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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (54 page)

BOOK: Malditos
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El hielo se partió en dos, y tanto Ares como ella dejaron de deslizarse hacia el vacío y quedaron suspendidos en el aire. Cientos de manos atravesaron las rocas y el hielo para hacerse con distintas partes del cuerpo de Ares.

—Imposible —musitó con la mirada clavada en la de Helena.

—Vete al Infierno —murmuró ella.

Y justo entonces le soltó. Con un grito ensordecedor, las decenas de manos arrastraron a Ares hacia la fosa oscura del Tártaro. Un incalculable número de brazos le arrancaron la ropa hasta que por fin Ares, el dios de la guerra, desapareció entre todos ellos para siempre.

Entonces el portal se cerró. Helena quedó suspendida en el aire que cubría el fondo de una grieta, a oscuras. El único sonido que podía percibir eran sus jadeos de cansancio.

Se le nubló la vista. Casi incapaz de flotar, empleó las manos para guiarse por los muros de la fisura. Su cuerpo comenzó a tiritar con violencia. A medida que iba subiendo, empezó a oír varias voces que gritaban su nombre. Buscaba a tientas el camino que conducía hacia ese sonido mientras sollozaba por el agotamiento y el dolor.

Justo cuando se quedó sin fuerzas, dos manos amigas aparecieron en la fosa para ayudarle a alcanzar el exterior, bañado por la luz rosa de un nuevo amanecer.

Capítulo 18

—Yo le apuñalé, pero en realidad todo fue gracias a Zach. Fue él quien adivinó cómo podíamos matar a Automedonte —informó Helena. Entonces apartó la mano de Matt de la muñeca de Zach y le regaló la hermosa daga—. Quería que te diera esto y que te dijera que siempre fuiste un gran amigo. Y, desde luego, tenía toda la razón.

Matt echó un vistazo al antiguo artefacto y sacudió la cabeza.

—No puedo aceptarlo.

—Cógelo —insistió Helena—. Fue su última voluntad. Y además me duele mucho la garganta como para empezar a discutir.

Matt le dedicó una apenada sonrisa y un leve abrazo. Se quedó mirando el puñal con la mirada vacía y después se ató la funda al cinturón, bajo la camiseta. Les dolía tener que abandonar el cuerpo sin vida de Zach en las calles de Nantucket, pero sabían que el mejor modo de disimular el verdadero motivo de su muerte era echar la culpa a los disturbios.

—No pienso permitir que su recuerdo ocupe un lugar poco respetable, te lo prometo. Lamento mucho la pérdida de tu amigo, Matt —dijo Palas con una voz sorprendentemente tierna y comprensiva.

El vástago apoyó una mano sobre el hombro del muchacho de modo tranquilizador, hasta que Matt le miró a los ojos y asintió, indicándole que estaba listo para irse. Palas recogió a Zach del suelo y despegó con tal rapidez que pareció que había desaparecido sin más.

Sin esperar a que Helena se lo pidiera, Matt le cogió del brazo y lo colocó sobre su hombro para ayudarla a trasladarse hacia la pequeña asamblea que se había organizado en el borde del abismo. Ares le había roto la pierna por varios sitios, por lo que no podía caminar, pero, al igual que el resto de su cuerpo, se estaba curando poco a poco. Al menos había recuperado la visión en ambos ojos, aunque el derecho seguía hinchado, lo cual le daba un aspecto un tanto monstruoso. Helena tenía que estar muy agradecida. En cuanto pudo abrir los ojos, Dafne le aseguró que su padre y los mellizos estaban vivos. A diferencia de Zach, Matt la dejó entre Orión y Lucas, y se dirigió a observar el profundo agujero junto a Héctor y Dafne.

—Ya te lo he dicho —musitó Orión, envolviéndose las heridas con gasas—. El portal está cerrado. Fíjate en mi muñeca —dijo alzando la Rama de Eneas—. ¿No ves que no brilla? Eso significa que no hay ningún portal cerca. ¿Me permites cerrar la grieta ahora, para que los granjeros que cuidan de estas tierras no se caigan accidentalmente por ahí?

