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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (36 page)

BOOK: Malditos
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Morfeo cogió a Helena en volandas y la colocó sobre su regazo para, de este modo, tenerla frente a frente. Deslizó los dedos entre los mechones rubios de Helena y le alborotó el pelo, creando así una cortina dorada que los rodeaba.

—¿Puedo soñar siempre que me plazca? —preguntó Helena, pese a conocer la respuesta. En cuanto se enteró de que Lucas era su primo, decidió dejar de soñar. Pero hasta entonces jamás lo había querido admitir.

—Mi Bella preocupada. Detesto ver sufrir a la gente, a ti más que a nadie.

Quédate aquí, conmigo. Conviértete en mi reina y yo haré realidad todos tus sueños.

De pronto, el rostro de Morfeo empezó a desfigurarse y el cuerpo que Helena tenía debajo se transformó hasta cobrar una forma mucho más familiar. La joven dejó escapar un grito sofocado y se apartó de él. Quien la sostenía entre sus brazos era nada más y nada menos que Lucas.

—Puedo convertirme en él tantas veces como quieras. Y no tienes por qué sentirte culpable, en realidad, no soy él —aclaró. Helena notó que Lucas tiraba de ella y no opuso resistencia. Todo era un sueño, ¿verdad? Acarició el pecho de Lucas y permitió que le rozara los labios mientras susurraba—:

O, si lo prefieres, puedo transformarme en otra persona. De hecho, en la otra persona que tanto deseas. Quizás incluso más… Helena sintió los labios de Morfeo besando los suyos y percibió cierto cambio en los hombros desnudos de Lucas. Abrió los ojos y se percató de que estaba besando a Orión. Se soltó de él y, con cierta ansiedad, se preguntó a qué se refería al decir que deseaba a Orión incluso más. El dios conocía sus sueños más profundos, así que ¿por qué había convertido a Lucas en Orión?

Orión la empujó para que Helena se quedara boca arriba y, al verle saltar con una sonrisa traviesa, no pudo contener la risa. Era un chico la mar de divertido; estar con él era tan sencillo, sin complicaciones. Con Lucas podía ser ella misma, pero con Orión podía actuar como le apeteciera en cualquier momento. Aquel cúmulo de pensamientos le resultaba embriagador.

Orión deslizó las manos de Helena sobre su cabeza para dejarla inmovilizada. El mareo se desvaneció tan rápido como había aparecido.

Orión adoptó un ademán serio.

De repente, comprendió la última advertencia de Lucas. Si se dejaba seducir por Morfeo, jamás podría abandonar aquella cama. Aunque era lo último que le apetecía en ese instante, meneó la cabeza para evitar que Orión volviera a besarla. Morfeo recuperó su forma original y se quedó apoyado sobre los codos con una expresión adolescente.

—Eres como una adicción —dijo Helena, algo triste.

Se permitió el lujo de plantearse la opción de quedarse a vivir para siempre en aquel palacio de ensueño con Morfeo. Le peinó la espesa y negra cabellera con los dedos, destruyendo así la cortina oscura que les tapaba del resto del mundo, el gesto opuesto a lo que Morfeo había hecho con su cabello dorado hacía unos segundos.

—Pero no puedo quedarme aquí —continuó apartándole e incorporándose de la cama—. Tengo que resolver varios asuntos en mi mundo.

—Asuntos peligrosos —refutó con preocupación genuina—. Ares ha estado rastreando las tierras sombrías para encontrarte.

—¿Sabes por qué me está buscando?

—Tú sabes por qué —se rio Morfeo—. Está vigilando tu progreso. Lo que hagas aquí, en el Submundo, cambiará muchas vidas, incluidas las de un buen puñado de inmortales. Para mejor o para peor, eso nadie lo puede saber.

—¿Cómo ha conseguido Ares bajar hasta aquí, Morfeo? ¿Hades le está ayudando a romper la Tregua?

Helena tenía la impresión de que Morfeo sería sincero y honesto con ella.

