. Pareces muy triste.

Helena asintió con la cabeza. Sabía que su mejor amiga no quería ser cruel, solo sincera. Le dio a Claire un fuerte abrazo y se escabulló por la puerta trasera antes de que alguien volviera a pedirle que se quedara a cenar. Estaba a punto de alzar el vuelo cuando, de repente, oyó que alguien se acercaba por el jardín.

—Solo prométeme que no le dejarás llevar la batuta por ahí abajo —susurró Lucas.

A pesar de separarlos más de cinco metros de distancia, él se detuvo y Helena se alejó todavía unos metros más. La postura del joven parecía amenazadora, y eso la incomodaba.

—No lo haré —prometió—. Orión no es como tú crees. Ya te lo he dicho, solo pretende ayudarme.

—Sí, claro. Seguro que eso es todo lo que pretende —farfulló manteniendo la voz inalterable y fría—. Puedes coquetear con él todo lo que quieras, pero eres consciente de que no puedes estar con él, ¿verdad?

Helena se quedó atónita.

—No estoy con él —resopló. Le había impactado de tal forma el comentario de Lucas que apenas podía respirar.

—No te olvides que el objetivo es mantener las castas separadas —puntualizó ignorando por completo la negativa de Helena—. Da igual lo encantador que sea el tal Orión, o las veces que te preste su chaqueta; recuerda que es el heredero de dos castas, y tú la heredera de otra. Jamás podréis estar juntos.

—Está bien. Creo que podré resistirme a casarme con él en esa pequeña capilla tan bonita del Infierno. Ya me entiendes, la que está justo al lado del hoyo purulento de cadáveres —dijo, enfadada. Ansiaba gritarle a pleno pulmón, pero al fin logró mantener la calma sin alterar la voz—. ¡Esto es ridículo! ¿Por qué me dices todo esto?

—Porque no quiero que un bomboncito romano de tres al cuarto te distraiga y te desvíe de tu cometido en el Submundo.

—No hables así de Orión —murmuró Helena a modo de advertencia—. Es mi amigo.

Había visto a Lucas enfadarse multitud de veces, pero jamás le había oído descalificar a alguien con tanta crueldad. Al parecer el chico notó su decepción y tuvo que apartar la mirada durante un momento, como si también se sintiera defraudado consigo mismo.

—De acuerdo. Quédate con tu amigo —dijo más calmado—. Pero recuerda cuál es tu cometido. El oráculo afirmó que tú eras la escogida para llevar a cabo esta tarea. No te confundas. Lo que estás intentando hacer en el Submundo es tan difícil que a lo mejor el Tirano ni siquiera tiene que enfrentarse a ti para impedir que lo logres. Quizá lo único que deba hacer es distraerte.

De repente, Helena se hartó de las lecciones de moral de Lucas. No tenía ningún derecho a decirle cómo debía comportarse y, desde luego, no tenía que recordarle, una vez más, cuál era su deber. La muchacha dio un paso hacia él.

—No estoy distraída y sé perfectamente cuál es mi cometido. Pero por mí misma, no estoy llegando a ninguna parte. ¡No tienes la menor idea de cómo me siento allí abajo!

—Te equivocas —susurró incluso antes de que Helena enmudeciera.

Entonces la joven lo recordó todo. Lucas había deambulado por el Submundo la noche en que ambos se desplomaron del cielo. Ahora que estaba más cerca de él, advirtió que sus ojos azules se habían oscurecido.

Su rostro tenía un aspecto más delgado y pálido, como si no hubiera visto el sol en semanas.

—Entonces deberías saber que es casi imposible cruzar ese lugar sin que nadie te ayude —añadió Helena. Tenía una apariencia tan enfermiza que utilizó un tono de voz más suave, pero aun así no se acobardó—. Y Orión me está ayudando, no distrayendo. Ha corrido muchos riesgos para estar ahí por mí, y mi corazón me dice que desea detener a las furias tanto o incluso más que nosotros. No creo que sea ese malvado tirano del que todo el mundo habla. No estoy dispuesta a juzgar a mi amigo basándome en una antigua profecía que puede que, a lo mejor, no sea más que un puñado de tonterías poéticas.

