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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (45 page)

BOOK: Malditos
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—Apartaos un poco —previno Claire a Kate y Mariví cuando dejaron escapar un grito ahogado al ver las manos de los gemelos—. De veras, todo irá bien. La curación es uno de sus talentos.

—¿A qué te refieres con talentos? —preguntó Kate—. Helena, ¡tienes que contarme qué está ocurriendo aquí!

La chica no sabía qué decir. Echó un fugaz vistazo a su padre y, abrumada, se dirigió a Kate.

—Soy una semidiosa —espetó por fin—. Lo lamento mucho, pero ahora no tengo tiempo de explicártelo.

—¡Muy bien! —exclamó Claire al ver la reacción petrificada de Kate—. Yo me encargo de esto, Helena. Por cierto, se te da muy bien dar primicias con tacto. Kate, agárrate bien que vienen curvas.

Claire empezó a dar a la pobre Kate un curso rápido de mitología antigua y Helena articuló la palabra «gracias» antes de indicarles a Matt y a Lucas que se reunieran con ella. Les contó su encuentro con Automedonte, cómo le había dejado frito en el suelo y cómo el maldito esbirro había salido de su propia piel carbonizada delante de sus ojos.

—¿Zach está bien? —preguntó Matt.

—La última vez que le vi corría hacia Surfside —respondió Helena, aunque le daba bastante igual—. Estaba con Automedonte, Matt, no influido por él, como Luis y los niños, así que seguro que estará a salvo.

Matt se volvió hacia Lucas.

—¿Los esbirros pueden resistir relámpagos o lanzar descargas de energía?

—No —respondió Lucas—. A diferencia de los vástagos no poseen ningún talento, pero su fuerza es infinita. Son mucho más fuertes que la mayoría de los vástagos.

—Aunque fuera diez veces más fuerte que tú, no podría haber sobrevivido a eso —dijo Helena con aire misterioso—. Creo que Automedonte es inmortal. Quizá se haya hecho hermano de sangre con un dios, tal y como sugirió Casandra. Lucas, le golpeé con un rayo que podría haber derretido el plomo.

El chico frunció el ceño, pensativo. Había miles de preguntas que Helena deseaba hacerle, la mayoría respecto a su nuevo título de maestro de la sombra, pero un destello de luz cautivó su atención y decidió que ese interrogatorio tendría que esperar. Lucas, Matt y Helena se acercaron a los heridos. Los mellizos habían decidido curar primero a Juan, para que se despertara tranquilo, sin angustiarse por su padre. Ariadna y Jasón pasaron unos momentos observando a Luis y concluyeron que estaba en perfecto estado.

Todavía débil, pero sin daños permanentes, Luis cogió a sus dos hijos y se apresuró a salir de la cafetería, desesperado por comprobar si su esposa estaba en casa. Antes de que su padre saliera por la puerta, Mariví se llevó el dedo índice a los labios, imitando el gesto de silencio, para prometerles que no revelaría el secreto a nadie.

Cansados y sin apenas color en la tez después de invertir tantos esfuerzos para curar a Juan, los mellizos desviaron su atención hacia Jerry. Tras una revisión rápida, ambos compartieron la ya clásica mirada; Helena estaba convencida de que era su modo de leerse la mente. Pero antes de que la joven pudiera preguntarles sobre la gravedad el estado de su padre, Orión regresó del mar. Tenía magulladuras por todo el cuerpo y estaba completamente empapado. En cuestión de segundos pasó de estar calado hasta los pies a estar seco.

—¿Cómo está Héctor? —preguntó Lucas con voz temblorosa.

—Está disgustado, pero a salvo —informó Orión.

Lucas bajó la cabeza y asintió.

—¿Cómo es posible que estés aquí? —preguntó Jason con incredulidad—. ¿Por qué no tenemos ganas de atacarte?

