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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (14 page)

BOOK: Malditos
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—¿Tan mal lo llevas? —preguntó en voz baja tras un momento de tenso silencio.

—No sé a qué te refieres —espetó Helena con voz monótona y enfadada.

Se dio media vuelta para abrir un camino a través de los juncos, pero Orión la frenó colocándole la mano en el hombro.

—Yo también soy un granuja —continuó—. Sé qué se siente odiar a tu propia familia.

La furia de Helena se esfumó al ver la mirada triste de Orión. Alargó la mano para abrazarle, pero en el último segundo se arrepintió y se echó atrás. Por un momento había olvidado que los granujas como ella solo podían ser reclamados por una casta. Una parte de la familia de Orión se veía forzada a asesinarle si le reconocieran, lo cual sería más que probable.

Las furias eran como imanes, atraían a personas opuestas hasta hacerle colisionar. Helena había permanecido oculta en una diminuta isla y, aun así, la casta Tebas la había encontrado; supuso que algo similar le había sucedido a Orión.

—¿Alguna vez tu familia encontró una manera de esquivar a las furias? Ya sabes, como yo logré hacer con los Delos… —agregó entre susurros.

Helena no quería pronunciar el nombre de Lucas o explicarle cómo se habían desplomado desde lo más alto del cielo para después salvarse mutuamente. Confiaba en que Dafne hubiera contado a Orión algunos capítulos de su historia.

—No —respondió al comprender de inmediato a qué se refería—. Todavía mantengo mi deuda de sangre con la casta de mi madre, la casta de Roma.

—Pero al menos puedes estar con ella ¿verdad? —preguntó Helena con cautela.

—No, no puedo —dijo para dar la conversación por terminada. Helena se acordó de que Orión era patriarca de la casta de Roma y no el heredero.

Con toda seguridad había recibido el título de su madre cuando esta falleció.

—Entonces, ¿la familia de tu padre te reclamó? ¿La casta de Atenas? —insistió para alejar el fantasma de su madre de la conversación.

—Así es —confirmó apartando la mirada de Helena para poner punto final a la retahíla de preguntas.

—Eh, lo siento, pero solo intento entender todo esto. Además, fuiste tú quien decidió sacar el tema de la familia cuando me preguntaste sobre mi madre.

—Tienes razón, fui yo quien empezó a hablar del tema —asintió Orión al mismo tiempo que alzaba las manos dando así a entender que se rendía—. Se me da bastante bien escuchar a la gente, pero estoy poco acostumbrado a hablar de mí mismo. Y no tengo la menor idea de cómo te sientes ahora mismo porque no puedo utilizar mis poderes aquí. No puedo leer tu corazón y eso me saca de quicio —admitió meneando la cabeza—. Supongo que así es como se siente un adolescente normal y corriente, ¿no? Me asusta mucho, así que dame un segundo, ¿vale?

—De acuerdo —dijo Helena, incapaz de mirarle a los ojos. Reparó en que quizá no podría controlarse con Orión.

—Voy a volver a empezar —afirmó casi como si estuviera lanzando un aviso.

La muchacha asintió con la cabeza y, una vez se descubrió nerviosa, riéndose tontamente.

—De acuerdo, pero esta vez desde el comienzo —aconsejó sin alterar la voz para no parecer una pazguata que se reía de los demás.

—De acuerdo. Allá voy. Soy el líder de la casta de Roma, pero, como la casta de Atenas me reclamó, la de Roma ha estado persiguiéndome desde el mismo día en que nací. Sin embargo, por muchas otras complicadas razones la casta de Atenas jamás me ha aceptado —contó Orión. Miró a Helena como si estuviera a punto de precipitarse a un rocoso acantilado—. Cuando cumplí los diez años, mi padre se convirtió en un paira al defenderme de mis primos. Tuvo que matar a uno de los hijos de su hermano para protegerme. Desde entonces no puedo acércame a él. Las furias nos incitarían a matarnos…

—Ya lo sé —interrumpió Helena para evitar que el joven pronunciara en alto las siguientes palabras.

