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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (41 page)

BOOK: Malditos
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Orión soltó una carcajada y se colocó la mochila sobre los hombros.

—¿Ocho o nueve? Te das cuenta de que somos vástagos, ¿no? —dijo arrastrándola hacia la pradera matutina—. Tenemos una vida de anaquel bastante corta.

—Nosotros seremos distintos —decidió—, y no solo tú y yo, sino toda nuestra generación.

—No tendremos más remedio —murmuró Orión ladeando la cabeza.

Helena echó una ojeada a su compañero, esperando encontrarle rumiando con melancolía, pero se equivocó. Tenía una sonrisa dibujada en el rostro y una expresión de optimismo. Ella también sonrió, dichosa de pasear por el prado cogida de la mano de Orión. La felicidad que sentía nada tenía que ver con el éxtasis del río, pero aquel estallido de alegría habría sido insoportable si hubiese durado mucho tiempo. En ese instante se dio cuenta de que, si se hubiera quedado, se le habría roto el corazón.

A medida que se fueron alejando del río de la Alegría, Helena notó que pensaba con más claridad. Miró una de sus manos y comprobó que estaba arrugada, como si hubiera estado en remojo durante horas. ¿Cuánto tiempo habían estado arrodillados en la orilla del río?

Con cada paso que daba, más se convencía de que Orión había hecho lo correcto al invitarla a irse de allí. De hecho, le estaba muy agradecida. Sin duda, Orión también habría estado tan embelesado y dichoso como ella, pero, de algún modo que no lograba entender había conseguido controlarse y armarse de valor para romper ese hechizo embriagador.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Helena en voz baja—. ¿Cómo conseguiste alejarte del agua?

—Hay algo que ansió aún más —respondió.

—¿Qué hay mejor que la alegría infinita?

—La justicia —respondió Orión se volvió hada Helena y le sujetó ambas manos antes de continuar—: Existen tres hermanas inocentes que llevan sufriendo años y años, no por algo que hirieron en el pasado, sino porque, cuando nacieron, los destinos decidieron que el dolor sería su suerte en esta vida. Eso no es lo correcto. Ninguno de nosotros merecemos nacer torturados, y mi intención es defender a todos los que viven en continuo tormento. Para mí, eso es más importante que la alegría. Ayúdame. Sabes dónde están las furias, de eso no me cabe la menor duda. Piensa, Helena.

Hablaba con tal convicción y con tanta pasión que ella se quedó embobada mirándole, con la boca abierta. La mente se le quedó en blanco durante unos segundos y, de forma imprevisible una vocecita en su cabeza empezó a gritarle, enumerándole todos los lugares que había visitado.

Ella no era tan obstinadamente persistente como Claire, ni tan paciente como Matt. No poseía los implacables instintos de Héctor ni la astuta inteligencia de Lucas. Sin duda, no era tan generosa como los mellizos ni tan compasiva y entregada como Orión. Helena era Helena. No entendía por qué ella era la Descendiente, en vez de cualquiera de esas personas, mucho más dignas y respetables.

Para empezar, ¿cómo demonios había aceptado ese trabajo y había acabado allí, en el Submundo? No había hablado con nadie, simplemente se había ido a dormir y, al cerrar los ojos, se trasladó a un desierto.

«Un desierto tan seco, con rocas y espinos tan afilados que dejaba un rastro de pisadas sangrientas a mi paso. Un desierto con un único árbol aferrado a una ladera y, bajo las ramas del árbol, tres hermanas desesperadas que parecían ancianas y niñas al mismo tiempo. Querían tocarme y no dejaban de sollozar», recordó.

Helena soltó un grito ahogado y apretó las manos de Orión, casi estrujándoselas. Había sabido dónde encontrar a las furias desde siempre.

De hecho, las tres hermanas habían estado suplicándole ayuda desde el principio.

—Deseo que aparezcamos bajo el árbol de la colina, en las tierras áridas —anunció mirando a un sorprendido Orión.

Capítulo 13

Lucas se quedó flotando sobre el océano y observó a Helena remontar el vuelo para dirigirse al centro de la ciudad. Aquel disfraz junto con las malditas alas había sido una tentación difícil de soportar. No era la primera vez que preguntaba cómo era posible que los mortales que habían crecido con Helena no sospecharan que había algo sobrenatural en ella.

Aunque tuviera la cabeza bien amueblada, la belleza de Helena era de otro planeta. Sobre todo cuando extendía los brazos, ofreciéndole así un abrazo, y pronunciaba su nombre, tal y como acababa de hacer.

Había estado a punto de ceder. Solo pensar en lo que habría hecho si se hubiera entregado a sus deseos le revolvía el estómago. Estaban a pocos milímetros de cruzar una línea más que peligrosa y, a menos que Helena dejara de tentarle con su enloquecedora inocencia, Lucas sabía que, un día u otro, pasaría.

