Malditos (26 page)

Read Malditos Online

Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Malditos
2.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Perdóname, señor —resolló el chico, aunque estaba resentido por el revés de su maestro, y se incorporó con dificultad, por el inmenso dolor en la tripa—. Te conseguiré lo que necesites.

Automedonte retorció la boca, como si pudiera olfatear la falsedad de Zach.

El muchacho intentó concentrarse en pensamientos de lealtad. Su vida dependía, literalmente, de ello.

—Cuerda, una estaca y un brasero de bronce. ¿Sabes qué es un brasero?

—Una vasija para ceremonias que se emplea para poner dentro carbón encendido o fuego —dijo Zach.

Su maestro asintió.

—Ten todas esas cosas a mano. Cuando llegue el momento, todo ocurrirá muy deprisa.

Helena se levantó y se masajeó la cabeza para librarse del dolor que le martilleaba el cerebro. Fue entonces cuando se dio cuenta de que seguía cubierta de sangre y mugre. Sentía la piel grasienta y sensible por la falta de sueño, y las mejillas, sonrojadas, aunque sabía de sobra que en su habitación hacía un frío de los mil demonios. Incluso se había creado una fina capa de hielo sobre el agua del vaso que había sobre la mesilla de noche.

Tras realizar un tremendo esfuerzo para salir de la cama, deambuló hasta el cuarto de baño y estuvo allí encerrada unos minutos, tratando de olvidar a Orión, mirándola de aquel modo, atónito y perdido al mismo tiempo. La palabra «apuñalar» resonaba en su cabeza y se mezclaba con el recuerdo de su tacto, de sus caricias, de su beso.

Helena sabía que Orión tenía la capacidad de controlar el corazón, pero nada podía compararse con la sensación que experimentó cuando el deslizó la mano en el interior de su cuerpo. Le dolió, pero en el buen sentido; de hecho, en el mejor de los sentidos. Sintió una oleada de calor que volvió a ruborizarle las mejillas y dejó que el chorro de agua de la ducha le empapara el rostro. Durante un momento tuvo la impresión de que Orión podría haberle hecho lo que quisiera, y Helena sabía que se lo habría permitido. O, peor aún, sospechaba que, si él le pedía cualquier cosa, por muy descabellada que fuera, ella habría aceptado de buen grado.

—¡Helena! —gritó Jerry, que la despertó de aquel sueño tan vívido. Su padre solo la llamaba Helena cuando estaba verdaderamente furioso—. ¿Puedes explicarme por qué hace este maldito frío en esta maldita casa…? ¡Maldita sea!

«Ya está —pensó la chica—. He cabreado tanto a mi padre que ya no sabe ni hablar.»

Jerry se acercó a la puerta del cuarto de baño y empezó a gritarle a través de la madera. Podía imaginarse a su padre allí afuera, señalando con vehemencia la puerta mientras se iba alternando hasta el punto de confundir palabras como «irresponsable» y «desconsiderada» y soltar
irresponderada
.

Helena cerró el grifo y, sin secarse antes con una toalla, se puso la bata.

Abrió la puerta de repente y fulminó a su padre con una mirada. Los gritos de Jerry enmudecieron en cuanto vio la cara de Helena.

—Papá —dijo con sumo cuidado—. Esta es la situación. Ya llamé al señor Tanis de la ferretería y se acercó el viernes pasado para tomar medidas de la ventana. Después, hizo el pedido del cristal a una tienda de Cape, porque esta casa es tan vieja que ninguna instalación tiene las medidas estándar. Tendremos que esperar a que la cristalería haga el cristal, nos lo envíe y el señor Tanis vendrá a instalarlo. Pero hasta entonces, ¡relájate porque va a hacer frío polar en mi habitación, de acuerdo!

—¡De acuerdo! —respondió apartándose ligeramente del repentino ataque de locura de su única hija—. Siempre y cuando estés pendiente de ello.

—¡Lo estoy!

—¡Bien! —exclamó dando media vuelta. Después miró a Helena con expresión arrepentida y añadió—: ¿Qué te apetece desayunar?

