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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (25 page)

BOOK: Malditos
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El chico perdió por completo el control que hasta entonces había tenido sobre sí mismo. Las furias no tardaron en poseerle. Gruñó como un animal y se abalanzó sobre Helena. La agarró por los brazos y la empujó con fuerza, hasta golpearla contra la pared. Con sus poderes vástagos restablecidos, era más rápido y fuerte de lo que jamás hubiera llegado a imaginarse. Héctor tenía razón. Orión era vástago increíblemente poderoso.

Ella trató de soltarse, pero ya era demasiado tarde. Teniendo en cuenta su tamaño y experiencia, con un par de movimientos la empotraría contra el suelo.

Helena dejó fluir la corriente eléctrica que discurría bajo su piel, a pesar de que aquello podía provocar una explosión de energía catastrófica. Confiaba en que con ese revés dejaría a Orión inconsciente, pero el agotamiento convirtió aquella estocada mortal en un golpe más que doloroso que solo sirvió para encolerizar todavía más a Orión. El joven dejó escapar un chillido de dolor y se retorció de agonía, pero, aun así no la soltó. Tras recuperarse de la tormenta eléctrica que le había apaleado la cabeza, Orión empujó a Helena con todas sus fuerzas hacia el suelo húmedo de la cueva hasta que la joven dejó escapar un grito de dolor.

En ese preciso instante reparó en que había juzgado mal a Orión y ahora estaba pagándolo, y muy caro. La negrura de aquel lugar le impedía verle, pero sentía el peso de todo su cuerpo sobre ella. Jamás se había fijado en lo enorme que era, hasta ese momento, seguramente porque nunca había tenido una razón para temerle. Mientras le golpeaba en vano la cabeza y la garganta, se convenció de que no ganaría esta batalla. Estaba malherida, deshidratada y muy muy agotada. Orión iba a matarla.

Helena no se lo pensó dos veces. Preferiría morir enterrada bajo miles de toneladas de escombros que rendirse y entregarse a Orión. Así pues, se relajó y empezó a invocar un verdadero relámpago, una descarga eléctrica que, además de quitarle la vida a Orión, derrumbaría la madriguera donde estaban metidos. Sin duda, Helena no sobreviviría a tal explosión, pero estaba dispuesta a morir. Sin embargo, en el último momento, no liberó el rayo.

De repente, Orión la soltó y se alejó un tanto desconcertado, como si acabara de despertarse de un sueño. Le escuchó tropezarse con varias piedras mientras corría hacia una dirección desconocida. Tenía la imperiosa necesidad de encontrar algo que pudiera alumbrar aquella cueva, y más ahora que no sabía dónde estaba Orión. Aguzando el oído en aquel silencio palpitante, Helena esperó un sonido que delatara otro ataque.

Podía distinguir el sonido de las botas de Orión pisando alguna piedra. Las furias continuaban siseando, llamando a Helena desde el escondite secreto de Orión. Pretendían guiarla hasta él para acabar lo que habían empezado.

Sin embargo, ahora que no lo tenía cerca, Helena empezó a vacilar. Orión no era su enemigo, ¿verdad? De hecho, sentía un cariño muy especial por él y, a decir verdad, le preocupaba haberle hecho demasiado daño. Pero aquella oscuridad impenetrable del foso no podía darle ninguna pista, por mucho que tratara de aguzar el oído o enfocar la vista.

En ese instante decidió que necesitaba saber dos cosas. La primera, ¿Orión estaría sano y salvo? Y la segunda, ¿querría atacarla?

Utilizando la energía que le quedaba para mantener una carga equilibrada, Helena conjuró una bolita de electricidad sobre su mano izquierda que alzó por encima de su cabeza para iluminar la cueva. Observó decenas de afiladas estalactitas y estalagmitas antes de ver a Orión. Estaba resguardado junto a la pared, justo al otro extremo de la diminuta madriguera, con los ojos cerrados. Helena distinguió un río de sangre que manaba de su barbilla.

—Si piensas matarme, te ruego que lo hagas ahora, mientras tengo los ojos cerrados —dijo con una voz firme y grave que resonó por los pasillos vacíos—. No opondré ninguna resistencia.

Generar una bola de luz había sido un error. Ahora Helena podía distinguir a las tres furias haciendo rechinar los dientes mientras se arañaban los cuerpos. Entre sombras, las tres hermanas se rasgaban los ropajes dejando tras de sí un rastro de verdugones rojos sobre su tez húmeda y pálida.

Helena se levantó como un robot y se dirigió airada hacia Orión, como si fuera un asesino de cuerda que, en vez de tener pensamientos, tuviera tornillos y ruedas dentadas. En un arrebato de odio, se dejó caer sobre sus rodillas, justo delante de él, y deslizó la mano derecha bajo la camisa de Orión.

Recorriendo las hebillas del cinturón del joven, Helena buscó el cuchillo que Orión tenía guardado tras la espalda. Evidentemente, él sabía cuáles eran las intenciones de la muchacha, pero, aun así, no trató de detenerla.

Helena desenvainó la daga y acercó el filo al pecho de Orión.

