Malditos (38 page)

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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Malditos
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Miró de nuevo el cenagal y advirtió un animal muerto flotando sobre el barro. Se olfateó la ropa y, como era de esperar, olía a ardilla podrida.

—Increíble —masculló Helena para sí.

No era una persona patosa, al menos no después de una noche de sueño reparador, y no podía creer lo que le acababa de suceder.

Comprobó la hora en su teléfono y se dio cuenta de que no tenía tiempo de volver a casa a cambiarse de ropa. Si lo hacía, recibiría un castigo de Hergie por llegar tarde, y ya se había comprometido a trabajar el turno de Luis justo después de clase. Decidió que pasar un día oliendo a ardilla muerta era mejor que arrepentirse el resto de su vida por haber arrebatado a dos niños inocentes la ilusión de estar con su padre el día de Halloween.

Además, adoraba a los hijos de Luis. Eran tan diminutos…, y Juan tenía una voz ronca que le encantaba.

Maldiciendo su pésima suerte, se volvió a montar sobre la bici, solo para descubrir que no podía pedalear. Se le habían pinchado la rueda delantera, así que balanceó la pierna para bajar de la bici y oyó que algo se rasgaba.

De algún modo, el dobladillo de sus vaqueros se había quedado atascado en la cadena, y a punto estuvo de rasgar toda la pierna del pantalón.

Mientras intentaba colocarse del modo apropiado para que el roto no se hiciera mayor, se resbaló con unas piedrecitas y se cayó de culo sobre el charco fangoso, maloliente y con un roedor muerto, con la bicicleta aún enganchada al bajo del pantalón. Acto seguido, antes de que pudiera ponerse de pie, la bici se desplomó sobre ella y, el chocar con el robusto y fuerte cuerpo de Helena, el armazón quedó retorcido y curvado.

—¿Qué demonios pasa? —gritó Helena.

Oyó una risita ahogada y, al mirar hacia el otro extremo de la calle, distinguió a una mujer alta y esbelta que le sonreía.

De inmediato supo que había algo que no acababa de encajar en aquella mujer. Tenía los pómulos arqueados y muy marcados, y lucía una cabellera rubio platino que le llegaba hasta las rodillas. En un principio, Helena asumió que se trataba de una estrella de cine o artista famosa, porque con aquellos rasgos y aquel pelo debía de ser una mujer preciosa.

Pero la sonrisa sarcástica y la mirada apagada la convertían en un ser horrendo. Por muy hermoso que fuera su cuerpo, su espíritu contaminado hacía de ella una mujer espantosa.

—¿Qué eres? —chilló.

Helena tenía la piel de gallina, pero no por el frío, sino por el extraño encuentro.

La macabra mujer sacudió la cabeza, meneándola hacia la derecha y la izquierda, como una cobra que apunta directamente, como una cobra que apunta directamente a un ratón desventurado. Entonces rompió el contacto visual y se marchó brincando. Helena la miraba estupefacta mientras se preguntaba quién era.

Con mucho cuidado, por si caía en una trampa para osos, Helena se levantó del asqueroso charco de fango y se sentó al lado de su bicicleta destrozada. Sabía que la mujer que acababa de vislumbrar no llevaba ningún disfraz y que aquella serie de pequeñas catástrofes más propias de las leyes de Murphy no formaban parte de una coincidencia. Algo muy raro acababa de ocurrir, pero no tenía la menor idea de qué.

Levantó la bicicleta del suelo, o lo que quedada de ella, la cargó sobre el hombro y caminó hasta el instituto. Arrojó la bicicleta en algún lugar de las inmediaciones de la pista de atletismo y se dirigió hacia tutoría sin pasar antes por el baño, con la ropa manchada de barro y rota.