—Bueno, la versión corta es que Helena y yo no acertamos con nuestro plan, aunque no ha salido del todo mal. Al final acabamos obteniendo lo que supongo que podríamos llamar «el perdón de las furias». ¿Verdad Helena?

—Pero no solucionamos el problema. Todavía —añadió. No era capaz de mirarlos a los ojos. Que Orión y ella se hubieran librado del tormento de las furias mientras el resto de la familia estaba condenada a seguir sufriéndolo la hacía sentir culpable.

—¿Eres la hermana pequeña de Héctor? —preguntó Orión dirigiéndose a Ariadna con tono cariñoso—. Me hizo prometer que te dijera que no te preocupes. Dice que te preocupas demasiado por la gente.

Ariadan intentó sonreír, pero la emoción pudo con ella y rompió a llorar.

Les dio la espalda para secarse las lágrimas con la manga y se tranquilizó.

Helena miró de reojo a Lucas, que parecía exhausto.

Él había sido el único en atacar a Héctor. Los demás habían logrado controlarse, dominar su rabia frente a Héctor. Todos, excepto él. Siempre cargaría con ese peso sobre sus espaldas. Lucas era el Paris de esta generación y estaba destinado a ser el cabeza de turco en esta epopeya. Y, como guinda del pastel, ahora también tenía que soportar el estigma de ser un maestro de la sombra.

Algo oscuro estaba creciendo en su interior. Helena se preguntaba si esa semilla negra siempre había estado ahí, esperando a que alguien la regara o si, por lo contrario, lo que había ocurrido entre ellos la había plantado.

Era evidente que Lucas estaba a punto de perder la paciencia. Solía ser un chico tan seguro de sí mismo, tan lleno de vida… Solía brillar, y ahora estaba rodeado de penumbra.

De repente, una bombilla se encendió en la mente de Helena. Estaba harta de ver a la gente que apreciaba sufrir por cosas que no dependían de ellos, que no podían controlar. No podía hacer nada para ayudar a su padre, pero sí para ayudar al resto de su familia.

—Estoy hasta la coronilla. ¿Y tú? —preguntó a Orión.

—Sí, por favor. Hasta la mismísima coronilla —respondió, comprendiendo de inmediato las palabras de Helena.

Le echó una mirada penetrante, jurando una promesa y exigiendo otra a cambio.

—Descenderemos. Nos quedaremos allí abajo hasta que demos con el río acertado —anunció Helena, convencida—. No importa el tiempo que tengamos que pasar en el Submundo; pondremos punto final esta misma noche.

Las comisuras de los labios de Orión formaron la más débil de las sonrisas cuando el joven relajó la mandíbula.

—No puedo correr a velocidad de vástago por la gruta de cuevas porque hay riesgo de derrumbe. Tardaré unos minutos en llegar a las cuevas, en tierra firme, pero no podré cruzar el portal hasta media hora más tarde —dijo bajando la barbilla, como si se estuviera preparando para irrumpir en una ciudadela—. Me reuniré contigo entonces.

Y el joven se dio media vuelta y salió disparado.

—Cuidad de mi padre —les rogó Helena a los mellizos y a Kate antes de dirigirse hacia la puerta.

—¿A dónde vas? —inquirió Lucas cerrándole el paso.

—A casa. A la cama. Al Submundo —enumeró Helena, como si estuviera citando una lista de armas mortales.

—¿De veras piensas tumbarte boca abajo en la cama de una habitación sin ventana después de carbonizar a un esbirro? —preguntó él, enfadado—. ¿Eso te parece seguro?

—En fin, yo… —farfulló Helena, que no lograba explicarse cómo podía haber pasado por alto esos detalles.

Lucas la cortó murmurando que un día de estos sufriría un ataque de nervios por su culpa. La cogió del brazo con firmeza, le dio media vuelta y la guió hasta la puerta.

—Vigilaré a Helena mientras desciende —informó a Jason—. Si ocurre algo, avisadme por teléfono.