—No quiero hacerlo —dijo con voz temblorosa mientras unos lagrimones le recorrían las mejillas—. Pero no tengo otra opción.

Orión mantuvo los ojos cerrados en todo momento. Tenía las manos apoyadas sobre la pared de la cueva. Bajo aquel resplandor frío y errático que emitía su bola de electricidad, Helena vio que el chico se relajaba, como si hubiera pasado por aquella misma situación miles de veces. La silueta fantasmagórica de las furias parpadeaba en el rabillo del ojo de Helena.

—Yo también lo percibo. Sed de sangre —susurró casi sin pronunciar las palabras, aunque Helena comprendió perfectamente a qué se refería—. Está bien. Ya estoy preparado.

—Mírame.

Orión abrió sus ojos esmeralda y, acto seguido, las furias chillaron.

De golpe, el chico mostró una expresión de asombro y un tanto más infantil. Empezó a respirar con dificultad, como si estuviera fatigado, y dejó caer la cabeza hacia Helena muy lentamente, milímetro a milímetro, hasta rozar sus labios con los de ella. El tacto de aquella caricia era cálido y suave. Como si se tratara de un nuevo sabor que no lograba identificar, pero que, al mismo tiempo, le parecía exquisito, Helena succionó su labio superior para saborear otra vez aquella sensación. Le acarició el rostro con las manos y le volvió levemente la cabeza para poder besarle mejor. Justo en ese instante, se percató de que tenía algo pegajoso enganchado entre los dedos, de modo que se separó de aquellos deliciosos labios y bajó la mirada.

Tenía las manos cubiertas de sangre.

Aturdida, desvió la mirada hacia la camiseta de Orión y distinguió un círculo húmedo y oscuro justo en el centro. La expresión de asombro de Orión. Le había apuñalado. Y había seguido clavando la punta de la daga en el pecho de Orión con cada milímetro que se habían acercado. El joven le había permitido que le atravesara con su propio puñal sin quejarse.

Al darse cuenta de lo que había hecho, Helena extrajo el cuchillo del pecho de Orión y lo arrojó hacia el otro extremo de la cueva.

El muchacho cayó de bruces tras dejar escapar un pequeño suspiro y se desplomó sobre el regazo de Helena.

Horrorizada, clavó los talones en aquél suelo resbaladizo y húmedo, y se alejó gateando del cuerpo inmóvil de Orión, extinguiendo el globo de luz para poder apoyar las manos. Se golpeó la espalda con una estalagmita y se quedó quieta, tratando de escuchar algún sonido por parte de Orión.

Las furias le murmuraban que se levantara y acabara lo que había empezado, pero Helena estaba demasiado conmocionada para obedecer sus súplicas.

—¿Orión? —llamó Helena.

Aún estaba a tiempo de sacarle de allí, pensó. Quizás el puñal no le había atravesado ningún órgano y solo estaba inconsciente. ¿Verdad? «Verdad», se dijo convencida. Si no podía curarse por sí solo, le llevaría junto a Jasón y Ariadna para que le salvara la vida. Sabía que los dos hermanos podían hacerlo. Le daba igual lo cansada que estuviera, o cuánto pesara o cuántos kilómetros tuviera que llevarle en voladas. Orión iba a sobrevivir a este episodio, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguirlo.

Sin embargo, las furias conseguirían que incluso los compasivos mellizos Delos sintieran unas irresistibles ganas de matar a Orión. Eso teniendo en cuenta que Helena fuera capaz de resistir la tentación mientras le trasladaba a Nantucket. ¿Cómo podía confiar en sí misma después de lo que había hecho?

—¡Orión, contéstame! —gritó en medio de la oscuridad—. ¡No puedes morir!

—Bueno, algún día moriré. Pero no hoy —gruñó. De inmediato, los murmullos de las furias incrementaron—. Tienes que irte de aquí.

—No pienso dejarte aquí tirado. Estás herido.

—Estoy casi recuperado. Sigue el riachuelo de agua. Te guiará hasta la salida —dijo él después de tragar saliva—. Por favor, ¡aléjate de mí!

Ahora, las furias estaban susurrándole a Orión, mostrándole el camino hacia Helena. Podía oírlas suplicándole una y otra vez que la matara. El chico dejó escapar un gemido desesperado y, de repente, Helena notó que el joven se preparaba para atacarla en cualquier momento.

Tras esquivar el terrible placaje de Orión, Helena se desprendió de su gravidez para elevarse hasta el techo. En cuanto alzó el vuelo percibió una brisa de aire apenas perceptible que serpenteaba entre las estalactitas que colgaban de la bóveda de la gruta. Aquellas ligeras corrientes de aire le serían de gran ayuda para hallar la salida.

También podía advertir las ráfagas de aire que Orión provocaba mientras meneaba los brazos frenéticamente para intentar ubicarla en aquella penumbra tan absoluta. Herido o no, Helena sabía que tenía que salir de allí de inmediato o, de lo contrario, ninguno lograría sobrevivir. Sobrevoló la madriguera y zigzagueó entre los distintos pasadizos hasta que, al fin, distinguió la tenue y cálida luz del alba iluminando la boca de la cueva.