—El Submundo, el sequeral y las tierras de sombras no forman parte de la Tregua. Los Doce Olímpicos no pueden acceder a la Tierra, esa fue la única regla que juraron cumplir. Muchos dioses de menor categoría merodean por el planeta a voluntad y todos entran y salen de Olimpo y… otros lugares —explicó Morfeo. El dios frunció el ceño al recordar algo y después empezó a hacer cosquillas a Helena para poder sostenerla una vez más entre sus brazos—. Quédate conmigo. Aquí, entre las murallas de mi reino, estarás a salvo. Pero no puedo asegurarte lo mismo fuera de aquí. Veo todos los sueños, incluso los de otros dioses y puedo decirte que Ares es más que un animal. Su único objetivo es dejar el mayor rastro de sufrimiento y destrucción a su paso. Y ahora ansía hacerte daño.

—Es asqueroso, estoy completamente de acuerdo. Pero, aun así, no puedo quedarme aquí y esconderme en tu cama —protestó Helena, a sabiendas de que más tarde se arrepentiría de su decisión—. Por muy peligroso que sea, tengo que volver.

—Bella Valiente —apremió el dios de los sueños con una sonrisa de admiración—. Ahora te quiero todavía más.

—¿Me ayudarás, Morfeo? —suplicó Helena acariciándole el pelo—. Necesito regresar al Submundo. Demasiadas personas han sufrido durante mucho tiempo.

—Ya lo sé —dijo él, apartando la mirada mientras consideraba la petición de Helena—. No soy la persona adecuada para valorar si tu cometido es bueno o malo; lo único que puedo decirte es que admiro tu coraje al aceptar el resto. Odio perderte, pero me encantan las razones por las que decides abandonarme.

Aun a sabiendas de que estaba tentando demasiado a la suerte, Helena decidió arriesgarse y pedir un segundo favor.

—¿Sabes a qué río se refería Perséfone? ¿Por el que mana el agua que necesito para liberar a las furias? —preguntó.

Morfeo ladeó la cabeza, como si tratara de recordar algo olvidado.

—Algo me dice que antes lo sabía —confesó un tanto desconcertado y con la frente arrugada—. Pero no lo recuerdo. Lo siento, Bella, pero no puedo facilitarte esa información. Tendrás que descubrirlo por ti misma.

Morfeo le besó la punta de la nariz y salió de la cama. Se dio la media vuelta y, como si fuera liviana como una pluma, la alzó de las sábanas de seda para colocarla sobre la hierba del jardín. La miraba con cierto arrepentimiento. Cogidos de la mano, Morfeo y Helena caminaron a ritmo pausado por el palacio del dios.

Cruzaron infinidad de maravillosos salones repletos de imágenes de ensueño, casi de ciencia-ficción. Helena vio de refilón unas cascadas por donde manaba agua a raudales, cada chorro de una tonalidad distinta.

Después distinguió una serie de dragones armados que parecían proteger un tesoro oculto y despedían enormes llamaradas por las aletas de la nariz. Instantes más tarde reparó en la presencia de una especie de hadas que le mostraban el camino con unas lucecitas incandescentes. Pero el aposento más espectacular consistía en una gigantesca caverna repleta con pilas y pilas de monedas doradas.

Sobre cada montón se cernía un gran cilindro que se mantenía ingrávido en el cielo nocturno. Aquellos cilindros estaban fabricados con ladrillo, piedra u hormigón. A primera vista, algunos parecían ser antiquísimos y estaban recubiertos de una capa de moho, y muchos otros tenían un aspecto más moderno, como si los hubieran construido recientemente. Un par de ellos tenían cubos colgados a través de unas cuerdas que pendían desde la parte inferior, lo cual resultaba un tanto
kitsch
para Helena.

—¿Qué es este lugar? —preguntó, asombrada.

Aquella habitación era infinita, pues las paredes se perdían en la oscuridad de la distancia.