La chica le dedicó una tierna sonrisa, agradecida por que su madre hubiera escogido a Jerry de entre todos los hombres mortales.

—¿Tortitas de calabaza? —propuso sorbiéndose los mocos. Después se frotó la nariz con la manga de la bata, como si fuera una niña pequeña.

—¿Estás enferma? ¿Qué te ocurre, Len? Parece que vengas del Infierno.

Helena soltó una carcajada, resistiéndose a la tentación de contarle que había dado en el clavo. Aquella risa inesperada solo sirvió para confundir a Jerry todavía más. La miró extrañado y después bajó a la cocina para preparar las tortitas que su hija le había pedido.

Ella se abrigó con un grueso jersey de lana y se puso unos calcetines polares antes de bajar a la cocina para echarle una mano. Durante más de una hora padre e hija charlaron, desayunaron y compartieron el periódico del domingo. Cada vez que la imagen de Orión le venía a la mente, hacía todo lo posible por deshacerse de ella.

No podía permitirse el lujo de encariñarse demasiado con él. Lo sabía perfectamente. Sin embargo, no podía dejar de pensar en ciertos detalles, como el lunar con forma de lágrima que tenía en la mejilla derecha o en los afilados colmillos en forma de diamante que dejaba entrever al sonreír.

Todavía no le había enviado ningún mensaje. ¿Por qué?

—¿Vas a pasarte por casa de Kate luego? —le preguntó a su padre para dejar de pensar en Orión.

—Bueno, quería preguntar yo primero —respondió—. ¿Piensas ir a casa de Luke?

Helena contuvo la respiración durante unos instantes, se recompuso y fingió que no se le había caído el alma a los pies lo mejor que pudo. Intentó razonar con la vocecita de su cabeza que le susurraba la palabra «infiel».

Lucas y ella no estaban juntos. ¿Qué más daba si pensaba en Orión?

—Iré a casa de Ariadna, papá. Tenemos una cosa pendiente, así que no te preocupes. Hazle compañía a Kate. Yo no estaré por aquí.

—¿Otro proyecto del instituto? —preguntó con tal inocencia que a Helena le costó creerle.

—En realidad, no —admitió ella. Estaba demasiado cansada para seguir mintiéndole a su padre, así que decidió que, para variar, diría la verdad—. Me está dando clases de defensa personal.

—¡No me digas! —exclamó, sorprendido—. ¿Por qué?

—Quiero aprender a protegerme.

Helena reparó en lo cierto que era lo que acababa de decir. No estaba dispuesta a pasar el resto de su vida escondiéndose tras la espalda de otras personas. En algún momento se quedaría sin defensores, sobre todo si seguía apuñalándoles el pecho.

A esas horas Orión ya debería haberle escrito algún mensaje. ¿Dónde estaba?

—Bueno, de acuerdo —dijo con el ceño fruncido—. Lennie, me rindo.

¿Estás saliendo con Lucas o no? Porque, la verdad, yo no tengo ni idea, Kate tampoco y, si quieres que te sea sincero, tienes un aspecto deplorable. Supongo que habéis roto, pero ¿por qué? ¿Te ha hecho algo?

—No me ha hecho nada, papá. No tiene nada que ver con eso —farfulló Helena. Todavía era incapaz de pronunciar el nombre de Lucas—. Solo somos amigos.

—Amigos. ¿De veras? Lennie; podría confundirte con una zombi.

Ella contuvo una risa y se encogió de hombros.

—Quizás tengo la gripe o algo así. No te preocupes. Lo superaré.

—¿Te refieres a la gripe o a Lucas?

De pronto sonó el teléfono móvil de Helena. Se lanzó hacia él. Ansiaba que fuera Orión, pero era Claire, que quería preguntarle dónde estaba.

—¿Qué pasa? —quiso saber Jerry.

—¿Eh? Nada —respondió Helena sin apartar la mirada de la pantalla. ¿Por qué Orión todavía no le había enviado un mensaje?