Había varios estudiantes disfrazados y más de uno llevaba ropa hecha jirones y maquillaje que imitaba la mugre. Aun así, resultaba evidente que Helena estaba empapada, tiritando y cubierta de barro de verdad. Sus compañeros la miraron con los ojos como platos cuando la vieron entrar en el aula. Matt y Claire irguieron la espalda, alarmados. Helena articuló las palabras «estoy bien» sin pronunciarlas, y Matt volvió a su sitio, menos asustado pero con el ceño fruncido, preguntándose qué habría pasado.

—¿Señorita Hamilton? ¿Debo asumir que la hedionda emanación que detecto es una parte esencial de su disfraz de Halloween? —preguntó Hergie con su habitual despreocupación—. ¿Un modo de persuadir a los muertos vivientes?

—Estoy pensando en llamarla «
eau de pedo muerto
» —respondió intentando ser tan imaginativa como él. En general, Helena era una alumna mucho más respetuosa, pero en ese momento le apeteció seguirle la broma.

—Por favor, diríjase al tocador y límpiese. Aunque elogio su espíritu festivo, no puedo permitir tal distracción en mi clase. Hay algunos estudiantes en esta institución que desean aprender —la regañó. Helena no contuvo una sonrisa. Hergie era único—. Déjeme que le escriba un permiso…

—Pero, señor Hergeshimer, no tengo ropa para cambiarme. Necesitaré ayuda…

—No esperábamos menos. Un permiso para usted y otro para su acompañante, la señorita Aoki —anunció mientras arrancaba dos papelitos que concedían a Helena y Claire plena libertad durante las próximas dos horas.

Claire miró a Helena con emoción, reprimiendo gritos de alegría, y las dos amigas se levantaron de sus pupitres para recoger sus permisos con humildad. Conseguir un permiso de Hergie era como recibir el título de caballero en Inglaterra. No te hacía más rica, pero te otorgaba el derecho de fanfarronear delante de los compañeros durante el resto del curso.

—Lennie, apestas —murmuró Claire de camino a la puerta.

—No te imaginas lo que acababa de pasarme —susurró Helena.

Al cruzar el umbral, le explicó con pelos y señales el encuentro con la repulsiva mujer. Claire la escuchaba con suma atención mientras la guiaba hasta el teatro.

—Un momento, ¿por qué venimos aquí? —preguntó Helena al darse cuenta de dónde estaban.

—Tienes que cambiarte de ropa —dijo Claire encogiéndose de hombros mientras abría la puerta de atrezo. Se dirigió directamente hacia una fila de disfraces de hada, brillantes y diáfanos, y empezó a sacarlos de las perchas para comparar la talla con Helena—. ¿Seguro que no era una turista pirada que llevaba un disfraz de Halloween? Este te irá perfecto.

Aunque tiene alas.

—Me encantan las alas. Y aquella criatura no era ni por asomo humana.

Media como unos dos metros y además brincaba —rebatió Helena antes de cambiar de tema de conversación—. ¿No nos meteremos en un lío?

—Formo parte del comité de atrezo. Además, los devolveremos —dijo Claire con una sonrisita pícara mientras escogía otro traje para ella—. Ahora, al vestuario. Echas una peste que me mareas.

Helena se duchó y se lavó el pelo mientras Claire se probaba un disfraz robado. Después, se puso delante de uno de los espejos y se maquilló con pinturas brillantes y con purpurina. Claire le pidió que describiera a la devoradora de muertos con esmero, pero ella no pudo añadir mucha más información.

—No puedo fijarme tanto, Risitas. Estaba ocupada nadando en el charco de mugre con un roedor muerto flotando a mi lado —dijo Helena. Al salir de la ducha, se secó con una toalla y se contoneó para entrar en aquel vestido arrugado e iridiscente, prestando especial atención a las alas para no clavárselas en los ojos.

—Se lo contaré a Matt y a Ari en clase, a ver si se les ocurre alguna idea.

¡Ahora sal de ahí y déjame verte!

