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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (34 page)

BOOK: Malditos
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—Seguro que sí —confirmó Ariadna—. Supongo que mi madre y Noel eran chicas transgresoras que vivían al límite su juventud. Solían trabajar en bares de copas y restaurantes de moda de toda la ciudad para pagarse las clases. De hecho, así es como conocieron a mi padre y a mi tío Cástor. En un bar de copas.

—Tu madre era preciosa —opinó Helena, y lo dijo sin exagerar. Aileen era esbelta, pero tenía curvas y un aspecto ultrafemenino. Además, lucía una cabellera negra azabache que le llegaba hasta donde la espalda pierde su casto nombre y lucía la piel dorada y bronceada de una latinoamericana—. Pero ella no…

—¿Se parece a alguno de nosotros? No. Los vástagos son idénticos a otros vástagos de la historia. No heredamos ningún rasgo físico de nuestros padres mortales —dijo Ariadna con tristeza—. Supongo que a mi padre le habría costado menos superarlo si reconociera algún gesto de ella en nosotros. La quería muchísimo… y todavía sigue amándola.

—Sí, lo sé —murmuró Helena.

Le sorprendió darse cuenta de que, en realidad, sí lo sabía. No sabían cómo ni por qué, pero sentía que a aquella desconocida de la fotografía la habían amado con toda su alma. Al ver cómo Aileen y Noel se desternillaban de risa, Helena no pudo evitar pensar en Claire y en ella.

—Estaban muy unidas, ¿verdad?

—Mejores amigas desde que eran niñas —recalcó Ariadna de forma deliberada—. Existe un patrón, un ciclo que siempre se repite en nuestras vidas, Helena. Ciertos episodios suceden una y otra vez a lo largo de la historia. Dos hermanos, o primos que crecieron como hermanos, que se enamoran de dos hermanas, casi hermanas, es uno de estos ciclos.

—Y solo una de esas mujeres sobrevive —dijo Helena, que al fin entendió la sobreprotección de Jasón sobre su mejor amiga—. Bueno, Jasón no tiene de qué preocuparse. Antes muerta de dejar que le pase algo a Claire.

—Desafortunadamente, ese tipo de decisiones no está en mano de los vástagos —informó Ariadna entrecerrando los ojos—. Mi padre se habría sacrificado por mi madre, pero no siempre se produce una batalla heroica para salvar a la persona a quien amas, ¿sabes? A veces, la gente muere y punto. Sobre todo cuando están a nuestro alrededor.

—¿Qué le pasó a tu madre?

Durante todo este tiempo, Helena jamás había osado formularles tal pregunta a los Delos. Quizá Jasón tenía razón, pensó Helena. Quizás estaba siendo demasiado egoísta.

—Estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado —respondió Ariadna mientras cogía la foto de su madre y volvía a colocarla entre las páginas de
Ana de las Tejas Verdes
—. La mayoría de los vástagos estarían dispuestos a hacer casi cualquier cosa para impedir la muerte de un mortal. Pero casi siempre fallecen por accidente por el mero hecho de estar cerca de un vástago. Por eso mi padre y mi hermano opinan que deberíamos alejarnos de todo aquel a quien podamos perjudicar.

—Pero tú estás entrenando a Matt.

—No llegué a conocer a mi madre. Todos insisten en que era una bocazas y que tenían un temperamento caliente, como buena latina que era —dijo Ariadna con cierto remordimiento—. Pero no basta con tener agallas. Mi padre jamás quiso enseñarle ninguna técnica de lucha, y creo que la razón de su muerte tiene algo que ver con eso. No he perdido un tornillo, Helena.

Soy perfectamente consciente de que Matt jamás podría vencer a un vástago, pero ese no es el objeto. Tengo que enseñarle a protegerse o, de lo contrario, jamás me perdonaría si algo le sucediera. No sé si todo esto tiene mucho sentido, la verdad.

Helena asintió con la cabeza y tomó las manos temblorosas de Ariadna entre las suyas.