Le había mentido a Helena. La realidad era que ciertas noches, y no solo una, había asomado la cabeza por la lona azul que cubría la ventana rota de su habitación para verla dormir. No estaba orgulloso de lo que hacía, pero no podía refrenarse. Por mucho que intentara permanecer lejos de ella, al final siempre acababa metido en su habitación. Después se castigaba por haberlo hecho. Sabía que cualquier día, tarde o temprano, no podría reprimir las ganas de deslizarse bajo las sábanas para acostarse junto a ella. Y no solo la abrazaría. Precisamente por eso tenía que asegurarse de que, si ese día llegaba, Helena le sacaría de la cama de una patada.

Lo había intentado todo, incluso asustarla, pero nada parecía funcionar.

Orión era su última oportunidad. Cerró los ojos durante un segundo y confió en que hiciera aquello que se le daba bien. Lucas le había pedido que consiguiera que Helena dejara de amarle. Así jamás volvería a intentar rozarle ni abrazarle, ni le miraría como acababa de hacerlo. Trató de convencerse de que lo mejor para los dos era que ella continuara con su vida, aunque ello implicara pasar el resto de sus días con otro chico. Y entonces se le iluminó una lucecita.

Helena tampoco podía estar con Orión, al menos no para siempre. Eso era lo único que mantenía a Lucas cuerdo y en sus cabales. Jamás podrían disfrutar de una vida juntos. Aunque eso no significaba que no pudieran… Súbitamente decidió librarse de aquellos pensamientos antes que le abrumaran. De hecho, unos zarcillos negros empezaban a manar de él, tiñendo el cielo de oscuro. Intentó calmarse y dejar de imaginarse a Orión y Helena juntos. Le resultaba demasiado fácil concebirlos juntos, como una pareja.

Aunque no conocía a Orión en persona, se podía hacer una idea de su aspecto. Era descendiente de Adonis, el amante favorito de Afrodita de todos los tiempos. Puesto que Afrodita le defendía y honraba sobre los demás, la casta de Roma legaba aproximaciones muy fieles del arquetipo de Adonis de forma habitual, del mismo modo que la casta de Tebas repetía el modelo de Héctor una y otra vez. Más de la mitad de lienzos y esculturas de la época de Renacimiento eran una viva imagen de Orión, ya que los antiguos maestros como Caravaggio, Miguel Ángel y Rafael habían pintado y tallado obsesivamente a los ancestros del joven. Florencia estaba repleta de reproducciones de los hijos de la casta de Roma.

Pero la leyenda iba más mucho más allá de un físico hermoso, puesto que su acervo genético parecía estar dotado de más talentos. No era fruto de la casualidad que Casanova y Romeo, los dos amantes más famosos de la historia de la humanidad, hubieran nacido en Italia. Describir a Orión como un «cabrón guapísimo» no basta para explicar el efecto que podía tener sobre una mujer, aunque era una expresión bastante acertada. Los hijos de Afrodita eran sexualmente irresistibles y la mayoría de ellos tenían el don de influir en las emociones de la gente, al menos hasta cierto punto.

No obstante, Orión le había confesado a Lucas que su talento era mucho más poderoso.

Ostentaba una extraña capacidad. Podía hacer que Helena se desenamorara de Lucas con tan solo chasquear los dedos. Por si fuera poco, una vez desterrados todos sus sentimientos por él, Orión podía controlar el corazón de la joven para obtener una relación mucho más casual que no violara la Tregua, sin compromisos, sin ataduras: solo sexo.

Aquel indeseable podía hacer con Helena lo que quisiera, y Lucas no podía hacer ni decir nada para impedirlo.

La idea de que Orión pudiera utilizar su don con Helena provocaba en Lucas unas irrefrenables ganas de aporrear algo hasta destruirlo, pero pensó que su familia estaría preocupada por él y decidió dirigirse a su casa.

Afortunadamente, Orión se mostraba reacio a aprovecharse de su talento, incluso como arma de autodefensa. Se había ofendido sobremanera cuando Lucas insinuó que había rozado el corazón de Helena en la cueva solo para divertirse. Y después de verlos juntos en el Submundo, se convenció de que Orión jamás obligaría a Helena a hacer nada que, de forma voluntaria, no quisiera. De hecho, sabía que la protegería con su vida si llegaba el momento. Gracias a eso, despreciaba un poco menos a Orión, aunque eso solo complicaba más las cosas. En realidad, Lucas quería detestarle, pero, puesto que no podía, no le quedaba otra que odiarse a sí mismo.

Tomó rumbo hacia la costa este de la isla sin separarse demasiado de la superficie del océano, puesto que si alzaba mucho el vuelo se congelaría de frío. Se había dejado la chaqueta en la taquilla, pero en realidad poco importaba. Si quería entrar en calor, solo tenía que concentrarse. De hecho, empezaba a creer que, si se lo proponía, podía alcanzar una temperatura infernal. Pero ahora no tenía tiempo para ocuparse de ese nuevo y peculiar talento. Un segundo más tarde, aterrizó en el jardín trasero de su casa.

En cuanto puso los pies en el suelo, una sensación de culpa le embargó.