Lucas empezó a troncharse de la risa por el tono de voz de Orión, pero enseguida acalló las carcajadas y se agarró el hombro que su padre estaba vendando con suavidad. Helena sabía que Orión estaba harto de responder preguntas. De hecho, tendía a ser más sarcástico cuando estaba enojado, o molesto, así que decidió que ya era hora de tomar cartas en el asunto y dejar de atosigarle.

—Cerré el portal, y lo cerré para siempre —murmuró con voz áspera, pues aún no había recuperado la sensibilidad en las cuerdas vocales—. Ares no podrá salir jamás de allí. Ve y tapia la grieta, Orión.

—Pero ¿cómo puedes estar segura? —intervino Dafne, un tanto exasperada—. ¿Existe algún modo de que bajes y lo compruebes por ti misma, Helena?

—Dafne, échale un vistazo, por favor. Ya ha sufrido bastante hoy. Deja de insistir —rogó Cástor con su habitual buen juicio mientras acababa de curar el hombro de Lucas—. Si Helena y Orión consideran que ha llegado el momento de cerrar la fisura, deja que lo hagan.

Dafne alzó las manos, en un gesto de rendición, y se dio media vuelta.

Soltó un par de resoplidos más que ruidosos para dejar claro a todos los presentes que, aunque la habían desautorizado, seguía sin estar de acuerdo con la decisión. Héctor puso los ojos en blanco e intercambió una mirada con Orión. Por lo visto, ambos estaban más que acostumbrados a aquello, aunque era la primera vez que Helena veía tal comportamiento en su madre.

—Ciérrala —le ordenó Héctor a Orión.

Acto seguido, el suelo tembló con un gemido chirriante y el abismo se selló tras un pequeño estallido.

—Bueno, al parecer jamás podremos saberlo —soltó Dafne con aire insolente.

Helena sintió unas ganas enormes de abofetear a su propia madre, pero no era capaz de ponerse en pie sin la ayuda de Matt, quien merodeaba a bastantes metros de distancia. Estiró la cabeza y le descubrió rebuscando algo entre las piedras del suelo. De repente, el muchacho se agachó, hurgó entre las cenizas de Automedonte y extrajo algo muy brillante. Helena distinguió que el fulgurante objeto era la funda de la espada y no pudo evitar preguntarse por qué Matt la quería.

—Eh, ¿estás bien? —le preguntó Orión. El chico apoyó un dedo sobre su barbilla para obligarla a quedarse quieta y observó el ojo malherido. Sin apartar la mirada, se inclinó hacia un lado y por encima del hombro llamó a Lucas—. Eh, Luke, ¿has visto esto?

—Sí —confirmó Lucas, mirándole también el ojo y asintiendo con la cabeza—. ¿Te has fijado en la forma?

—Claro. Muy apropiada.

—¿De qué estáis hablando? —quiso saber Helena.

—Tienes una cicatriz color añil en el iris derecho, Helena. Es el tipo de cicatrices de las que ningún vástago puede librarse —explicó Lucas—. Tiene la forma de un relámpago.

—Pero… ¿da repelús mirarla? —preguntó la joven a Orión, un tanto paranoica ante la idea de que nadie quisiera volver a mirar su ojo derecho jamás.

Él se echó a reír, aunque enseguida tuvo que parar. Se presionó las heridas y esbozó unas muecas de terrible dolor, tal y como había hecho Lucas instantes antes.

—De hecho, en mi opinión es bastante imponente, formidable. Aunque no me gusta cómo la has obtenido —dijo un tanto afligido.

—A mí tampoco —añadió Helena.

Con o sin cicatriz, Helena siempre recordaría esa noche. Su única esperanza era que Morfeo se comportara como un caballero y no la obligara a tener pesadillas sobre tal episodio.

—Tendremos que convocar una cumbre —informó Dafne a Cástor—. Con todas las castas: Atreo, Tebas, Atenas y Roma.

—Lo sé —admitió Cástor. Entonces se dirigió a Orión y se encogió de hombros antes de preguntarle—: ¿Cuándo te va bien a ti?

Helena, Lucas y Orión se desternillaron de risa ante la pregunta, pero el momento de frivolidad se esfumó enseguida, cuando se dieron cuenta del verdadero motivo para convocar una reunión a la que acudieran todas las castas. Debían contar a todos los vástagos que la guerra había iniciado.

Tenían que elaborar un plan.