Orión asintió agradeciéndole que no le hubiera permitido continuar.

De repente, Helena se imaginó a sí misma tratando de matar a Jerry, enseguida borro la imagen de su cabeza: no soportaba la sola idea de atacar a su propio padre.

—Por una razón o por otra, todas las personas de mi familia me quieren ver muerto; por eso llevo escondiéndome toda la vida. Así que perdona por haberme puesto como una fiera antes, pero no me es fácil abrir mi corazón porque…, bueno, siempre que me he encariñado con alguien, las consecuencias son fatídicas.

—¿Has estado completamente solo desde los diez años?, ¿me equivoco? —murmuró mientras trataba de asimilar la historia de Orión—. ¿Siempre huyendo de tus dos familias?

—Y ocultando mi existencia a los Cien Primos —puntualizó Orión mirando al suelo con una mirada sombría—. Dafne siempre me ha echado una mano cuando ha podido. La primera vez que las casta de Atenas vino por mí, apareció tu madre y, además de intentar ayudar a mi padre, me salvó la vida. Así pago su deuda de sangre con mi casta, a diferencia de mí.

¿Dafne no te contó nada de todo esto?

—Ya te lo he dicho. No charlamos muy a menudo.

¿Acaso era mucho pedir que Dafne la hubiera puesto al tanto de este asunto? Pero había algo que seguía intrigándola.

—¿Cómo os encontró a tu padre y a ti?

—Dafne lleva liderando la misión de ayudar a los granujas y parias desde hace unos veinte años. Ha viajado por todo el planeta y, como las furias atraen a las parejas de vástagos, siempre que encuentra un vástago se encuentra con una confrontación. Cuenta miles de historias apasionantes.

No puedo creer que jamás te haya contado nada de esto.

Como era obvio, Helena no tenía la menor idea de todas estas batallitas, Apenas sabía algo de Beth Smith-Hamilton, su supuesta madre, pero menos aún de Dafne Atreo.

—De todas formas ha salvado muchísimas vidas, la mía incluida y ahora tu madre puede formar parte de cualquier casta. Por ese motivo Dafne es la líder de los granujas y de los parias.

Helena se quedó boquiabierta ¿Dafne era una heroína? Su propia madre, una mujer turbia, que se aprovechaba de cualquier situación y de quien no te podías fiar, la misma mujer que Helena no lograba recordar, ¿era una especie de vástago salvador? De ser cierto, había algo que no encajaba en el universo o en su modo de entenderlo.

—Escúchame. He querido contártelo porque creo que así te será más fácil perdonar a Dafne. Y, por favor, confía en mí, Helena: tienes que perdonar a tu madre. Y no solo por su bien, sino también por el tuyo.

—¿Por qué la defiendes? —preguntó con cierto recelo. Recordó la influencia del cesto y se preguntó si Dafne lo estaría controlando—. ¿Te pidió que me contaras todo esto?

—¡No! Me has malinterpretado… Dafne jamás me pidió que te dijera nada —balbuceó.

Helena farfulló con un sonido desdeñoso para impedir que continuara excusándose. Estaba furiosa, otra vez, aunque no sabía muy bien por qué.

Y el hecho de no conocer el motivo la enfadaba más. Inesperadamente, se levantó y se sumergió con paso firme entre los hierbajos y los juncos.

Después de zigzaguear entre hierbas, comenzó a escalar una colina empinada cubierta por los restos de algún castillo medieval en ruinas. Al pisar sobre una antigua escalinata, la piedra se hizo añicos. Se preguntó por qué estaba enfadada. No había solo un único motivo habían unas cuantas cosas que la indignaban sobremanera, simultáneamente pero hasta ahora había preferido ignorarlas en vez de afrontarlas.