—De acuerdo —musitó mientras trataba de recuperarse—. Trasladaremos a todo el mundo a nuestra casa. Podremos ocuparnos de Jerry y proteger a la familia al mismo tiempo.

—Buena idea —dijo Lucas.

—Mantennos informados, hermano —añadió Jasón, recalcando la palabra «hermano».

Lucas desvió la mirada, pero le sonrió agradecido antes de cruzar la puerta de la cafetería.

Helena y Lucas se zambulleron en el caos de las calles y, cuando advirtieron un callejón, levantaron el vuelo, observando desde el aire los enjambres de personas. Ella notó que su acompañante volaba con lentitud y observó aquello que había captado su atención. Eris corría por una calle secundaria desierta, perseguida por dos matones que la apuntaban con espadas.

—Mi padre y mi tío —gritó Lucas, pero el gélido viento amortiguó el sonido.

—¿Deberíamos echarles una mano? —preguntó Helena castañeteando los dientes por el frío.

Lucas la rodeó con un brazo y le frotó los hombros desnudos con sus cálidas manos para ayudarla a entrar en calor. A Helena la maravillaba el don que tenía que irradiar calor.

—Pueden encargarse solos —dijo, estrechándola entre sus brazos y tomando el rumbo hacia su casa—. Céntrate en tu cometido Helena, no en el suyo.

La chica no lograba comprender cómo Lucas era capaz de separar sus emociones, su padre andaba por la calle enfrentándose a una diosa y él seguía ocupándose de su trabajo. «Como un soldado», imaginó Helena. Le sorprendía la autodisciplina que Lucas se había impuesto; por mucho que intentara seguir su ejemplo, le era prácticamente imposible. No podía dejar de pensar en Jerry, los mellizos y Héctor, y mucho menos olvidar el hecho de que Lucas estaba abrazándola.

El chico descorrió la lona azul y ambos aterrizaron en su habitación. En cuanto sus pies tocaron el suelo, la obligó a meterse en su desordenada cama para intentar conciliar el sueño lo antes posible.

—No sé qué hacer —dijo Helena, poco dispuesta a dormir.

—¿Por qué no empiezas tumbándote en la cama? —sugirió.

—Después de mi valiente discurso prometiéndoles a todos que pondría punto final a este asunto esta noche… Y ahora me doy cuenta de que estoy estancada. No tengo la menor idea de cómo continuar —confesó reprimiendo el llanto.

—Ven aquí —invitó. Lucas la cogió de la mano y tiró de ella.

—¿Y sabes qué es lo peor de todo?

—¿Qué?

—Ahora mismo todo esto me importa bien poco —admitió mientras unas lágrimas humedecían sus mejillas—. Me da igual que seas un maestro de la sombra y que hayas vuelto a guardarte los secretos solo para ti.

—Intenté contártelo hoy, cuando estábamos en el pasillo, te lo juro. Pero no pude. Supongo que no quería afrontarlo, y contártelo era una forma de hacerlo real.

—¡Pero me da lo mismo! —exclamó—. Me importa un pimiento que seas un maestro de la sombra, o mi primo. De hecho, me da absolutamente igual que en cuestión de diez minutos tenga que descender para salvar a la raza de los vástagos. Lucas, el mundo entero podría arder en llamas y mi único pensamiento sería recordar lo feliz que me siento cuando estoy a solas contigo. ¿No te parece enfermizo?

Lucas cerró los ojos y suspiró.

—¿Qué vamos a hacer?

—No lo sé —farfulló mientras se acurrucaba en su regazo—. Pero nada ayuda.

—Debes seguir con tu vida, Helena —musitó, ya desesperado.

—¡Ya lo sé! —gritó apoyando la barbilla en su hombro. Cada vez que pensaba en dejarle marchar la estrechaba con más fuerza—. Pero no puedo.

—Olvídame —insistió—. Es el único modo de sobrevivir a esto.

