Malditos (39 page)

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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Malditos
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No sabía qué decir. Lo único que deseaba era besarle, pero sabía que no debía hacerlo. Así que tuvo que conformarse con quedarse quieta y mirarle.

El timbre volvió a sonar y docenas de puertas se cerraron al mismo tiempo, pero ni Helena ni Lucas reaccionaron. Un puñado de críos seguían merodeando por los pasillos, como si estuvieran buscando bronca.

Resultaba extraño, pero ningún profesor les llamó la atención. Parecía un día libre de normas. A Helena le daba exactamente lo mismo si se metía en un lío o no. De repente, le entraron ganas de destruir algo. Le era imposible recordar una rabia semejante.

Por encima del hombro de Lucas, Helena atisbó a la macabra mujer que había visto al otro lado de la calle caminando por el pasillo.

—Justo detrás de ti —farfulló Helena. Lucas se movió muy poco a poco para darse media vuelta y echar un vistazo—. Cuando me topé con ella esta semana, las cosas se torcieron y empezaron a ir de mal en peor. Por eso daba la impresión de que alguien me había atacado.

—No es mortal —susurró Lucas mientras la criatura pasaba por delante de ellos.

—¿Puede vernos? —quiso saber Helena.

Lucas sacudió la cabeza con aire distraído y la joven vio como abría las ventanas de la nariz. Un instante después entendió por qué.

Aquel fantasma morboso apestaba a huevos podridos y leche agria. Por la mañana, había asumido que aquel hedor provenía de la ardilla muerta que flotaba en el charco, pero se había confundido por completo. Era el mismo olor nauseabundo y hediondo del que no había podido despegarse hasta que se metió en la ducha.

La peste impregnó las paredes de los pasillos y, cada vez que pasaba por delante de un aula, se armaba un tremendo alboroto. Al principio se produjeron gritos; después vinieron los golpes y chirridos como si todos los estudiantes hubieran enloquecido y se lanzaran pupitres y sillas los unos a los otros. Libretas y mochilas repletas de libros saltaban por los aires. En cuestión de minutos, las puertas de las clases se abrieron de par en par y los estudiantes empezaron a salir a raudales, seguidos por los profesores.

Sin embargo, ninguno de los maestros intentaba poner orden. Se mostraban tan indisciplinados como sus alumnos.

Envueltos en su capullo de invisibilidad, Helena y Lucas contemplaban estupefactos cómo la señorita Bee, su imperturbable profesora de Ciencias Sociales, amante de la lógica, pateaba salvajemente una de las taquillas.

Helena miró a Lucas y se dio cuenta de que el joven estaba deseando unirse a aquella destrucción sin sentido. Ella también se sentía tentada.

De hecho, durante todo el día había sentido unas irreprimibles ganas de romper algo, fuera lo que fuese. Por eso había accedido a disfrazarse y ponerse brillantina en la cabeza y había preferido saltarse cinco clases en vez de una o dos.

—Ni se te ocurra —murmuró Lucas entrecerrando los ojos.

—¿Qué? —musitó. Se mordió el labio, simulando inocencia y preguntó—:

¿No te apetece hacer algo malo?

—Sí, claro —admitió estrechando aún más a Helena contra él.

La joven notó una oleada de calor en su cuerpo, como si hubiera abierto la puerta de un horno ardiendo, y se aferró todavía más a él. Luego contuvo la respiración y apartó la mirada de Helena.

—Tenemos que salir de aquí.

La tomó de la mano y la obligó a correr con todas sus fuerzas. Ella lo comprendió enseguida. Si se movían lo bastante rápido, podían permanecer invisibles, escondidos tras la capa de luz de Lucas, y así pasar desapercibidos ante cualquier ojo humano. Era emocionante correr por los pasillos del instituto a una velocidad de vástago. Helena estuvo a punto de gritar de alegría.

Cuando lograron salir al patio, despegaron y se alejaron de la isla volando, distanciándose así de aquella fuerza sobrehumana que había transformado el instituto en una jaula de monos del zoológico. Cuando alcanzamos una altura considerable, Lucas se volvió hacia ella y le dedicó una tímida sonrisa.

—Puede que añadir alas a esos cuadros no fuera tan mala idea, después de todo.

De inmediato supo de qué hablaba. La primera vez que Lucas le enseñó a aterrizar, Helena se sostuvo en el aire unos segundos mientras Lucas, ya con los pies en el suelo, le ofrecía la mano. Le desveló que había visto un lienzo con esa imagen, con la diferencia de que, en el cuadro, la persona que volaba era un ángel. El joven le explicó que las alas de los ángeles era una absurdidad inventada. Pero ahora ya no parecía tan convencido.

A Helena le daba la sensación de que había pasado una eternidad desde el día en que Lucas le había dado un par de lecciones sobre cómo volar, pero podía rememorar con perfecta nitidez cada segundo de aquel tiempo. Se maravilló al descubrir cómo todavía seguía siendo un recuerdo doloroso.