Primero, Dafne había enviado a Orión al Submundo sin tomarse la molestia de mencionárselo. Segundo, Casandra estaba obstinada en impedir que Claire y Matt la ayudaran cuando era ella la que tenía que arrastrarse hasta el mismo Infierno y no Casandra. Y Lucas…, ¿cómo podía tratarla de ese modo tan horrible y despreciable? Aunque la odiara ¿cómo podía hacerle eso? Por primera vez, Helena no sintió pena y nostalgia al recordar a Lucas, sino rabia e ira.

Mientras pisaba con fuerza las ruinas del castillo, advirtió que, por encima de todo estaba enfadada consigo misma. La tristeza la había dejado paralizada, incluso anulada, de modo que había dejado de tomar decisiones. Llevaba un tiempo dejándose llevar, deambulando a la deriva, como si fuera una hoja de viento indefensa. Eso tenía que acabar.

Cuando por fin se quedó sin aliento después de encaramarse por la rocosa pendiente a un paso atropellado, casi suicida, se abrazó a un gigantesco bloque de granito que había formado parte de la muralla del castillo. Se dio media vuelta para someter a un implacable interrogatorio a Orión, quien se esforzaba por seguirle el paso.

—¿Acaso sabes por qué estás aquí? —preguntó con brusquedad.

—Estoy aquí para ayudar —farfulló entre jadeos.

—Me dijiste que mi madre te había enviado. ¿Sabes qué es el cesto?

—Por cierto, hijo de Afrodita —resopló señalándose a si mismo—. El cesto no me afecta en absoluto. Dafne solo puede influir en el corazón. Puedo controlarlo.

—Oh, caramba. Vaya que poder más aterrador —masculló Helena, que por un momento se distrajo de su propósito—. Sin embargo, me da la sensación de que estás dispuesto a hacer cualquier tarea que Dafne te ordene, por muy horrible que sea. ¿Acaso tiene algún poder sobre ti?

—¡No! ¡No estoy aquí por Dafne, lunática! Estoy aquí porque considero asombroso lo que tu estas tratando de hacer. ¡Seguramente es lo más importante que un vástago jamás haya hecho desde la guerra de Troya!

Las furias acabaron con toda mi familia, y mi deseo es impedir que vuelvan a acabar con otra igual de unida. Eres la Descendiente y este es tu cometido, pero, sin tus poderes eres una luchadora vergonzosamente nefasta. Estoy aquí para sacarte de cualquier agujero maloliente en el que puedas caerte y para que logres lo que todos esperamos de ti Helena cerró la boca con un ruido seco. Era evidente que Orión estaba siendo sincero. No tenía ningún plan oculto, aunque seguía sospechando que su madre tramaba algo. De hecho, cuanto más le miraba a los ojos, más se convencía de que estaría dispuesto a sacrificarlo todo para ayudarla a eliminar a las furias.

La Rama Dorada era un imán monstruoso, pero intuía que Orión sentía la imperiosa necesidad de ayudar en lo que pudiera, porque, de lo contrario se volvería loco. Permanecer continuamente en el anonimato y escondido en los lugares más recónditos del planeta debía de enloquecer a cualquiera. Helena era consciente de que, si tenía que hacer esto sola, el desconsuelo acabaría trastocándola. Precisaba ayuda, y Orión necesitaba ofrecerla. En cierto modo, era perfecto.

—Lo siento, Orión. He sido injusta contigo. Pero siento como si todo el mundo me dijera lo que tengo que hacer son molestarse en explicarme nada en absoluto… —Helena hizo una pausa en un intento de encontrar las palabras más apropiadas.

—Te entiendo. Lograr tu cometido es crucial para los vástagos, así que a todos les asusta decirte algo inadecuado. —Orión se sentó sobre el césped para descansar unos segundos y después añadió—: Pero yo no tengo miedo, Helena. Te contaré lo que sé, si tú quieres.

