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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (40 page)

BOOK: Malditos
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—La llamo ahora mismo —anunció Helena cogiendo el teléfono.

—Una cosa más —agregó Héctor a regañadientes—. Creemos que Automedonte ya no trabaja para Tántalo. Todavía no hemos averiguado quién controla al esbirro. Es posible que, después de vigilarte un tiempo y ver lo que podías hacer, decidiera que no merecía la pena. No te ha atacado, así que no te asustes. Pero no bajes la guardia, por favor.

—Genial —dijo Helena con una risa amarga—. ¿Hay algo más que quieras decirme? Porque he vuelto a soñar y podría utilizar todo ese material de pesadilla que me estás contando.

Héctor se desternillaba de la risa mientras Helena marcaba el número de Casandra y mantenía la oreja pegada al auricular. Con una sonrisa compasiva, posó una mano sobre la de él. En ese instante se dio cuenta de que había evitado pronunciar el nombre de su prima y utilizar el título que ostentaba. El chico los echaba muchísimo de menos. Le respondió con otra sonrisa y la joven bajó la mirada con cierto pesar.

—No durará mucho más —le prometió en voz baja mientras escuchaba el tono de llamada una y otra vez—. Volverás con tu familia muy pronto.

—Has descubierto algo, ¿verdad? —dijo mucho más animado—. ¿Por qué no me lo has contado al verme?

—Creo que Orión y yo sabemos lo que necesitamos. El único problema es cómo encontrar a las furias cuando lo consigamos —respondió. Helena colgó el teléfono y marcó el número de su buen amigo Matt—. No quería decirte nada, por si acaso el plan fracasa, pero esta misma noche intentaremos llevarlo a cabo.

La llamada se desvió directamente al buzón de voz. Trató de comunicarse con Claire, Jasón, Ariadna e incluso con Lucas, pero o bien no le respondían la llamada, o bien saltaba el buzón de voz.

—¿Nadie contesta? —preguntó Héctor No había podido conectar con ninguno de sus amigos. Héctor empezaba a inquietarse.

—¡Qué raro! —resopló Helena, y empezó a teclear un correo electrónico, pero Héctor enseguida le arrebató el aparato y borró el mensaje que había empezado a escribir.

—Helena, ve a casa —ordenó un tanto tenso. Le devolvió el teléfono se puso en pie y empezó a mirar a su alrededor alarmado—. Ve a casa ahora mismo y desciende.

Alguien lanzó una mesa de laboratorio del Departamento de Ciencias del instituto de Nantucket contra la ventana frontal de la cafetería e hizo añicos el cristal. El hedor rancio de Eris entró como una apestosa brisa por el agujero. Helena combatió como pudo la tentación de incendiar algo, consciente de que sus emociones no eran reales y de que una diosa maléfica la estaba manipulando. Oyó a varios clientes gritar en la trastienda, lo cual avivó aún más su peligroso humor. Salió del mostrador para enfrentarse a ellos, pero Héctor la cogió del brazo y la detuvo.

—Protegeré a Kate y a Jerry, incluso de sí mismos si es necesario. Tú desciende —mandó con voz firme pero calmada.

Helena asintió: comprendía las órdenes.

—No seas un héroe —le reprendió—. Si los Cien o tu familia acuden, vete de aquí.

—Date prisa, princesa —dijo Héctor antes de darle un beso en la frente—. Contamos contigo.

Helena salió escopeteada de la cafetería. Tras ella, escuchó que Héctor le explicaba a su padre que se dirigía a la comisaría para avisar a la policía.

Esquivando a la muchedumbre, se escabulló hacia un callejón oscuro donde nadie pudiera verla y alzó el vuelo. Retiró la lona azul que todavía tapaba la ventana sin cristal de su habitación y aterrizó en su cama, con la esperanza de calmarse lo bastante para conciliar el sueño.

La joven machacó varias filas de florecillas blancas y estériles. Era la primera vez que aterrizaba de un modo tan brusco y violento en el Submundo y sospechaba que tenía que ver con lo desesperada que estaba por llegar allí. Helena empezó a dar vueltas en círculo y descubrió que se hallaba en los espantosos prados de Asfódelo. Gracias a Dios, no estaba sola. De pronto atisbo la silueta sólida de Orión a unos pocos metros de distancia. Había estado preocupada por él.

—¡Orión! —gritó aliviada.

Echó a correr hacia él, pisando las flores del jardín. El joven se volvió para cogerla entre sus brazos y la miró con el ceño frunció.

—¿Qué pasa? —susurró mientras la abrazaba—. ¿Estás herida?

—Estoy bien —le tranquilizó. No pudo reprimir una risita ante la reacción tan emocional de Orión, pero aun así no se soltó del cuello. Por fin, cuando estaba más calmada, se apartó y le miró a los ojos—. Tengo un montón de cosas que contarte.

—Y yo me muero por escucharlas, pero ¿puedes hacer algo antes? Di en voz alta que no deseas que ningún animal, criatura o monstruo nos ataque mientras estemos rondando por aquí —suplicó.

—¡Deseo que ningún animal, criatura o monstruo nos ataque mientras estemos rondando por aquí! —repitió Helena con energía—. Buena idea.