La muchacha resolvió que el dicho que asegura que «el tiempo cura todas las heridas» no era más que una estupidez, con toda probabilidad, y que solo funcionaba con las personas que tenían una memoria olvidadiza. Todo el tiempo que había pasado lejos de Lucas no había servido para curar nada en absoluto. Con distancia solo había conseguido echarle de menos aún más. Incluso los metros que en ese momento los separaban resultaban insufribles. Incapaz de soportar ni un segundo más, Helena se acercó más a Lucas e intentó abrazarle.

—Lucas, yo… —dijo alargando el brazo, pero el joven se apartó con una expresión de pánico, impidiendo así que pudiera acabar la frase o cogerle de la mano.

—Envíale un mensaje a Orión y explícale lo que ha pasado —ordenó con voz nerviosa, casi gritando. Se tomó un momento para regular el volumen antes de continuar—: Ha vivido mucho y ha visto muchas cosas. Quizá sepa quién es esa mujer o, al menos, con qué nos estamos enfrentando.

—De acuerdo —obedeció Helena dejando caer las manos. Estaba desolada, pero invirtió todos sus esfuerzos en disimularlo—. Debería irme. Le prometí a mi padre que trabajaría en la cafetería esta tarde.

—Y yo tendría que encontrar a mi hermana y asegurarme de que está bien —añadió Lucas con los labios apretados. Ni siquiera la miró—. Les explicaré a todos lo que hemos visto en el pasillo a ver si se les ocurre alguna teoría. Y Helena…

—¿Sí? —respondió con voz débil y frágil.

—Dejemos el tema de la invisibilidad a un lado, de momento. Diremos que nos escondimos entre el jaleo de los estudiantes.

—¿Y qué hay de los óbolos? —preguntó, fingiendo estar más serena de lo que realmente estaba—. He estado esquivando preguntas sobre cómo conseguí llegar al Submundo anoche, pero no puedo disuadir a Casandra para siempre. Tu hermana no puede ver mi futuro, pero tarde o temprano vaticinará algo donde tú y esos óbolos estéis metidos.

—Supongo que tendré que reconocer mi culpabilidad y decirles que yo los robé —dijo con un suspiro—. Pero creo que no sería muy buena idea contarle nuestra familia cómo te entregué uno de ellos en tu cama, anoche.

Helena era consciente de que Lucas había añadido ese pequeño detalle solo para recordarle que había hecho lo correcto al alejarse de ella. Sabía que la acababa de salvar de una situación potencialmente desastrosa, pero aun así notó una punzada en el corazón.

Cada uno se fue por su lado. Helena regresó a la escuela para coger su mochila y, durante el camino, intentó inútilmente sacarse a Lucas de la cabeza. «Es mi primo», se repitió una y mil veces, hasta que el sentimiento de rechazo se convirtió en culpa. Se sentía como una imbécil por haberle querido abrazar. ¿Qué esperaba que fuera a ocurrir?

Helena sospechaba que Lucas le había ordenado enviar un mensaje a Orión solo para obligarla a pensar en él, como si un tipo cualquiera le preguntara a una chica si le había dicho a su novio que habían quedado a solas. Cuantas más vueltas le daba al tema, más ofendida se sentía.

¿Acaso Lucas creía que Orión y ella estaban saliendo o algo así? Se preguntó qué habrían estado diciendo sobre ella.

Tras arrojar su bicicleta destruida al contenedor de basura con más hostilidad de la necesaria, Helena entró por la puerta lateral del instituto y empezó a caminar con cierta ligereza por los pasillos desiertos del edificio.

Había mesas rotas, sillas derribadas y papeleras volteadas por todos lados.

Daba la sensación de que hubiera pasado un tornado por el instituto y, además, apestaba a la desconocida criatura. Helena se apresuró hacia su taquilla, recogió su mochila y se ató una sudadera alrededor de los hombros para luchar contra el frío sin arruinar el disfraz que había tomado prestado del vestuario teatral. Y después salió disparada hacia la cafetería. No quería perder tiempo y correr el riesgo de toparse otra vez con aquella espantosa mujer.

Una vez en la calle, sintió que la embargaba una oleada de rabia estridente, casi peligrosa. La luz otoñal de matices ámbar añadía una vitalidad cálida a las calles, todas decoradas con motivos festivos. En el centro de la cuidad, las pancartas naranjas y negras que anunciaban el día de Halloween se rasgaban por las ráfagas de viento y las llamas de las velas que iluminaban el interior de las calabazas parpadeaban, proyectando así sombras espeluznantes en las puertas de las antiguas casas de estilo ballenero alineadas sobre callejuelas de adoquines. Helena se puso la sudadera y miró a su alrededor con ademán sospechoso, escudriñando el paisaje en busca de la amenaza.

Docenas de grupos habían iniciado el ritual de llamar de puerta en puerta pidiendo chucherías o amenazando con gastarles una broma pesada. A aquella hora, la mayoría de ellos eran padres con niños pequeños, pero siempre había un par de piezas de museo disfrazadas que, definitivamente, no buscaban gominolas ni chocolatinas. Esos grupos desprendían una energía agresiva y altiva, como si las máscaras de monstruo les concedieran el alma del personaje que encarnaban. Helena no consiguió reconocer a ninguno de sus compañeros de clase entre esos grupos, lo cual le resultó bastante extraño. En un día de Halloween habitual, ya se habría encontrado con la mitad del instituto, pero las calles parecían estar abarrotadas de desconocidos. Y eso era casi imposible. La época turística ya había pasado.