—¿Alguna vez has lanzado una moneda a un pozo y has pedido un deseo? —preguntó Morfeo—. Las fuentes y los pozos de los deseos, tanto del pasado como del presente, acaba aquí, en el mundo de los sueños. En realidad, es un malentendido. No puedo hacer realidad los sueños, por mucho dinero que me regale la gente. Lo único que puedo hacer es ofrecerles visiones muy vívidas de sus deseos más profundos durante el sueño. Créeme, me esfuerzo por hacerlas lo más reales posible.

—Muy considerado por tu parte.

—Bueno, no me gusta aceptar el dinero de la gente sin darles algo a cambio —contestó con una sonrisa astuta—. Y todo esto podría ser tuyo, ¿lo sabes?

—¿De veras? —dijo Helena alzando las cejas—. La calidez de tu lecho era más tentadora que todas las monedas de oro del mundo.

Como hecho a propósito, Helena escuchó un sonido metálico y reconoció un resplandor a lo lejos, justo cuando una de las altísimas pilas se doblaba para dar la bienvenida a otro deseo brillante.

—Me siento halagado.

Morfeo la guio a través de la sala de los pozos de los deseos hasta salir del palacio. Resguardada bajo una marquesina, Helena echó un vistazo a los jardines del palacio y un maravilloso árbol que yacía solo en mitad de una vasta planicie captó su atención.

—Detrás de ese árbol se encuentra la tierra de los muertos. Quédate debajo de las ramas y prométele a Hades que no intentarás capturar a su reina. Si lo dices de corazón, no entorpecerá ninguno de tus descensos al Submundo.

—¿Cómo sabrá si lo digo de corazón? —dudó Helena, sorprendida—. ¿Hades es un cazador de engaños?

—Sí, en cierto modo. Es capaz de ver el corazón de la gente, un talento especial para aquel que debe gobernar el Submundo. El encargado de reinar en el Infierno ha de ser capaz de juzgar las almas de los muertos y decidir cuáles deben ser enviadas —respondió Morfeo con una sonrisa quijotesca.

—¿Qué? —preguntó Helena un tanto perpleja por la expresión extravagante del dios.

Pero Morfeo tan solo sacudió la cabeza como respuesta. Caminó junto a ella por los jardines hasta alcanzar las ramas arqueadas del gigantesco árbol y se volvió hacia ella.

—Cuando estés justo debajo del árbol, hagas lo que hagas, no mires las ramas —advirtió en tono serio y solemne.

—¿Por qué no? —quiso saber Helena, que temía la respuesta—. ¿Qué contienen?

—Pesadillas. No les hagas ni caso y no podrán hacerte daño —comentó mientras le soltaba la mano con dulzura—. Ahora, debo dejarte.

—¿De veras? —farfulló mientras echaba un temeroso vistazo hacia el árbol de las pesadillas. Morfeo asintió con la cabeza y empezó a retirarse—. Pero, ¿cómo llego a casa? —preguntó antes de que Morfeo se alejara demasiado.

—Lo único que tienes que hacer es despertarte. Y Helena —llamó, casi como si estuviera lanzando otra advertencia—, en los próximos días recuerda que los sueños se hacen realidad, pero no de un día para otro.

Morfeo desapareció entre las estrellas y las lucecitas titilantes esparcidas por el césped. Sin él a su lado, Helena se sintió muy sola. Se colocó frente al árbol de las pesadillas y apretó los puños para armarse de valor, a sabiendas de que, cuanto antes acabara con aquello, mejor. Sin apartar la mirada del suelo, avanzó a zancadas bajo la cúpula de ramas.

De inmediato, notó que una masa de «cosas» se movía sobre su cabeza. Oía extraños chillidos y los rasguños de zarpas arañando la corteza de las misteriosas criaturas que correteaban entre las ramas. La copa del árbol susurró, se sacudió y, de repente, crujió de un modo inquietante cuando las pesadillas empezaron a brincar sobre las ramas con creciente frenesí para llamar su atención.