—Sí que lo tiene. No sabía que las cosas se habían puesto tan serias entre Matt y tú.

—No es para tanto —rectificó rápidamente Ariadna. Sin embargo, después dejó caer la cabeza hacia atrás, como si la situación la superara, y suspiró mirando al techo. Aquel era un gesto familiar que Helena había visto muchas veces cuando Jasón se enfadaba con Claire—. ¿La verdad? No tengo ni idea de qué hay entre nosotros. No sé si sentirme insultada porque Matt todavía no ha intentado nada conmigo o si debería estar contenta y agradecida porque ha decidido no tentarme.

Era más que evidente que Ariadna estaba hecha un lío. Helena no sabía qué decirle, pero, tras unos instantes, decidió que quizás Ariadna no necesitaba que otra persona más de su entorno le dijera lo que tenía que hacer. En vez de darle un consejo, Helena se quedó sentada a su lado, sujetándole la mano mientras la joven le daba vueltas a todo el asunto.

—Ari, ¿sabes dónde…? —preguntó Lucas en cuanto abrió la puerta de la habitación. Se quedó de piedra al ver a Helena sentada en la cama—. Lo siento. Debería haber llamado antes.

—¿A quién buscas? —dijo Ariadna, como si quisiera ponerle a prueba.

Lucas bajó la mirada y cerró la puerta sin responder a la pregunta de su prima. Helena procuró respirar con normalidad y se obligó a mover el cuerpo para disimular lo estupefacta que estaba, pero Ariadna se dio cuenta enseguida.

—¿Tú también? ¿Todavía? —preguntó ligeramente disgustada—. Helena, es tu primo.

—Ya lo sé —reconoció con voz cansada y extendiendo las manos en un gesto de súplica—. ¿Crees que deseo sentir eso? ¿Sabes que prefiero merodear por el Submundo porque por lo menos allí sé que estoy lejos de esta maldita enfermedad? ¡Es una locura!

—Todo esto es una verdadera locura —admitió Ariadna con compasión. Casi rogándoselo, añadió—: Lo lamento mucho por los dos, pero tenéis que pasar página de una vez por todas. El incesto, incluso aunque no sea intencionado, aunque los dos vástagos ni siquiera conozcan su parentesco es otro de los temas que se repiten constantemente a lo largo de la historia. Siempre acaban de la peor forma posible. Lo sabes, ¿no?

—Sí. Leí
Edipo rey
y sé cómo acaba la historia. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Acaso conoces algún antiguo remedio casero para hacer que me desenamore de él? —preguntó Helena, algo sarcástica.

—¡Mantened distancia! —espetó Ariadna.

—Tú estabas presente el día en que perdió los nervios y me gritó que no me permitía ni siquiera mirarle —exclamó Helena—. ¿Y cuánto duró esa amenaza? ¿Nueve días? No somos capaces de estar alejados. Las circunstancias siempre vuelven a unirnos, por mucho que nosotros nos empeñemos en distanciarnos.

Una gigantesca bocanada de desesperación le oprimía el pecho; la mirada compasiva de Ariadna fue la gota que colmó el vaso. Se puso en pie y comenzó a dar tumbos por la habitación.

—He bajado literalmente el Infierno en busca de un rincón donde arrojar todas los sentimientos que tengo por él, pero no he conseguido encontrar un agujero lo bastante ancho ni profundo. Así que por favor, dime qué se te ocurre, porque he agotado todas las teorías que he leído y, si Casandra está en lo cierto, se me acaba el tiempo.

De repente, Helena sintió que algo reventaba tras sus ojos y enseguida se llevó una mano a la nariz para detener los borbotones de sangre que le estaban empapando los labios. Ariadna se quedó muda de asombro y permaneció sentada en el borde de la cama. Acto seguido, Helena corrió hacia la ventana, la abrió de un tirón y saltó por ella.

