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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (30 page)

BOOK: Malditos
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—¿Qué pasa? —quiso averiguar Orión.

—Nada, no es nada —respondió sin dejar de reírse por lo bajo. Sin prestar atención hacia donde le llevaban sus pies, de repente se tropezó con unas piedras y tuvo que agarrarse del brazo de Orión para recuperar el equilibrio—. Estaba pensando en lo increíble que sería si tú y yo topáramos con lo que estamos buscando.

—Sí, eso sería genial —admitió mientras la ayudaba a incorporarse—. La mayoría de la gente desearía salir de aquí pitando.

—No me refería eso —aclaró—. No estoy diciendo que quisiera que nuestra búsqueda llegara a su fin justo ahora. Pero me encantaría que el jardín de Perséfone apareciera como por arte de magia frente a nuestras narices.

Súbitamente, el escenario cambió. Así, sin previo aviso, sin una ráfaga de viento, sin un difuminado como en las películas antiguas. Pasaron de estar merodeando por una playa eterna bajo los rayos del sol a otro lugar. Un lugar oscuro y aterrador.

Bajo sus pies se alzaba una estructura maciza de roca oscura y metalizada cuya cúspide parecía querer tocar aquel cielo moribundo, sin estrellas titilantes. Los parapetos los deslumbraban, como si quisieran fulminarlos, y la pared del fondo, envuelta en una bruma lejana, parecía deformarse y cambiar de posición, como si le ofendiera que alguien posara sus ojos sobre ella.

Tras el castillo negro, una fina cortina de fuego iluminaba el paisaje inhóspito que rodeaba la edificación. Mientras seguía el sendero de llamas hasta su origen, Helena se dio cuenta de que debía tratarse de Flegetonte, el río del Fuego Eterno que acordonaba el palacio de Hades.

Justo enfrente de Orión y Helena se hallaba lo que parecía una cúpula de hierro forjado del tamaño de un estadio de fútbol. Estaba fabricada con el mismo material oscuro que el castillo, pero, en vez de estar construida por bloques gigantescos y sólidos, la sustancia había sido moldeada para dibujar florituras ornamentales. Bajo aquella cúpula arqueada yacía un inmenso jardín. Dada la impresión de que el arquitecto procuraba ocultar la presencia de una jaula gigantesca sobre el jardín esmerándose para hacerlo parecer elegante y distinguido.

Aquel extraño material negro emitía un arcoíris de colores. Azules y púrpuras junto con tonos cálidos, como rojizos o anaranjados, nadaban sobre la superficie como olas multicolor. En cierto modo, era como ver un arcoíris enterrado en ceniza, un destello de luz atrapado en la penumbra para siempre.

—Vaya —suspiró Orión. El joven miraba a su alrededor, tan pasmado y sobrecogido por aquel amenazador castillo y la jaula como Helena. En ese instante se percató de que ella seguía aferrada a su brazo y esbozó una sonrisa maliciosa—. Gracias por traerme aquí contigo.

—No me des las gracias todavía —susurró Helena.

Tenía la mirada clavada en la abertura principal de la jaula y estaba horrorizada. No consiguió vislumbrar el ojo de la cerradura, y el candado era más grande que su torso.

—Algo no anda bien —musitó Orión cuando al fin se fijó en la cerradura que Helena contemplaba con tal intensidad.

—No, nada bien —recalcó la chica airadamente—. ¡Perséfone! —llamó Helena—. ¡Sé que estás ahí!

—¿Estás loca? —exclamó Orión.

El joven se abalanzó sobre ella para taparle la boca con la mano, pero Helena le apartó de mala gana.

—¡Déjame entrar! —chilló con aire reivindicativo, como si estuviera interpretando el papel de una reina francesa prerrevolucionaria—. ¡Exijo que se me permita la entrada al jardín de Perséfone ahora mismo!