Sin duda, había algo que no encajaba. Aunque no temía por su seguridad, se sentía inquieta. Todavía era pronto y había muchísimos críos buscando tratos por las casas. Su única esperanza era que la gente más interesada en trucos esperara un poquito más para salir. Entró en la cafetería con el ceño fruncido, preguntándose si debería llamar a Luis y suplicarle que este año se llevara a Juan y a Mariví pronto a casa.

—Bonitas alas, princesa —dijo un tipo con acento sureño.

—¡Héctor! —exclamó Helena, que se abalanzó hacia uno de sus fantásticos abrazos e ignorando por completo que el chico hubiera utilizado uno de sus apodos más molestos. Él la cogió entre sus brazos y ella se quedó colgada de su cuello—. Un día de estos conseguiré que dejes de llamarme así.

—No en esta vida —dijo tratando de tomarle el pelo.

Pero Helena enseguida se dio cuenta de que algo malo había pasado.

Héctor estaba tenso, así que se apartó para mirarle de arriba abajo.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó mientras recorría un dedo por la cicatriz rosada del pómulo.

—Familia —dijo con una triste sonrisa.

—¿Los Cien Primos siguen persiguiéndote?

—Desde luego —contestó encogiendo los hombros—. Tú eres la única persona con la que puedo sentirme a salvo. Tántalo no sé arriesgará a hacerte daño y perder la única oportunidad que tiene de quedar libre del tormento de las furias.

Helena arrugó la frente, insegura de si debería estar contenta por eso o no.

Una parte de ella no quería hacer nada que pudiera beneficiar a Tántalo o a los Cien Primos, pero ¿qué más podía hacer? ¿No ayudar a Héctor porque así también ayudaba a Tántalo? Se sentía entre la espada y la pared.

—¡Estás congelada! —exclamó Héctor frotándole los brazos para hacerla entrar en calor—. En general prefiero que las mujeres vayan ligeras de ropa, pero tú no. ¿Dónde te has dejado el resto del disfraz, primita?

—Es una historia muy larga —se rio entre dientes—, así que ponte cómodo, porque tango un montón de cosas que contarte.

—Yo también tengo algo que contarte —añadió con tono serio cuando Helena dejó su mochila detrás del mostrador.

Al levantar la mirada, se quedó de piedra. Héctor tenía un aspecto cansado y abatido.

—¿Estás bien? —cuestionó, preocupada por su salud.

—Empieza tú —ordenó—. No tenemos mucho tiempo.

Helena salió disparada para saludar a Kate y a su padre y, antes de volver al mostrador y charlar con Héctor, tuvo que contar el dinero de la caja registradora. Kate le sirvió una copa de sidra caliente y le ofreció todos los bollos de avellana que tenía en el horno mientras comprobaba su caja y organizaba las facturas de tarjetas de crédito en la parte menos visitada y aislada de la tienda.

Cuando todo estuvo en orden, Kate se las arregló para ocuparse de los clientes más ruidosos, sentados en la parte trasera; entonces, por fin Helena pudo poner al día a Héctor sobre los últimos acontecimientos del Submundo. Alteró ligeramente la historia de los óbolos robados para hacer creer a Héctor que su primo solo los había robado para ayudarla, y no para uso propio, y acabó explicándole los disturbios del instituto. El muchacho escuchó con atención, sin interrumpirla, como si estuviera rumiando algo.

—Se llama Eris —anunció—. Es la diosa de la discordia, o el caos, depende de la traducción que emplees. Allá donde va estalla el desorden, las discusiones e incluso los disturbios. Si algo puede ir mal, irá mal. Es la hermana y compañera de Ares, y es una criatura muy pero que muy peligrosa.

—Héctor. ¿Qué está pasando?

—He venido a advertirte. Hace un par de horas vi a Tánatos paseando por la avenida Madison, en Nueva York, justo al lado del edificio donde la casta de Tebas celebra el Cónclave.

—¿Quién es Tánatos?

—Tánatos es el dios de la muerte —explicó Héctor—. Es la parca original, con la típica capa negra y el esqueleto, aunque no llevaba guadaña. Ese complemento rural se le añadió durante la Edad Media. Por suerte, la mayoría de la gente le confundió con un tipo ataviado con un disfraz increíble, aunque hubo un par de personas un tanto más «sensibles» que enseguida captaron qué estaba sucediendo y huyeron gritando.

—¿Qué estaba haciendo allí?

—No me paré a hablar con él. Tánatos solo tiene que tocarte para quitarte la vida, así que preferí que tu madre se encargara de él —comentó—. No tenemos ni idea de por qué los dioses de segunda fila me rodean por la Tierra ni de qué asuntos se traen entre manos. Dafne me envió de inmediato aquí para preguntarte si el oráculo había visto algo.

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