Despegó sin mirar atrás. Ansiaba volver a ver aquella finísima línea de aire azul que se perdía entre la oscuridad del cielo. Esa noche deseaba irse a dormir con esa imagen viva y reciente en su mente. Estaba casi segura de que, a menos de que sufriera una especie de epifanía milagrosa, no volvería a ver la luz del día.

Tras limpiarse la sangre congelada del rostro como pudo, con la manga de su camisa, se quedó mirando fijamente el globo terráqueo. En su parte del planeta estaba amaneciendo, pero aun así lograba distinguir la delicada y suave capa de la atmósfera. Aquella telaraña de aspecto frágil y fantasmagórico era capaz de crear vida en una parte de la Tierra y extensiones de hielo en la otra. A Helena le maravillaba que algo que parecía tan delicado pudiera ser al mismo tiempo tan poderoso. «Otro don de Lucas», pensó sonriente.

Cerró los ojos y dejó que su cuerpo flotara a la deriva. Jamás había subido tan alto. El arrastre del planeta era tan débil que, durante un segundo, se preguntó si podría cortar el último hilo de gravedad que la mantenía atada al mundo para alcanzar la Luna.

Súbitamente, una mano de hierro la agarró por la chaqueta y, con una fuerza sobrehumana, la bajó varios metros. En cuestión de segundos la camiseta y la chaqueta que llevaba estaban rotas y deshilachadas. Helena se retorció con violencia mientras descendía y, de pronto, distinguió el rostro de Lucas, que parecía atormentado.

—¿Qué estás haciendo? —le gritó al oído.

El joven Delos la estrechó contra el pecho y aumentó todavía más la velocidad. Tenía un nudo en la garganta por la emoción y, al intentar hablar, la voz se le quebró en varias ocasiones.

—¿Intentabas desviarte hacia el espacio? Sabes que eso te mataría, ¿verdad?

—Ya lo sé, Lucas. Yo… me gusta dejarme llevar —admitió. En ese instante se percató de que había pronunciado su nombre en voz alta, por primera vez en muchas semanas. Por fin había logrado quitarse esa losa que tanto le pesaba y soltó una carcajada—. Disfruto mucho haciéndolo de vez en cuando. ¿Nunca lo has probado?

—Sí, claro —confesó. Seguía teniendo a Helena firmemente agarrada y, a medida que descendían por el cielo nocturno, Lucas fue hundiendo el rostro en su cuello. Y entonces le susurró al oído—: Pero tenías los ojos cerrados. Creía que te habías desmayado.

—Lo siento. Pensé que estaba sola —murmuró.

Aunque sabía que debía preguntárselo, le importaba bien poco cómo Lucas había llegado hasta allí. Se aferró a él con fuerza, como si tratara de sumergirle en su pecho y envolverle con su piel.

Ese era Lucas, y no quería separarse de él, de la persona que era en aquel preciso instante. En cualquier momento, las tornas se girarían y Lucas volvería a convertirse en aquel desconocido enfadado una vez más. El joven suspiró hondamente y articuló el nombre de Helena. Después, se deshizo de su abrazo y buscó desde la distancia, el mirador de la casa de Helena.

—¿Dónde está Jerry? —preguntó sobrevolando la casa. No se veía nada en el caminito de entrada y no había luz alguna que estuviera encendida en el interior.

—Lo más seguro es que esté trabajando —dijo Helena sin apartar la vista de él—. ¿Te apetece entrar? ¿O esto va a ponerse feo de un momento a otro?

—Te lo prometí. Nada de discusiones. No ha surtido efecto, así que dejémoslo —dijo Lucas mientras posaba a Helena sobre el mirador.

—Lo hiciste a propósito, ¿verdad?

Los dos se quedaron mirándose sin musitar palabra, hasta que Helena rompió su silencio.

—¿Tu padre tuvo algo que ver con eso?

—Fue mi elección —respondió.