La puerta se abrió de repente con un gruñido siniestro. Orión se dio media vuelta para mirar a Helena con la boca abierta.

—Si dices en voz alta lo que deseas, se cumple.

Helena asintió con la cabeza, aunque todavía no lograba explicarse cómo lo había hecho. Hizo memoria y recordó el principio de la conversación, cuando medio en broma le había comentado a Orión que no quería que esa noche los atacaran. Habían estado paseando muchísimo rato sin toparse con ningún monstruo o criatura espeluznante. Después, había pedido que el jardín de Perséfone apareciera como por encanto, y así había ocurrido.

—Pero tengo que saber con exactitud qué quiero y, después, pedirlo en voz alta —explicó.

De repente torció el gesto y adoptó una expresión compungida, al recordar las torturas que había soportado allí: colgada durante horas de un alféizar; encerrada en un árbol; atrapada en el interior de la casa de los horrores.

Peor aún, ahogándose en la fosa de arenas movedizas. Las piernas empezaron a flaquearle, pero no estaba dispuesta a derrumbarse. Ahora, no.

—He sufrido tantísimas veces aquí abajo. Y pensar que podría haberlo evitado si hubiera querido —continuó con resentimiento, como si necesitara decirlo en voz alta para creerlo—. Lo único que tenía que hacer era gritar lo que realmente quisiera y así se habría cumplido. Es incluso demasiado fácil.

—¡Qué inocente eres! —exclamó una voz musical a la par que melancólica desde algún rincón de la monstruosa jaula dorada—. Saber lo que uno de verdad desea y tener la confianza para decirlo son dos de las cosas más difíciles de lograr en la vida, joven princesa.

Helena meditó unos instantes y, a regañadientes, no tuvo más remedio que admitir que estaba de acuerdo. Si pedía la presencia de Lucas, y se cumplía, se sentiría culpable de algo que le haría sentir mucho más miserable que cualquier rasguño o hueso roto.

—Pasad y hacedme una visita. Os prometo que no os haré daño —continuó la extraña voz.

Helena y Orión se miraron decididos y, cogidos de la mano, cruzaron el umbral de la puerta y se adentraron en el jardín de Perséfone.

Un resplandor moteado bañaba todo el jardín, desde el césped hasta la bóveda, dibujando rayos de encaje en cada recoveco. La tenue luz que se filtraba por los barrotes de la jaula y una marquesina de extraña vegetación iluminaba las hojas más oscuras del jardín, que, sumidas en aquella penumbra, se transformaban en brillantes destellos de luz. La débil luminosidad que alumbraba el lugar parecía danzar entre los árboles, lo que creaba la ilusión óptica de una brisa marina.

Helena rozó sin querer una flor de lo que parecían lilas; casi se queda sin respiración al notar su tacto. Se inclinó para inspeccionar la flor y descubrió que, en realidad, eran piedras preciosas de color púrpura, talladas con suma delicadeza y ensartadas entre sí para crear una réplica casi idéntica de la flor. Al examinarlas de cerca, se dio cuenta de que las hojas tampoco eran de verdad, sino hilos de seda trenzados. Nada era real en aquel lugar. No crecía ningún ser vivo allí.

Aquello la sacó de quicio. ¡Aquella estructura tan hermosa no era más que una cárcel para mantener encerrada a una jovencita que había sido raptada y engañada para casarse con un tipo detestable! Se dirigió enfurecida hada la puerta del jardín y la pateó con todas sus fuerzas.

—Es hermosa —murmuró Orión.

Al principio, Helena creyó que se refería a las joyas con forma de flor, pero al darse media vuelta se percató de que el muchacho estaba contemplando embobado a la mujer más elegante que Helena jamás había visto.