—¿Qué personajes de
Sueño de una noche de verano
se supone que somos? —preguntó Helena, quien, al ver el vestido de Claire, se quedó muda del asombro—. ¡Oh, me encanta! ¡El diseño de telaraña es genial!

—Yo soy el hada Telaraña, claro está. Y tú eres el hada Polilla. Son increíbles, ¿verdad? Mi abuela se encargó de coser las lentejuelas.

—Estas alas me fascinan —la felicitó Helena, que se elevó de suelo y fingió repentina sorpresa al comprobar que podía volar—. ¡Y además funcionan!

Claire agarró a su amiga por los pies y tiró con fuerza, hasta que Helena volvió a pisar el suelo.

—Jasón me hizo prometer que jamás volvería a volar contigo. Y ahora que sé lo que me estoy perdiendo, me pongo verde de envidia cuando te veo hacerlo.

—Puedo tener una pequeña charla con él —ofreció Helena—. Quizá si le enseño lo fácil que me resulta llevar un pasajero, se dará cuenta de que no es tan peligroso y cambiará de opinión.

—Lo dudo —dijo Claire meneando la cabeza—. Pero da igual.

Técnicamente, ya no estamos juntos, pero tampoco estoy segura.

—Recapitulemos. ¿De qué estás hablando? —preguntó Helena con una mano sobre la cadera y con la frente arrugada.

—Hablo de que un día me dice que no puede volver a verme y al día siguiente me lo encuentro siguiéndome y suplicándome que volvamos. Y al cabo de un rato, se le enciende una bombilla y vuelve a romper conmigo.

—¿Anoche? —adivinó Helena.

—Y después, cuando me marchaba echando humo por las orejas, me besó. —Suspiró un tanto exasperada—. Jasón no para de hacerme lo mismo. Y creo que me estoy volviendo loca.

Claire despidió toda su confusión con un movimiento de mano, cogió a su amiga por el hombro y la empujó hacia el secador. Apretó el botón de encender el aparato y forzó a Helena a agachar la cabeza para que el aire caliente le secara el cabello, arruinando así su intento de hacerle más preguntas sobre Jasón. Helena pilló la indirecta enseguida: no quería hablar del tema, así que permitió que su buena y furiosa amiga le secara el pelo a su estilo.

El resultado fue una peluca a lo afro que Claire insistía en pulverizar con laca de purpurina dorada. En cualquier otra ocasión, Helena se habría negado en rotundo a aplicar tal cantidad de brillantina, pero tenía que admitir que le favorecía bastante con aquel disfraz. Además, era Halloween.

Ese día, miles de estudiantes del instituto llevaban unas pintas mucho más ostentosas. Jamás había visto a tanta gente disfrazada. La energía de la atmósfera rozaba la imprudencia. Los niños se tiraban contra las paredes y los profesores se lo permitían, sin reprenderles en ninguna ocasión.

—¿Ese es Parkour? —le preguntó Helena a Claire cuando un estudiante de último curso cogió carrerilla para encaramarse a una pared y realizar una voltereta hacia atrás.

—Sí —contestó con inquietud—. Hum… ¿es que nadie va a pararle los pies?

—Supongo que no —contestó Helena.

Las dos amigas se quedaron mirándose unos segundos antes de estallar a reír. ¿Y qué más les daba? Tenían el permiso firmado por Hergie y eso era como llevar un chaleco antibalas.

Cuando por fin acabaron de darse los últimos retoques y de aplicar otra capa de brillantina, tras entrar y salir incontables veces de la sala de atrezo y de los vestuarios, entreteniéndose cada dos por tres en la máquina de refrescos a medida que se inventaban más excusas para deambular por los pasillos en vez de regresar al aula, ya era hora del almuerzo. Horas después, seguían paseándose. Pasaron delante de la clase de Ciencias Sociales de la señorita Bee con sus disfraces de infarto cuando el timbre que marcaba el fin de la jornada sonó. Todos los alumnos de la clase avanzada salieron en tropel del aula en la que Claire habría estado si se hubiera molestado en asistir.