—Pareces decepcionada.

—Tengo que irme. Claire está a punto de llegar —mintió haciendo caso omiso al comentario de su padre. No estaba decepcionada, sino preocupada, lo cual era bastante distinto.

¿Qué le había hecho Orión? Sabía que aquello no era del todo normal. Le daba la sensación de que el vástago le había secuestrado el cerebro y, por lo visto, también se había adueñado de su piel, ya que todavía podía «sentir» las manos de Orión deslizándose por su interior, y sabía que no era producto de su imaginación. Notaba puntos de presión en la espalda, como si Orión estuviera masajeándole con la yema de los dedos. Podía jurar que él estaba tirándole de las caderas, acercándola más a él. Pero sabía que estaba a kilómetros de distancia, en tierra firme.

Apoyó una mano sobre la encimera para no perder el equilibrio y contó hasta tres. La percepción de que Orión la sujetaba por las caderas se desvaneció, aunque no del todo. En un intento de deshacerse de todas aquellas sensaciones imposibles, se despidió de su padre con un beso, se calzó, se puso el abrigo y salió rápidamente de casa.

De pronto, se le nubló la vista y los escalones de la entrada empezaron a mecerse ante sus ojos al mismo tiempo que un aroma familiar era arrastrado por la brisa. De inmediato, Helena se dio media vuelta para encontrar el origen de aquel extraño perfume. Desorientada, se tambaleó hasta caerse sobre las rodillas y extendió los brazos para palpar cada objeto que tenía a su alrededor, como si le hubieran vendado los ojos. Algo terrible le estaba afectando la vista. Cuando contempló el cielo, le pareció que estaba desencajado, como si alguien hubiera hecho trizas toda la bóveda y después hubiera tratado de recomponerla a toda prisa Helena sintió una oleada de calor, una maravillosa y reconfortante brisa en aquel océano de hielo. Una especie de sol invisible la templaba ligeramente. Cerró los ojos y estiró la mano en un intento de acariciar esa calidez que desprendía una sombra que Helena era incapaz de reconocer, pero, en cuanto la rozó, aquella figura desapareció y el frío otoñal volvió a apoderarse de la atmósfera.

Unos cálidos lagrimones brotaron de sus ojos. Lamentaba que alguien le hubiera negado algo que necesitaba con desesperación. Durante un instante, aquella calidez le había parecido más esencial que respirar. Con cierta esperanza, dio un par de manotazos al aire, pero no percibió nada, solo aire vacío.

«Ven conmigo, soñadora sin sueños. Añoro tenerte entre mis brazos.»

Se quedó petrificada, pero enseguida miró a su alrededor. Podía jurar que había escuchado el susurro de un hombre, pero ¿dónde estaba?

Aquella invitación había retumbado en la mente de Helena, pero definitivamente aquella no era su voz. Sin embargo, le había parecido tan tranquilizadora, tan relajante, que deseaba volver a escucharla.

Todavía arrodillada, echó un fugaz vistazo a todos los ventanales del vecindario con la esperanza de que nadie hubiera sido testigo de aquel inexplicable episodio. No tenía la menor idea de cómo justificar ese delirio momentáneo. De repente, una idea aterradora cruzó por su mente. Visión borrosa, equilibrio trastornado, sofocos y enfriamientos inesperados…

Todos eran efectos secundarios de una continuada falta de sueño. Así que padecía de demencia. Quizá se lo había imaginado todo, incluida la voz.

Helena sabía que no podía permitirse el lujo de sufrir un ataque de pánico, de modo que sacudió todo el cuerpo para deshacerse de aquel miedo infundado. Trotó varios metros por la calle y, después de asegurarse que nadie le vigilaba, alzó el vuelo. Instantes más tarde, aterrizó sobre la pista de entrenamiento de la familia Delos, justo al lado de Ariadna y Matt, que ya habían iniciado su sesión de práctica. Matt gritó como una niña al ver a Helena aparecer a su lado como si nada.