Helena se quedó callada, esperando a que Lucas explicara su respuesta, pero el joven no se molestó en inventarse una excusa o en culpar a alguien más. De ese modo, dejó que ella fuera quien decidiera cómo serían las cosas entre ellos a partir de ese momento. La muchacha le asestó un suave puñetazo en el pecho. Estaba frustrada y, aunque no le hizo mucho daño, le provocó una oleada de sensaciones. Pero Lucas se mantuvo impasible y en ningún momento intentó detenerla.

—¡¿Cómo pudiste hacerme eso?! —gritó.

—Helena —susurró. Le agarró los puños y los posó sobre la zona del pecho que le había apaleado—. ¿Qué más podía hacer? Volvíamos a estar todo el tiempo juntos. Nos sentábamos juntos para cenar, nos contábamos los secretos más íntimos, y creo que eso te confundía. Tienes cosas más importantes en las que pensar que en mí.

—¿Tienes idea del daño que me hiciste? —preguntó con voz ahogada. Se moría por volver a golpearle, pero se asombró al descubrir que tenía las manos relajadas sobre su pecho.

—Sí —le respondió con una ternura que le dejó entrever la dolorosa que había sido para él su separación—. Y las consecuencias las pagaré el resto de mi vida.

Helena arrugó la frente, preocupada. Sabía que Lucas no estaba exagerando. Había cambiado. Tenía la tez tan pálida que reflejaba la luz de la luna y una mirada de un azul tan oscuro que se confundía con el negro.

Era como estar mirando al gemelo oscuro y triste de su Lucas, siempre alegre y brillante. Seguía siendo guapísimo, pero le entristecía mirarle a los ojos.

Después de todo lo que le había hecho pasar, Helena sabía que debía castigarle, pero, por alguna razón que no lograba explicarse no lo sentía así. Se acercó poco a poco a él, le rodeó el cuello con los brazos y él respondió acariciándole la espalda. Y el enfado desapareció sin más.

Clavó la mirada en sus ojos y percibió una extraña penumbra arrastrándose en su interior, tratando de apagar la luz que Helena siempre veía en él. Pero antes de que pudiera ingeniarse una forma de preguntarle a qué se refería con «consecuencias», Lucas cambió de tema de conversación y se apartó de ella.

—Hoy he tenido una larga charla con Orión —anunció mientras abría la puerta del mirador que conducía hasta el primer piso de la casa. La mantuvo abierta para que Helena pasara antes que él y añadió—: Tenía la impresión de que no nos estabas contado todo lo que te sucedía en el Submundo. Me pidió ayuda. Le importas mucho.

—Ya lo sé —dijo Helena guiándole por las escaleras hasta entrar en su gélida habitación—. Pero está equivocado. No escondo nada a nadie. Asumí que nadie podría ayudarme allí abajo, así que pensé: ¿para qué ahondar en detalles? No tengo sueños, Lucas ¿Cómo cree Orión que tú, o cualquier otro, puede solucionar eso?

Lucas se dejó caer sobre la cama de Helena, se quitó la chaqueta y se descalzó mientras daba vueltas a algo. Estaba tan cómodo en su habitación que, en cierto modo, sentía que pertenecía a ese lugar. El instinto de Helena gritaba que Lucas pertenecía a su cuarto, a pesar de que ambos sabían que no debería ser así.

—Descendí al Submundo la otra noche. En un principio mi intención era averiguar si podía ayudarte de algún modo; sin interferir, desde luego. Pero después, tras varias horas, me quedé simplemente para vigilarlos, a Orión y a ti. Por muchos motivos —admitió al fin, poniendo así todas las cartas sobre la mesa—. En fin, fui un chapuzas. Orión me reconoció y entendió cómo había conseguido bajar. Hoy se ha puesto en contacto conmigo para explicarme por qué te estabas muriendo y, entre los dos, nos hemos dado cuenta de que quizá tengo lo que necesitas para recuperarte. Así que, al fin y al cabo, supongo que sí he encontrado un modo para ayudarte.

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