Ella tuvo que alzarse para no alzar la mirada. Hubo un momento en que incluso percibió que una de las criaturas se agachaba hasta ponerse justo delante de ella. Notaba una presencia amenazante y peligrosamente cerca, vigilando cada uno de sus movimientos. Se repitió varias veces que no debía observar las ramas y, del terror de aquellos aullidos, tuvo que apretar los dientes para evitar que le castañearan. Respirando hondo, avistó el Submundo.

—¡Hades! Te prometo que no intentaré liberar a Perséfone —gritó Helena hacia el paisaje inhóspito y estéril.

Aunque la idea de abandonar a alguien le desagradaba, sabía qué tenía que hacer. Perséfone era una princesa que tenía que idear un plan si quería escapar del torreón del castillo donde el dios la mantenía prisionera, pues ningún caballero de armadura plateada vendría jamás a rescatarla.

Sin embargo, eso no quería decir que Helena se conformara.

—Pero te sugiero que actúes como es debido y permitas que se marche —añadió.

Las pesadillas enmudecieron al instante. Helena oyó unos pasos pesados, indicándole así que alguien se acercaba, pero la joven siguió con la mirada clavada en el suelo polvoriento del Submundo, por si acaso se trataba de un truco.

—¿Qué sabrás tú sobre lo que es correcto y lo que no? —preguntó con un tono de voz sorprendentemente amable.

Tras convencerse de que las pesadillas se habían disipado, Helena se atrevió a elevar la mirada. Ante ella se alzaba una figura altísima y robusta. Las sombras pegajosas que danzaban a su alrededor parecían manos codiciosas. No era la primera vez que contemplaba aquella oscuridad. Se trataba del paño mortuorio que creaban todos los maestros de sombras. Aquella cortina se dispersó y Helena vio a Hades, el señor de los muertos.

Iba ataviado con una sencilla toga negra. Un hábito ensombrecía su mirada y, justo debajo, las mejillas de su brillante casco negro cubrían todo su rostro, excepto la punta de la nariz y la boca. Helena recordó una clase de Cultura Clásica. El profesor explicó que el casco que llevaba Hades se denominaba el Casco de la Invisibilidad, pues volvía incorpóreo a todo aquel que lo llevaba.

Tras un fugaz vistazo, Helena recorrió el cuerpo del guardián del Infierno con la mirada. Hades era corpulento y musculoso, pero se movía con agilidad y cierta elegancia. Llevaba la toga atada de modo elegante sobre un brazo desnudo y tenía los labios carnosos, rojizos y, a decir verdad, irresistibles. Aunque la mayor parte del rostro estaba oculto, el resto parecía sano y juvenil, además de increíblemente sensual. Helena no podía dejar de mirarle.

—¿Qué sabe alguien tan joven sobre la justicia? —insistió.

Helena seguía embobada mirándole de arriba abajo.

—No mucho, supongo —respondió al fin con voz temblorosa mientras trataba de procesar la imagen del misterioso dios que tenía delante—. Pero, aun así, estoy segura de que mantener encerrada a una mujer no puede ser algo bueno. Sobre todo en la época en que vivimos.

El dios escupió lo que pretendía ser una carcajada y Helena se relajó. Aquel gesto le hacía un tanto más accesible y humano.

—No soy el monstruo que crees, sobrina —dijo con tono honesto—. Me comprometí a honrar mi juramento y convertirme en el señor de los muertos, pero este lugar va en contra de la naturaleza de mi esposa. No puede sobrevivir más que un puñado de meses aquí.

Helena sabía que estaba diciendo la verdad. Su puesto como señor de los muertos no le había sido otorgado por decisión propia, sino por casualidad. Hades había sacado la hebra más corta y, mientras sus hermanos reclamaban el océano y el cielo como sus reinos, había sido condenado a gobernar el Submundo. El único lugar donde el amor de su vida no podría sobrevivir eternamente. Era una ironía terrible, trágica, pero, aun así, fue él quien decidió de forma libre encarcelar a Perséfone.

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