—Y eso es muy justo por tu parte, Helena, pero no olvides que siempre hay un granito de verdad en las profecías, por mucha poesía que endulce o embellezca el sentido.

—¿Se puede saber qué te pasa? ¡Nunca te había oído hablar así! —exclamó ella alzando la voz por primera vez. Le importaba un comino si toda la familia venía corriendo y les veía hablando a solas. Se acercó un paso más a él, y esta vez fue Lucas quien retrocedió.

—¡Te solías reír de todas estas estupideces sobre el «inevitable destino»!

—Exactamente.

No tuvo ni que acabar la frase. Helena sabía que estaba refiriéndose a ellos dos. Notó el escozor de las lágrimas y no vaciló. Lo último que deseaba era emocionarse delante de Lucas, así que, antes de romper a llorar, saltó hacia las estrellas y voló hacia su casa.

Estaba a punto de amanecer. El cielo nocturno empezaba a difuminarse hasta cobrar un azul de medianoche y, en cuestión de minutos, se teñiría de los brillantes colores del alba. Dafne no sabía si aquello era buena o mala señal. Había dejado de tiritar hacía horas, lo cual indicaba que sufría de hipotermia. Los cálidos rayos de sol le ayudarían a entrar en calor, pero a su vez también colaborarían en su ya avanzada deshidratación. Había utilizado casi toda el agua de su cuerpo para generar relámpagos no letales para asustar a Tántalo justo antes de lanzarse a la inmensidad del océano, lo cual había ocurrido hacía más de veintisiete horas.

Cambió de postura sobre los restos flotantes a los que había conseguido agarrarse tras arrojarse desde la ventana. Había descendido en picado más de trescientos metros antes de aterrizar sobre unas olas agitadas y revueltas y golpearse en repetidas ocasiones contra las afiladas rocas del acantilado. El profundo corte que le había rasgado la frente ya se había cerrado y tres de las cuatro costillas que se había fracturado ya estaban soldadas. Sin embargo, hasta que no comiera o bebiera algo no lograría deshacerse del pinchazo que le provocaba la cuarta costilla rota. Todavía tenía la muñeca izquierda partida por la mitad, pero el suplicio de las costillas la torturaba aún más. Cada respiración, cada vaivén de las olas, parecía que iba a ser el último.

Pero no fue así.

Dafne alzó la cabeza y oteó a su alrededor en busca de tierra firme. La marea estaba cambiando. Pronto se acercaría a alguna orilla, como había sucedido la mañana anterior. Tenía la esperanza de que los guardias de Tántalo hubieran abandonado su búsqueda en la playa y confiaba en que el mar la hubiera arrastrado lo bastante lejos para poder soltar su patética red de pesca de espuma de polietileno unida con ramitas y así navegar hasta la orilla. Era consciente de que no podría aguantar mucho más en el agua. La balsa de desechos empezaba a hundirse. Con guardias o sin ellos, Dafne no tendría más remedio que dirigirse a tierra firme o, de lo contrario, se ahogaría.

Permaneció a ras de la superficie, vigilando la playa cada vez que la marejada lo permitía. Atisbó a un tipo gigantesco corriendo por la orilla a una velocidad tan rápida que el ojo mortal era incapaz de apreciar. Se quitó la ropa hasta la cintura y Dafne apreció unos rizos rubios que, parecían de oro.

Su amado Áyax, hijo del mismo Sol, había venido junto con el alba para rescatarla.

Dafne trató de gritar de alegría, pero, tras intentarlo, se dio cuenta de que apenas podía resollar, pues tenía la garganta hinchada y dolorida. Al ver a su marido, tan bello, sonrió, a sabiendas de que sangraría porque tenía los labios agrietados. Áyax estaba a punto de cogerla entre sus brazos para sacarla del peligro en que se hallaba. Como siempre había hecho, hasta que lo asesinaron.

Si Dafne hubiera podido llorar, lo habría hecho desconsoladamente.