—Gracias. Me gusta tu vestido. Pero… ¿quieres saber algo? Creo que los pantalones cortos con estampado de gatitos te tapaban un poco más.

Helena se dio media vuelta, muerta de vergüenza. No podía creerse que Orión todavía se acordara de su pijama con calabazas y motivos de Halloween.

—¡No te imaginas lo que me ha pasado esta mañana! No tuve más remedio que ponerme esto —replicó a la defensiva, esforzándose por no ruborizarse.

—Estás preciosa. Aunque eso no es ninguna novedad —añadió en voz baja.

Helena se quedó mirándole detenidamente, maravillada, pero enseguida apartó la vista hada una aburrida flor de asfódelo, como si en realidad fuera interesante. Orión se acercaba cada vez más y la joven intentó relajarse. No había besado a Orión la noche anterior se repetía una y otra vez. Aquel era Morfeo con la apariencia de Orión, lo cual era muy distinto.

El de carne y hueso no se había enterado de aquel encuentro, así que no había motivo para ponerse tímida. Pero no podía evitarlo. En su cabeza, escuchaba la voz de Héctor, animándola a pasárselo la mar de bien con Orión si eso era lo que quería.

—A ver, explícame qué te ha pasado esta mañana —pidió con tono preocupado.

De repente, Helena volvió al mundo real y empezó a relatar su accidente, la revuelta estudiantil que Eris había causado en el instituto, la presencia de Tánatos paseándose por las calles de Manhattan y el escándalo que se había armado en la cafetería antes de descender. Orión oyó en silencio toda la historia, apretando cada vez más las mandíbulas.

—¿Estás bien? —preguntó con voz controlada.

—¡Sí, pero me siento fatal! —dijo sin querer—. ¡Abandoné a Kate y a mi padre en mitad de un motín! ¿Cómo he sido capaz de hacerlo?

—Héctor no permitirá que les ocurra nada —contestó el chico con convicción—. Los protegerá con su vida.

—Ya lo sé, pero en cierto modo eso empeora aún más las cosas —replicó Helena con tono de súplica—. Orión, ¿y si la familia Delos fuera a la tienda para averiguar cómo estoy y se topara con Héctor?

—Supongo que te refieres a qué pasaría si Lucas fuera a la tienda para averiguar cómo estás y se topara con Héctor. No estás tan preocupada por Jasón o Ariadna —aclaró, con un tono de voz que denotaba frustración.

—Los gemelos son distintos. Incluso antes de que Héctor se convirtiera en un paria, Lucas y él solían enfadarse muchísimo, y en mis de una ocasión se habían enzarzado en peleas a vida o muerte —explicó con voz temblorosa—. Han estado abocados a la violencia desde siempre y mucho me temo que sea otro de esos ciclos vástagos que están condenados a repetirse.

—Lucas y Héctor son prácticamente hermanos, y los hermanos siempre discuten y se pelean —justificó Orión, como si fuera algo obvio—. No todo en nuestras vidas forma parte de un círculo vicioso.

—Ya lo sé. ¡Pero las furias, qué! No serán capaces de controlarse.

—Por eso estamos aquí. Ahora tenemos todo el tiempo que necesitamos y, con un poco de suerte, podremos solucionar lo de las furias esta misma noche —la animó. Le rozó la muñeca con las yemas de los dedos.

Helena se detuvo. Fue una caricia tímida, apenas perceptible, pero captó toda su atención.

—Solo si puedo encontrarlas —admitió Helena—. Orión. No tengo la más remota idea de dónde están.

El muchacho se alejó de Helena y se ajustó la mochila, mirándola de reojo, como si estuviera evaluándola.

—Estás a punto de perder los nervios, ¿me equivoco? Cálmate —le aconsejó con tono serio—. Estás donde debes estar en el Submundo, y no en el mundo real combatiendo con un motín de histéricos. Cualquier miembro de la familia Delos puede ocuparse de eso, pero tú eres la única capaz de cumplir con tu cometido. Vayamos paso a paso; primero, el agua.

Y luego ya veremos.

Tenía toda la razón. Debían hacer todo lo que estaba en sus manos en el Infierno o, de lo contrario, el mundo real jamás podría mejorar.

—De acuerdo. Hagámoslo —afirmó.

La joven levantó los brazos para posarlos alrededor del cuello de Orión y, de inmediato, él colocó sus manos sobre las caderas de Helena.

—Quiero que aparezcamos a orillas del río de la Alegría, en los Campos Elíseos —anunció con voz clara y autoritaria.

Una luz suave y cálida se filtraba entre un dosel de sauces llorones gigantescos. Un césped de hierba gruesa, verde, viviente, amortiguaba sus pies. Helena lograba percibir el sibilante flujo de agua al caer sobre unas rocas, no muy lejos. A poca distancia, distinguió un inmenso campo abierto de hierbas que crecían hasta la altura de la rodilla y que se mezclaban con flores silvestres de colores pastel que hacían la función de diminutas estrellas para las abejas y mariposas que revoloteaban a su alrededor.