—¿Y cómo se supone que debo olvidarme de ti? —preguntó Helena, riéndose ante aquella sugerencia tan absurda—. Formas parte de mí.

Tendría que olvidar quién soy para poder olvidarte.

Acunada entre los brazos de Lucas, alcanzó a ver su reflejo en el espejo del tocador, justo frente a su cama. No pudo evitar sobresaltarse, puesto que mientras pronunciaba la palabra «olvidar» distinguió la palabra «recordar» escrita sobre el cristal.

Ni siquiera se acordaba de que tenía un tocador en su habitación.

De hecho, hacía más de un mes que ni siquiera se fijaba en él. Escritas sobre el espejo con un lápiz de ojos verdes leyó: «El río que no puedo recordar» y «Lo he vuelto a ver». Qué curioso. Orión y ella estaban buscando un río, ¿verdad?

—Un segundo —dijo Helena apartándose de Lucas para mirarle frente a frente—. ¿Hay algún río en el Submundo que te haga olvidar todo?

—El Leteo —contestó Lucas de inmediato—. Las almas de los muertos beben de sus aguas para olvidar sus antiguas vidas antes de renacer.

—Las furias se definen como «las que jamás perdonan y nunca olvidan», ¿verdad? Pero ¿y si fueran obligadas a olvidar todo su pasado, incluso quiénes son?

—Ignorarían todas las deudas de sangre. Y los vástagos quedarían libres —susurró Lucas, dejando al descubierto su esperanza.

Estaban confusos. El tren de pensamientos de Helena había descarrilado y se deslizaba chirriando por los raíles de la vía.

—¿Puedes volver a repetir el nombre del río, por favor? —preguntó un tanto avergonzada—. Lo digo por el modo en que tengo que navegar por allí. Tengo que ser específica y precisa o, de lo contrario, nunca seré capaz de llegar a los sitios que deseo.

—Ah… Ahora lo pillo… —dijo Lucas, riéndose de sí mismo por ser tan despistado—. ¡Leteo! ¡El río que buscas se llama Leteo!

—Leteo. Genial. En fin… ¿Qué tengo que hacer cuando llegue allí?

—En eso ya no puedo ayudarte —comentó con un poco de miedo—. ¿Te das cuenta de lo que está ocurriendo?

—Sí —confirmó Helena apretando los puños para no perder la concentración—. Este río me borra la memoria cada vez que centro mi atención en él. Eso significa que no debería pensar tanto en el maldito río, ¿verdad?

—Así es. No pienses en él, solo haz lo que tengas que hacer.

Lucas se dio media vuelta para hurgar en la mesilla de noche de Helena; al fin cogió un viejo bolígrafo. Garabateó las palabras «Leteo» y «furias» en el antebrazo de la joven y se quedó sentado, mirándola distraído.

—No tengo ni idea de por qué acabo de hacer eso.

—De acuerdo. Genial. Voy a descender —proclamó. Sin embargo, al articular la última palabra su memoria empezó a borrarle así que decidió que debería actuar antes de darle demasiadas vueltas al asunto—. Y, por si se me olvido de todo, incluido el camino de regreso, quiero que sepas que sigo queriéndote con toda mi alma.

—Y yo a ti también —le respondió con una tierna sonrisa—. ¿No llegas tarde a algún sitio?

—Eso creo. Será mejor que me mache.

Helena se recostó sobre la cama, incapaz de apartar la mirada de Lucas, que no dejaba de sonreírle con dulzura. A pesar de que no había nada que temer, tenía la ligera sospecha de que debería estar asustada.

—¡No se lo cuentes a Orión! —se apresuró a añadir Lucas, como si se le acabara de ocurrir—. De lo contrario, él también se olvidará. Recuerda hacia dónde debes dirigirte y explícale qué tenéis que hacer cuando lleguéis allí.

—De acuerdo —suspiró Helena arrebujándose entre las sábanas. Hacía muchísimo frío—. Separar las emociones. Esa es la clave para ganar una batalla.

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