—Mientras tanto, creo que deberíamos llamar a todos los que podamos. Debemos avisarles, para que tengan los ojos bien abiertos —aconsejó Héctor.

—¿Crees que los dioses quieren eliminarnos uno a uno? —preguntó Lucas, algo dubitativo.

—No —intervino Matt, que se había unido de nuevo al grupo—. En mi opinión, quieren una verdadera guerra. Algo grande y heroico.

—Más divertido así —comentó Helena, pensando en Ares y en su retorcida idea del entretenimiento.

—Esto no es un juego —les recordó Héctor a Matt y Helena, sin querer sonar demasiado brusco—. Los dioses han visto el potencial de Helena y aquello a lo que se enfrentan es peor que la muerte. No sé vosotros, pero yo preferiría pasar una eternidad en los Campos Elíseos que en el Tártaro. Si fuera Zeus, Helena sería mi primer objetivo, aunque no creo que Orión y Lucas estén muy por debajo en la lista de los dioses. Nos guste o no, las castas están unidas y, a partir de ahora, debemos permanecer así, todos juntos. No quiero a ninguna oveja del rebaño descarriada.

Todos asintieron. Héctor era, y siempre sería, su héroe.

Por un segundo, Helena lo vio ataviado con una coraza en el pecho y sujetando una lanza mientras dirigía a sus tropas. Jasón estaba detrás de él, guardando su casco con plumas con orgullo. En la base de las murallas del castillo, oleadas y oleadas de valientes soldados gritaban el nombre de Héctor, cubriéndole de gloria.

—Conseguir las condiciones apropiadas para encerrar a Ares en el Tártaro fue un golpe de suerte —dijo Helena, que no paró de parpadear hasta que la visión de Héctor, bañado por el resplandor dorado y rojizo de la luz del sol, se disipó—. No es algo que ocurra todo el tiempo.

—Pero ocurrió —intervino Dafne, que se volvió hada Héctor un poco emocionada—. Y ahora todos los dioses deben saber que, si le ha pasado a Ares, también podría pasarles a ellos. Deberían tenernos miedo. Para variar.

Helena observó atentamente a su madre, que jugueteaba con los labios mientras se paseaba de un lado a otro, sumida en sus pensamientos.

Daba la sensación de que Dafne deseaba que la guerra se desencadenara, pero ¿por qué? Podía ser muchas cosas, pero no una suicida. Desterró esa idea, convenciéndose a sí misma de que su madre se sentía feliz porque existía la posibilidad de que los dioses intentaran evitar una guerra, ahora que veían la amenaza del Tártaro a la vuelta de la esquina.

Estaba contenta por eso, sin duda. Cerró sus ojos hinchados para frenar aquella constante tormenta de pensamientos cruzados. Justo entonces notó que Lucas la cogía de la mano y se la estrechaba para llamar su atención.

—Mi padre dice que Jerry y los mellizos están despiertos —dijo. Arrugó la frente al ver que los ojos de Helena se llenaban de lágrimas—. ¿Estás bien?

La chica esbozó una apenada sonrisa y negó con la cabeza. No estaba bien. Ninguno de ellos estaba bien. Y entonces tomó la mano de Orión.

—¿Quieres conocer a mi padre? —lo invitó.

—Sí. Supongo que tú también deberías conocer al mío —dijo, aunque no parecía muy entusiasmado. Parecía triste. Empezó a cabecear y parpadeó varias veces, esforzándose así para mantenerse consciente.

—De acuerdo. Hora de irse —concluyó Cástor, preocupado—. Vosotros tres tenéis muy mal aspecto. Tenemos que volver a Siasconset ahora mismo. ¿Dafne? ¿Héctor? Vámonos de aquí.

Helena, Lucas y Orión seguían muy débiles y no podían ponerse en pie; necesitaban que alguien cargara con ellos hasta Nantucket. Helena se resistió al principio, pero al final cedió y Dafne la cogió entre sus brazos.

Estaba agotada. Le sorprendió darse cuenta de que el abrazo de su madre era más familiar de lo que podría haber imaginado.

Miró de reojo a Orión y después desvió la mirada hacia Lucas. Apoyó la cabeza sobre el hombro de Dafne y se quedó dormida escuchando el latido del corazón de su madre.

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