No había un sol que brillara en el cielo, sino un resplandor que parecía irradiar del mismo aire, y creaba así la impresión de que, en cada zona del paisaje, reinaba un momento del día distinto. La luz que iluminaba los sauces llorones que albergaban a Helena y Orión era idéntica a la luz del anochecer. Sin embargo, en el prado parecía brillar el sol del alba, todavía inocente y cubierto de rocío.

Orión le soltó las caderas, pero enseguida entrelazó sus dedos con los de Helena mientras se volvía para observar el paisaje en el que se hallaban.

Una suave brisa le acarició el rostro y le apartó los rizos de la frente.

Helena vio que el joven encaraba aquella suave y agradable ráfaga de viento, cerraba los ojos y respiraba hondo. Copió el gesto y descubrió que el aire era limpio y fresco, casi energizante, como si estuviera plagado de oxígeno. Helena no lograba recordar algo tan básico y puro que fuera tan placentero.

Cuando abrió los ojos se percató de que Orión la miraba con dulzura. Y entonces señaló el disfraz y meneó la cabeza.

—Ideaste las alas para esto, ¿verdad? —dijo con tono juguetón.

Helena rompió a reír.

—Lo siento, pero no soy tan lista.

—Ya, ya. Vamos, Campanilla. Creo que estoy escuchando el arroyo que estamos buscando —anunció Orión guiándola hacia el sonido.

—¿Cómo sabremos si es el río de la Alegría? —preguntó, pero antes de finalizar la pregunta se dio cuenta de la respuesta.

Cuando llegaron a la orilla de agua cristalina, Helena sintió una especie de hormigueo en el pecho. Tuvo unas ganas irreprimibles de bailar y, tras preguntarse qué sentido tenía contener esas ansias, empezó a danzar.

Extendió los brazos y comenzó a dar vueltas; Orión dejó la mochila en el suelo.

El muchacho se arrodilló y se desabrochó la chaqueta. Y, de pronto, se quedó inmóvil, pasmado. Posó una mano sobre el pecho y presionó con fuerza, como si tratara de empujar el corazón hacia la cavidad donde pertenecía. Orión observaba a Helena riéndose en silencio, aunque, en opinión de ella, el chico parecía estar a punto de echarse a llorar, así que dejó de bailar y se acercó a él.

—Nunca antes había sentido esto —informó, casi disculpándose—. Jamás creí que podría sentirlo.

—¿Pensabas que nunca podrías sentir alegría?

Helena se arrodilló delante del joven, contemplando en silencio su rostro desencajado. Orión sacudió la cabeza y tragó saliva y, sin que ella se lo esperara, abrió los brazos y la estrechó con fuerza.

—Ahora lo entiendo —susurró.

La soltó con la misma rapidez con que la había abrazado. No sabía qué había comprendido, pero tampoco le dio la oportunidad de preguntárselo.

El muchacho le entregó a Helena una cantimplora vacía y se dirigió hacia la orilla. Sacó un par de cantimploras más y las sumergió en las brillantes aguas del río.

En cuanto Orión tocó el agua, unas lágrimas como gotas de lluvia le humedecieron las mejillas y su pecho empezó a estremecerse con sollozos.

Helena se reunió con él en la orilla y, al hundir su cantimplora bajo la superficie, experimentó alegría. A diferencia de su acompañante, no era su primera vez, pero, tras semanas de profunda tristeza y sufrimiento, lloró como si lo fuera.

Cuando ambos rellenaron sendas cantimploras, las cerraron herméticamente. Ni siquiera consideró la idea de beber el agua de la alegría y, por el modo inquebrantable en que Orión enroscó los tapones de sus cantimploras, intuyó que él tampoco se lo planteaba. Helena presentía que, si tomaba un sorbo de esa agua cristalina, jamás querría abandonar aquel lugar. De hecho, en cuanto selló su cantimplora empezó a sentir añoranza, nostalgia de ese perfecto momento de dicha. Deseaba con todas sus fuerzas poder permanecer así para siempre, con los dedos sumergidos en las aguas del río de la Alegría.

—Volverás algún día.

Absorta en su ensoñación, alzó la mirada hacia Orión, que la contemplaba con una sonrisa en los labios mientras le extendía una mano para ayudarla a levantarse. El filtro de luz iluminaba al chico y creaba un halo sobre su cabeza. Se fijó en que tenía las pestañas húmedas de haber llorado. Deslizó su mano todavía mojada con el agua del río de la Alegría sobre la de él y se levantó. Después de la tormenta de éxtasis y frenesí se sentía un poco triste.

—Tú también —le contestó con un hipo lacrimoso.

El joven dejó caer la mirada y dijo:

—La verdad, me conformo con haber sentido alegría, aunque fuera solo una vez. Jamás olvidaré este día, Helena. Y tampoco olvidaré que fuiste tú quien me trajiste hasta aquí.

—Estás convencido de que no regresarás, ¿verdad? —preguntó ella un tanto incrédula mientras observaba al joven guardar las cantimploras en su mochila.

Pero Orión no contestó a su pregunta.

—Dentro de unas ocho o nueve décadas volveré a verte en este preciso lugar —resolvió Helena.

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