Recordó que Áyax estaba muerto y le dolió tanto como cuando se enteró.

¿Para qué luchar tanto para no perder la vida si su amado la estaba esperando a orillas del río Estigio? Relajó su cuerpo malherido sin dejar de mirar a los ojos a aquella copia tan perfecta de su marido.

Las piernas musculosas del desconocido golpeaban el agua, resistiendo así al arrastre del oleaje. Deslizándose bajo la superficie, Dafne advirtió que coleaba como un pez entre las olas. Al sumergir los oídos, distinguió la voz de Héctor, hijo de Palas, gritándole al mar para pedirle que sostuviera su cuerpo, ya rendido y entregado a la muerte.

Dafne inclinó ligeramente la cabeza hacia el cielo y, casi atragantándose, tomó aire. Sintió un escozor indescriptible causado sal marina que había llegado hasta los pulmones cuando trató de articular las palabras «esbirro» y «Helena», aunque no logró emitir sonido alguno. Lo único que podía ver era la expresión de angustia de Héctor. Después de resistir tanto, Dafne al fin perdió el conocimiento.

Capítulo 7

Helena no coincidió con Orión en el Submundo durante varios días.

Descendía cada noche, lo quisiera o no, así que le aconsejó que no perdiera más el tiempo allí abajo hasta haber diseñado un plan.

«Por ahora es mejor que vaya sola —escribió mientras Claire conducía—. Después de todo, los monstruos creen que eres delicioso.» «Monstruos listos. Soy sabroso.» «¿Quién lo dice?» «¿No me crees? Compruébalo.»

«¿Ah, sí? ¿Cómo?» «Muérdeme.»

Helena se echó a reír a carcajadas. Claire la miró de reojo mientras atravesaban el aparcamiento del instituto.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó.

—Nada importante —murmuró como respuesta mientras escondía el teléfono en la mochila.

Orión y Helena estuvieron enviándose mensajes toda la mañana haciendo bromas sobre lo agotador que resultaba llevar una doble vida. A Helena le daba la sensación de que el joven estaba incluso demasiado aliviado por descansar unos días del Infierno.

«Tampoco haces falta que des saltos de alegría por NO verme esta noche, ¿sabes?», tecleó un tanto malhumorada de camino a la cafetería. «NO estoy contento por no verte. No contento pq tengo que estudiar. No puedo pagar la matrícula sin becas y mi culo no tendrá adónde ir. Malas notas = Orión sin techo :-( », le respondió.

Helena releyó el mensaje varias veces con el ceño fruncido. Estaba convencida de que había incluido la cara triste al final para restarle importancia a lo que había escrito, pero no había funcionado. La joven se quedó unos segundos petrificada al imaginarse cómo debía ser no tener otro sitio donde vivir, excepto el internado.

«¿Dónde vas en verano? ¿Y en Navidades? ¿Te quedas solo en la residencia?» El chico respondió después de un rato: «Oh, vaya. Es un berenjenal… En verano, trabajo. En Navidades, me ofrezco voluntario».

«¿Y cuando eras un niño? ¿Cuándo tenías solo 10 años? —preguntó ella, que se acordó que Orión le había confesado que llevaba apañándoselas él solito desde esa edad—. Es imposible que tuvieras un trabajo tan joven.»

«No en este país. Mira, déjalo, ¿vale? M voy a clase.»

—¿Helena? —la llamó Matt conteniendo una sonrisa—. ¿Vas a estar enviándote mensajitos con Orión durante todo el almuerzo?

—Lo siento —se disculpó con gesto adusto. Apartó el teléfono sin dejar de darle vueltas a qué país se estaría refiriendo Orión. Le imaginó como un crío, trabajando en alguna horrorosa fábrica explotadora que consentía el trabajo infantil y empezó a sentirse indignada.

—¿Ha ocurrido algo entre vosotros? —preguntó Ariadna—. Pareces disgustada.

—No. Todo está bien —respondió Helena tan alegremente como pudo.

Todos la miraron con escepticismo, como si no la creyeran, pero no quería contarles de qué iba el asunto. Era privado.

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