Empezó a buscar a su hermana pequeña con desesperación. No tendría que haberla abandonado en la escuela para proteger a Helena. Ahora que los destinos la asediaban día y noche, Casandra se había convertido en una niña más frágil. Cada vez que la poseían le arrebataban toda su fuerza y energía, y el hecho de que hubiera sobrevivido cuando muchos oráculos del pasado hubieran fallecido le hacía sospechar que, probablemente, su hermana pequeña era más fuerte que él. Pero por muy resistente que fuera, tras cada aparición, Casandra se quedaba tan cansada que apenas podía respirar.

Hacía poco se había encontrado a Casandra sentada en un peldaño de la escalera, jadeando. Tras subir media docena de escalones, la pequeña no tuvo más remedio que pararse a descansar y recuperar el aliento. Lucas la había llevado en volandas hasta su habitación, pero le había costado una barbaridad acercarse a ella. El aura de los destinos seguía aferrada a su hermana pequeña y, aunque él la adoraba de corazón, la presencia de las parcas le estremecía.

Incluso la pequeña Casandra estaba asustada. Y encima tenía que sufrir a las parcas en sus propias carnes varias veces a la semana. Lucas no podía imaginarse la sensación de aquella intrusión mental y física, pero, por su aspecto, suponía que debía de asemejarse a una violación.

El hecho de que su hermanita pequeña estuviera sufriendo aquella desgracia junto con la impotencia de no poder hacer nada para cambiarlo le enfurecía muchísimo.

Atravesó el jardín trasero a zancadas, esforzándose por controlar su rabia y repitiéndose que tenía que ser más cuidadoso, más cauto. Últimamente había muchas cosas que le sacaban de quicio. Desde aquella desastrosa cena en la que golpeó a su padre, había desarrollado un «efecto secundario» ligado a su ira.

Se había dado cuenta durante la concentración de atletismo de Helena, cuando los Cien Primos la rodearon, pero no se había originado allí. De hecho había empezado con su padre, como una pequeña semilla, una semilla que no había dejado de crecer.

Una parte de él creía que le resultaría más fácil de llevar si hablaba con Jasón o Casandra sobre el tema, pero no tenía valor para hacerlo.

Contárselo a su familia solo serviría para preocuparlos todavía más.

Maldita sea, el propio Lucas estaba preocupado por el tema.

Lucas había estado a punto de revelarle su secreto a Helena ese mismo día pero no fue capaz de pronunciar las palabras. Creonte le había asustado muchísimo, y Lucas no sabía si podría soportar que Helena le mirara con temor. Todavía no había decidido si charlaría del tema con alguien, aunque la realidad era que, un día u otro, su hermana pequeña, la que todo lo sabía, la que todo lo veía, descubriría el pastel.

—¿Casandra? —llamó Lucas en cuanto entró en la cocina—. ¿Jase?

—Estamos aquí —respondió Jasón desde la biblioteca.

Había algo en la voz de Jasón que no encajaba. Estaba tenso. Lucas asumió que seguiría enfadado con Claire por desaparecer con Helena todo el día, sin avisar. El modo en que manejaba la situación con aquella chica frustraba a Lucas. Quería que su primo abriera los ojos y se diera cuenta de que tenía un regalo entre las manos. Se había enamorado de alguien y nadie se interponía en su camino.

Las puertas dobles de la biblioteca estaban medio abiertas e incluso desde el pasillo percibió la tensión que se respiraba en la sala. No pudo ser evitar advertir el enfado controlado en las educadas voces de todos los presentes.

—¿Dónde estabas? —exigió saber Casandra. Llevaba días sometiéndole a implacables interrogatorios sobre sus excursiones nocturnas, aunque en la mitad de las ocasiones conocía perfectamente la respuesta.

—¿Qué pasa? —preguntó Lucas en vez de responder.

—Por fin Matt ha decidido compartir algo con nosotros —espetó Jasón.

Su primo estaba furioso y rojo de rabia. No era la primera vez que Lucas era testigo de esa rabia, y sabía de primera mano lo que costaba hacer enfadar a Jasón. Miró a Matt y arqueó las cejas a modo de pregunta.

—He estado en contacto con Zach. Me llamó antes de ayer para avisarme de que algo iba a suceder hoy, aunque no sabía exactamente qué —contestó Matt.

—¿Por qué no dijiste nada, Matt? —cuestionó Ariadna, dolida—. Aunque Zach no conociera todos los detalles, ¿por qué no quisiste advertirnos del peligro?

«Se avecina otro problema», pensó Lucas. Pero no había vuelta atrás. Los vástagos tendían a enamorarse jóvenes porque morían jóvenes. Al menos, Lucas no podía reprocharle a Ariadna su mal gusto con los hombres. Matt había demostrado su lealtad a la casta de Tebas infinidad de veces. De ahí que la situación que los ocupaba fuera tan desconcertante. En general, Matt tomaba mejores decisiones y solía mostrar buen juicio.

—No lo entenderíais —protestó Matt, huraño.

—Inténtalo —dijo Lucas, cuya temperatura interna crecía a un ritmo desenfrenado. Le irritaba que los mortales actuaran como si fueran distintos a los vástagos, como si no compartieran los mismos sentimientos.

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