En cuanto salió de la gruta se elevó un poco más para tener una panorámica de los alrededores. Observando el paisaje aún nocturno, reparó en que se encontraba cerca de la costa sur de Massachusetts. Se giró hacia los primeros rayos de sol y se dirigió hacia el este, hacia mar abierto.

Mientras sobrevolaba la isla de Marha’s Vineyard, Helena rompió a llorar.

No podía quitarse de la cabeza la expresión de asombro de Orión mientras ella le había apuñalado: había atravesado su pecho con un cuchillo.

Aturdida, no dejaba de repetirse lo que había hecho.

Sin dejar de sollozar, se cubrió la boca con la mano. Percibió un sabor extraño en los labios y, con expresión de asco, echó un vistazo a la mano.

Estaba manchada de sangre de Orión. Había estado a punto de asesinarle, y la prueba de ello estaba en su propia piel. Si no la hubiera besado, estaría muerto.

Helena descendió en picado al llegar a la isla de Nantucket. Intentó secarse las lágrimas, que se congelaban en cuanto brotaban de sus ojos, pero, por algún motivo, no podía dejar de llorar. Cuanto más se esforzaba por aminorar los sollozos, más violentos se tornaban. ¿Qué había hecho Orión con su corazón?

El control de Helena sobre el viento empezó a flaquear, y comenzó a dar volteretas en el aire como una bolsa de plástico durante una tormenta.

Decidió iniciar el aterrizaje y voló directamente hacia la lona azul que cubría la ventana de su habitación.

Apartó la lona y, sin siquiera desvestirse, se metió en la cama. Enterró la cabeza bajo la almohada congelada para sofocar el sonido de su llanto. En la habitación contigua, su padre estaba roncando, sin saber que si hija había esto a punto de convertirse en una asesina. Bendita ignorancia.

Ella lloraba tan silenciosamente como podía. Pero sin importar lo cansada que estuviera, se negaba a quedarse dormida. No podía soportar la idea de descender al Submundo otra vez, aunque sabía que no serviría de nada.

Estaba atrapada en un cielo que parecía no tener fin. Tanto si se dormía como si permanecía despierta, ¿qué diferencia había? Jamás encontraría paz ni descanso.

Zach observó a Helena apartar la lona azul que cubría la ventana de su habitación y volar hacia el interior. Ya había visto a su maestro realizar hazañas físicamente inexplicables, pero ver volar a una chica a la que conocía desde siempre era algo muy difícil de procesar. Helena siempre le había parecido un ángel, tan hermosa que incluso resultaba doloroso contemplarla, pero ahora, tras verla volar, era como una verdadera diosa.

Además, parecía triste. Se preguntaba qué le habría ocurrido. Fuera lo que fuese, no podía ser bueno. Zach asumió que todavía no habría cumplido su cometido en el Submundo.

Se preguntaba cómo demonios había conseguido salir de su casa. Y entonces empezó a sudar. De algún modo, Helena había apagado las luces de su habitación y, media hora más tarde, apareció tras él como por arte de magia. ¿También podía teletransportarse? ¿Qué le diría a su maestro?

Zach sabía que tenía que elaborar un informe. Se dio media vuelta para dirigirse a su coche, aparcado calle abajo, y se sobresaltó. Automedonte estaba justo detrás de él, silencioso como una tumba.

—¿Cómo ha salido la heredera de su casa? —preguntó con voz tranquila.

—Se quedó dormida… No pudo salir, lo juro.

—Puedo oler tu miedo —añadió Automedonte, cuya mirada rubí brillaba en la oscuridad—. Tu visión es demasiado lenta para seguirle el rastro. Ya no puedo confiarte esta tarea.

—Señor, yo… Automedonte meneó la cabeza. El gesto bastó para enmudecer a Zach.

—El maestro de mi hermana ha tenido unas palabras con su hermano.

Están casi listos —continuó Automedonte con su habitual tono tajante y sin emoción—. Deberíamos iniciar los preparativos para capturar al Rostro.

—¿El maestro de tu hermana? —preguntó Zach sagazmente—. Pero Pandora está muerta. ¿No querrás decir la esposa de Tántalo, Mildred?

De repente, Zach se derrumbó sobre las rodillas y se quedó sin aire en los pulmones. Automedonte le había asestado un puñetazo en la barriga, pero el golpe había sido tan veloz que el muchacho ni siquiera lo había visto venir.

—Haces demasiadas preguntas —concluyó Automedonte.

Zach no dejaba de jadear mientras se apretaba la panza. Ahora sabía que Automedonte tenía un maestro distinto. Ya no estaba al servicio de Tántalo, y el chico tenía la impresión de que tenía algo que ver con aquella esbelta e inhumana mujer y el adolescente deforme que la acompañaba.

Por lo visto, el hermano de aquella desconocida era el nuevo director de orquesta, el que llevaba la batuta y, además, era el verdadero maestro de Automedonte. Zach sabía que no confiaba lo suficiente en él como para develarle para quién trabajaba, pero eso no significaba que no pudiera descubrirlo por sí solo. Simplemente tenía que ser cauto y prudente.

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