Un siniestro alarido retumbo en cada ladera del valle. Orión se levantó de un brinco y empezó a rastrear todo el paisaje con la esperanza de averiguar la procedencia de tal aullido. Sacó una daga que llevaba guardada bajo la camisa y agarró a Helena por el hombro para empujarla delante de él.

—Hacia arriba —ordenó con voz firme.

Helena estiró el cuello para echar un vistazo y, a los lejos, atisbó una hilera de carrizos sesgados que atravesaban una junquera. Aquella amenaza estaba apisonando el camino que la conduciría hacia ellos. Había visto suficiente para saber que la criatura que serpenteaba por el pantano era gigantesca.

Sin la fuerza ni la velocidad de un vástago, le daba la impresión de que en vez de correr, iba a la misma velocidad que una tortuga. Orión no dejaba de empujarla por la empinada pendiente para evitar que perdiera el ritmo mientras que con la otra mano empuñaba el cuchillo. La bestia que aplastaba los juncos estaba a punto de alcanzarlos.

—¡Vete! —le grito al oído.

—¿A que te refieres? ¿Irme a dónde? —replicó ella, sin comprender.

El muchacho la propulsó con todas sus fuerzas hacia arriba. Helena dio un traspié y se magulló las manos y las rodillas.

Miró por encima del hombro a Orión, que tan solo estaba a unos metros de distancia. Estaba a punto de hacer frente a la criatura. Aquel monstruo se acercaba a él escarbando la tierra, pero Helena todavía no podía verlo. En ese instante, Orión se dio vuelta hacia la joven y la miró con los ojos tan verdes que parecían resplandecer. No era la primera vez que Helena veía esa mirada. Sabía perfectamente qué significaba. Orión estaba preparándose para atacar. No estaba dispuesta a salir corriendo y permitir que luchara con esa bestia solo. Se deslizó pendiente abajo para colocarse junto a él.

—¡Vete de aquí! —ordenó.

—¿Y dónde demonios se supone que…?

Capítulo 6

El sol empezaba a despuntar por el horizonte. Helena se despertó en su cama, temblando de frío y estirando el brazo para aferrarse a un chico que jamás había pisado su habitación.

—¡No! —exclamó con voz rasgada. Su respiración formaba diminutos hilos de humo en aquella sala bajo cero—. ¡Oh, no, no, no; esto no puede estar sucediendo!

Helena se levantó con cierta dificultad y, sin dejar de tiritar, corrió hacia el tocador en busca de su teléfono móvil. El icono de los mensajes estaba parpadeando, así que fue al buzón de entrada y leyó: «Qué rabia. M voy a la cama. Escríbeme luego».

Se sentó en el borde de la cama y, un tanto más aliviada, dejó escapar una risita. Los dientes le castañeteaban y todo el cuerpo le temblaba. La habitación estaba a una temperatura insoportable. Miró la hora y comprobó que Orión le había enviado el mensaje a las 4.22 de la madrugada. Ahora eran casi las 6.30, y Helena se preguntaba si quizás era demasiado pronto para responderle el mensaje. Tras convencerse de que no contactar con él era una soberana tontería, le contestó: «¿Sigues de 1 pieza?»

Esperó varios minutos, pero no obtuvo respuesta. Helena quería volar hasta tierra firme para asegurarse de que Orión estaba sano y salvo en la Academia Milton, pero lo último que necesitaba era meterse en otro lío por hacer novillos. Tras otros minutos, dejó pasar el tema y empezó a prepararse para ir a clase.

Al ponerse de pie se percató de que seguía llevando la chaqueta de Orión.

Ya podía escuchar sus burlas, aunque esta vez no era culpa suya que se hubiera quedado con la chaqueta puesta. Ladeó ligeramente la cabeza y notó el rubor en las mejillas al rozar el cuello de la chaqueta con los labios.

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