Medía casi un metro ochenta y era grácil como un cisne, con una tez tan oscura que incluso parecía azul. No aparentaba más edad que Helena, pero algo en su forma de moverse, paciente y precisa, la hacía parecer mucho mayor. Tenía el cuello rodeado por multitud de collares con diamantes ensartados que, a decir verdad, no conseguían eclipsar su deslumbrante mirada. Lucía una brillante cabellera ondulada que le alcanzaba las rodillas. Helena no pudo evitar fijarse en la majestuosa corona que llevaba sobre la cabeza. Reconoció toda la colección de gemas y distinguió otras piedras preciosas que no conocía. Arrastraba una toga de fragantes pétalos de rosa cubiertos de rocío. La parte superior de la capa estaba tejida con pétalos blancos que iban tiñéndose de rosa a medida que alcanzaba la cintura, oscureciéndose centímetro a centímetro. Al llegar a los pies, daba la sensación de que estaba rodeada por una nube de rosas rojas.

Bajo los pies descalzos de Perséfone, que tintineaban por el roce de multitud de anillos que decoraban sus dedos, se extendía una alfombra infinita de flores silvestres que brotaban, florecían y se marchitaban. A cada paso que daba, Perséfone creaba un manto de flores silvestres que cobraban vida para secarse y morir en cuanto tocaban el suelo estéril del Submundo. En cierto modo, era como ver cientos de hermosas flores arrojándose por un barranco como lemmings. Helena quería detenerlo.

—Horrible, ¿verdad? —dijo Perséfone con su voz melódica mirando las flores marchitas bajo sus pies—. Mi esencia las crea, pero en el Submundo no tengo el poder de mantenerlas con vida. Ninguna flor puede sobrevivir aquí abajo mucho tiempo.

Miraba directamente a Helena mientras hablaba, transmitiéndole más con la mirada que con las palabras. «Sabe que estoy muriéndome», se dijo la chica.

Echó un rápido vistazo a Orión, que, por lo visto, ignoraba por completo la pequeña charla entre las mujeres. Helena sonrió a la reina, para comunicarle su gratitud. No quería que Orión se enterara de que le quedaba poco tiempo de vida. Si averiguaba que estaba muriéndose, quizá cambiaría su forma de actuar hacia ella.

Como si obedeciera un protocolo establecido, Orión dio un paso hacia delante e inclinó la cabeza y los hombros en una respetuosa reverencia.

—Señora Perséfone, reina del Hades, nos presentamos ante vos para suplicaros un favor —dijo con tono formal.

Sonó un tanto extraño, pero adecuado con la situación. Helena se sorprendió al darse cuenta de que, al igual que los hijos de los Delos, Orión había recibido una educación de vástago, así que no le costaba cambiar del argot moderno a los modales del mundo antiguo.

—¿Nos permitís entrar? —añadió.

—Venid y sentaos. Sois bienvenidos —respondió señalando un banco de ónice situado al margen del sendero—. Considera mi jardín tu hogar, joven heredero de dos castas enemigas.

Perséfone realizó una reverencia afable y delicada, como una bailarina de ballet que agradece el aplauso del público.

Orión apretó los labios. Al principio, Helena creyó que estaba furioso porque Perséfone había sacado el tema de su difícil infancia, pero tras unos instantes se dio cuenta de que Orión trataba de contener la emoción.

Por fin Helena entendió algo sobre Orión que no había alcanzado a comprender antes. Nadie le había aceptado, jamás. La mitad de su familia le despreciaba porque su padre no le había abandonado en la ladera de una montaña para morir y la otra mitad le odiaba porque las furias así lo imponían. Su madre estaba muerta. Y si su padre le veía, las furias le inducirían a matarlo con sus propias manos. Aparte de Dafne, cuyas decisiones siempre tenían un motivo oculto o segundas intenciones, ¿algún vástago había invitado a Orión a sentarse junto a él con tal amabilidad?

Tras estudiar la expresión seria de su amigo, Helena intuyó que el único lugar donde había sido bien recibido ante un vástago era precisamente allí, en ese mismo instante, por Perséfone.