—¡Qué diablos, Lennie! —exclamó mientras se ponía de pie, ya que del susto había perdido el equilibrio y se había resbalado—. ¡Acabas de caerte del maldito cielo!

—¡Lo siento! No me acordaba —se disculpó Helena.

Había olvidado por completo que su amigo jamás la había visto volar, pero le sorprendió tanto que Matt y Ariadna estuvieran entrenando al aire libre que no reparó en aterrizar con suavidad. Justo cuando estaba a punto de preguntarle si habían logrado convencer al padre de Ariadna de que Matt realmente necesitaba un par de lecciones de lucha, oyó a Claire mondándose de la risa desde la esquina.

—¡Madre mía, Matt! Creo que no gritabas así desde que estábamos en quinto de primaria —bromeó. Todo su diminuto cuerpo se zarandeaba mientras se reía y sostenía contra el pecho un libro con cubierta de piel que estaba leyendo.

—Ja, ja.

Por lo visto, a Matt no le hizo tanta gracia. Se volvió hacia Helena con expresión severa y preguntó:

—¿Qué estás haciendo aquí, Len? ¿No se supone que debes estar en la biblioteca, con Casandra?

—¿Qué más da? Claire es, con diferencia, mejor investigadora que yo.

Podría inmiscuirme en su camino, sacar un par de libros de la biblioteca y no entender ni la mitad que ella —dijo Helena señalando a Claire, que, todavía sentada en la esquina, se las arregló para hacer una magnánima reverencia—. Ahora mismo lo último que me hace falta es estudiar. Lo que necesito es que Ariadna me entrene.

Ariadna miró a Helena algo confundida.

—¿Helena? Sabes que te adoro y que te aprecio muchísimo, pero no estoy dispuesta a morir electrocutada. ¿Por qué no vuelas hasta tierra firme y buscas un árbol gigantesco al que puedas prenderle fuego? Así estaremos en paz.

—No me entendéis —respondió con contundencia.

Todas las miradas se posaron en ella. Justo entonces cayó en la cuenta de que su comentario había sonado demasiado severo, incluso un poco miedoso. Siempre utilizaba ese tono cuando perdía los estribos.

Avergonzada, agachó la cabeza y descubrió que tenía las manos azules, cargadas con electricidad estática, y de inmediato extinguió el relámpago.

Meneó la cabeza para poder pensar con lucidez y trató de calmarse. Era consciente de que su mente estaba trastornada, y por ello debía ir con más cuidado.

—Entonces explícamelo. ¿Qué es lo que no entendemos? —preguntó Ariadna con tono conciliador.

—Tengo que aprender a defenderme en un cuerpo a cuerpo sin mis poderes. Tengo que ser capaz de vencer a alguien como Matt sin utilizar una pizca de mi fuerza de vástago ni mis otros talentos.

—¿Y por qué? —cuestionó Claire sin rodeos.

—Anoche, Orión y yo nos topamos con Ares en el Submundo.

Todos se quedaron mudos de asombro. Helena pensó que debería haber llamado a alguien para ponerle al corriente de todo el asunto de Ares, pero ya era demasiado tarde. Conocer a un verdadero dios era una gran noticia.

Había estado tan preocupada con lo que había sucedido entre Orión y ella en el interior de la cueva que apenas había considerado las repercusiones de lo que había ocurrido antes de eso, cuando aún estaban en el Submundo.

Para Helena, lo que había pasado entre ellos era más importante que un dios, sobre todo ahora que empezaba a sospechar que Orión estaba evitándola a propósito. Sin embargo, le extrañaba que no se hubiera acordado de contarle a alguien su encuentro con Ares. «¿Por qué ya no soy capaz de controlar mis pensamientos?», se preguntó con los ojos velados por las lágrimas.

Other books

Family Affair by Debbie Macomber
Deliciously Wicked by Robyn DeHart
Hunter Betrayed by Nancy Corrigan
The Making of Donald Trump by David Cay Johnston
Super Amos by Gary Paulsen
Written in Red by Anne Bishop