—Ups. Creo que llegamos tarde —dijo Claire con una amplia sonrisa.

Helena estaba desternillándose de la risa cuando, de pronto, notó que alguien la cogía del brazo y la empujaba hacia atrás. En un abrir y cerrar de ojos el aire se volvió borroso y refractado, como si se hubiera encogido y se hallara en el interior de un diamante. Cuando logró ajustar sus pupilas se percató de que estaba en el otro extremo del pasillo y cayó en la cuenta de que Lucas había utilizado su cuerpo para atrincherarla contra una de las taquillas.

—¿Dónde has estado? —le susurró al oído—. No te muevas o nos verán.

Quédate muy quieta y cuéntame qué te ha pasado esta mañana, de camino al instituto.

—¿Esta mañana? —repitió Helena, asombrada.

—Matt asegura que parecía que alguien te hubiera atacado. Y justo después Claire y tú desaparecéis el resto del día. Están a punto de acabar las clases. Hemos estado muy preocupados, Helena.

—Tuve que ducharme y cambiarme de ropa. Perdimos la noción del tiempo.

La excusa sonó poco convincente, incluso para ella misma. No sabía por qué a ninguna de las dos se les había ocurrido volver a clase.

Echó un vistazo por encima del hombro de Lucas, tratando de averiguar qué estaba sucediendo y distinguió la mirada asustada de Jasón. El joven tomó a Claire de la mano y la arrastró por el pasillo. Nadie parecía prestar una gota de atención a Helena y Lucas, y eso que estaban casi el uno encima del otro. Pero Matt pasó por delante como si nada, igual que Ariadna. Algo no cuadraba. Ariadna jamás pasaría de largo sin antes lanzarles una mirada de indignación.

—¿Qué sucede? —murmuró Helena.

—Estoy manipulando la luz para que nadie pueda vernos —explicó Lucas en voz baja.

—¿Ahora mismo somos invisibles? —musitó.

—Sí.

Y entonces Helena empezó a atar cabos sueltos. La visión borrosa, la misteriosa sensación de otra presencia en la habitación, las inexplicables ausencias de Lucas, las repentinas apariciones de la nada. Y todo porque había estado allí todo el tiempo.

—Tú eres mi sol invisible, ¿me equivoco?

Notó que Lucas tensaba el estómago al reprimir una silenciosa y sorprendida carcajada. Le vio articular las palabras «sol invisible» sin pronunciarlas y tuvo que concentrarse para apartar la mirada de sus labios.

—Lucas —le reprendió Helena sin utilizar un tono severo—, me asustaste, de veras. Al principio pensé que tenía un problema de visión y después creí que había perdido la chaveta.

—Lo siento. Sabía que te estaba asustando e intenté parar, pero no fui capaz —admitió algo avergonzado.

—¿Por qué no?

—A ver, el hecho de que te alejara de mi vida no significa que pueda soportarlo —reconoció con las mejillas sonrosadas—. Todo empezó cuando aprendí a manipular la luz, aunque ahora se ha convertido en otra cosa.

En algo que jamás creí que podría hacer. —Lucas se quedó en silencio, con una mirada de dolor, y después continuó—: Practiqué hasta conseguir hacerme invisible para poder estar cerca de ti sin interferir en tu vida.

—¿Siempre has estado ahí, conmigo? —preguntó Helena, un tanto preocupada al recordar miles de asuntos privados que Lucas podría haber presenciado.

—Por supuesto que no. Te echo de menos, pero no soy ningún pervertido —la tranquilizó apartando la mirada—. Siempre has sabido intuir cuando estaba ahí, Helena. A diferencia del resto del mundo, eres capaz de percibir mi presencia cuando soy invisible. Nadie más, excepto tú, conoce mi talento.

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