«Solo es bienvenido en el Infierno», se dijo Helena para sus adentros. Esa idea hizo que se le encogiera el corazón.

Al advertir que Helena se había quedado embobada, Perséfone extendió una mano y le ofreció reunirse junto a ella y Orión en el banco.

La chica se ruborizó e inclinó la cabeza. La habían pillado una vez más actuando como una chiflada y se moría de la vergüenza. En ese momento se arrepintió de no haber prestado más atención a todas las estrofas de cortesía que había decidido saltarse mientras leía la
Ilíada
. Al parecer, Perséfone notó lo incómoda que se sentía y le dedicó una cálida y acogedora sonrisa.

—No es necesario que seamos ceremoniosos. Si lo pensáis bien, quizá debería ser yo quien os saludara así.

—Eh, no soy yo quien lleva una corona —soltó Helena. Le pareció que aquel era un buen momento para hacer una broma.

Perséfone sonrió, pero enseguida su expresión se tornó seria.

—Todavía no —replicó enigmáticamente—. Buscáis un modo de matar a las furias.

Orión y Helena se miraron sorprendidos por lo directa que había sido.

—Sí —afirmó Orión, convencido—. Quiero matarlas.

—No, no es cierto —rebatió Perséfone mirando a Orión con sus ojos color chocolate—. Quieres ayudarlas. Necesitan desesperadamente que las salvéis de su sufrimiento, querido. ¿Sabéis quiénes son?

—No —respondió Helena, a quien no le gustó demasiado el cariño con que la hermosa diosa trataba a Orión—. Por favor, explícanoslo.

—Las furias son tres hermanitas, nacidas de la sangre de Urano, de cuando su hijo, el titán Cronos, le atacó. Los destinos raptaron a las furias en el momento de su creación y las obligaron a jugar su papel en el Gran Drama. El dolor que sienten es real y la carga que llevan… —Perséfone se quedó muda mientras miraba a Orión—. No son más que tres niñas que jamás han vivido un minuto de alegría. Ya sabes a qué me refiero, príncipe. Tú conoces su sufrimiento.

—Odio —susurró Orión mirando de reojo a Helena.

La chica pensó en el episodio de la cueva y recordó lo horrible que fue sentir odio hacia Orión. Sabía que él pensaba lo mismo sobre ella.

—Tenemos que ayudarlas —musitó Helena. Orión le contestó con una sonrisa. Sin duda, estaban conectados—. Tenemos que liberarlas.

—A las furias y a los vástagos —añadió él con determinación.

—Sí —dijo Helena—. Y prometo que también te liberaré a ti, alteza.

—¡No, no lo hagas! —exclamó de repente Perséfone, que se apresuró a hablar—. Date prisa, Helena; ¡no sobrevivirás mucho tiempo más sin soñar! Debes llevar a las furias agua del río…

Una voz profunda y retumbante ahogó el nombre del río.

—DESCENDIENTE, ESTÁS DESTERRADA.

Helena notó que alguien la arrojaba del Submundo, como si una gigantesca mano la hubiera cogido del cuello de la camiseta y la lanzara al vacío. Y entonces distinguió un rostro gigantesco que ocupaba todo su campo de visión. Parecía familiar. Aquella mirada esmeralda era tan triste…

Helena se despertó en su cama. Al incorporarse, se deslizó una fina capa de cristales de hielo que yacía sobre la colcha y, de inmediato, en aquella atmósfera seca y gélida, empezaron a danzar miles de motas brillantes.

Notaba la tez entumecida, así que sacó una mano de debajo de las mantas para palparse la mejilla. Aunque apenas tenía sensibilidad en los dedos, por el frío, enseguida se percató de que tenía el rostro cubierto de una fina lámina de escarcha. Al tocarse la cabeza descubrió que tenía el pelo congelado y unos brillantes carámbanos aparecían entre sus mechones.

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