—¿Por qué no vas vestida de monja?
—¡Oh, porque no me gusta! A ti también te fastidiaría que te vistieran un sábado con el uniforme del colegio, ¿no?
—Sí, pero es que hoy no es sábado.
—Ya, pero esta tarde he salido de la casa para hacer algo que no tiene nada que ver con el hecho de que yo sea monja o no. Además, para hablar de negocios es mejor no llevar los hábitos. La gente finge que respeta a las monjas, pero no nos toma en serio porque tenemos fama de tontas. Con los sacerdotes es distinto.
—¿Vamos a hablar de negocios?
Se detuvo y me sujetó por los hombros.
—Escúchame, Malena. El otro día me dijiste que me querías, ¿verdad? — asentí con la cabeza—. Que me querías mucho, ¿no? — volví a asentir—. Entonces, si me quieres, prométeme… Ya sé que me paso la vida pidiéndote lo mismo, y que es lo mismo que te piden tu padre, y tu madre, y tu hermana, pero no existe otra manera de hacerlo. Yo no te he traído hasta aquí, tú me has seguido, y después yo no he querido dejarte tirada en la calle, ¿es eso?
—Sí.
—Muy bien, Malena, entonces prométeme que no le dirás a nadie que me has encontrado esta tarde, ni que me has acompañado al sitio al que vamos a ir, ni que me has visto hacer lo que me vas a ver hacer. ¿Me lo prometes?
Tuve que tragar saliva para contestar, porque creí que sólo la inminencia del infierno más horrible podría estar obligándola a decir esas cosas, y cuando hablé, mi voz sonó tan aguda como si fuera la voz de mi hermana.
—Sí, te lo prometo.
—Pero no te asustes, tesoro —sonrió, consciente de mi angustia—. Solamente voy a comprar una casa. Eso sí que no es pecado, ¿verdad?
—Claro que no —le devolví la sonrisa por fin, mucho más tranquila.
—Lo que pasa —dijo ella, mientras me cogía de la mano para seguir andando—, es que no quiero que nadie lo sepa, porque las monjas no podemos comprar nada sin pedir permiso y a mí, en cambio, me da rabia no tener una casa que sea mía, un sitio al que me pueda ir…, por ejemplo, si…, si algún día las cosas cambian. Eso lo entiendes, ¿no?
Por supuesto que lo entendía, lo entendía todo, comprar casas era uno de los hobbys de la familia, y la verdad es que no encontré nada terrible en lo que Magda dijo o hizo aquella tarde, ni siquiera cuando atravesamos la puerta de un local muy elegante, y nos sentamos juntas frente a una mesa, y un señor muy simpático, que me ofreció caramelos, empezó a leer un papel donde, tras la expresión «la propietaria», figuraba todo el tiempo mi propio nombre, Magdalena Montero Fernández de Alcántara, y no el nombre de Magda. Ella advirtió aquel desajuste entre la realidad y la historia que me había contado, y se volvió hacia mí para tenderme unas fotografías aprovechando una breve ausencia de nuestro anfitrión.
—Mírala. ¿Qué te parece?
Era una casa muy bonita, un cortijo blanco, blanquísimo, excepto alrededor de las ventanas, enmarcadas con gruesos trazos de pintura añil. Sobre la entrada, un antiguo portón de madera que se abría a dos alturas, como las puertas de las cuadras de Almansilla, una fila de azulejos componían un nombre y una fecha con letras también azules. La fachada se abría a una placita semicircular, solada con cemento y rodeada de chumberas, entre grandes tinajas, siempre encaladas, por cuyas paredes se descolgaban largas varas de flores de adelfa. Si los ilustradores de los libros que solían regalarme entonces se hubieran inspirado alguna vez en las casas andaluzas, habría podido decir que era una casa de cuento.
—Es preciosa, Magda. ¿Dónde está?
—En un pueblo de Almería. Se llama El Pozo de los Frailes, debe de ser mi destino… —se quedó un momento colgada en el aire, presa de sus propios pensamientos. Luego sonrió de nuevo, sólo para mí—. Me alegro de que te guste, porque es tuya.
—¿Mía?
—Sí, la he comprado a tu nombre. Así te podrás quedar con ella sin ningún problema cuando yo me muera, porque espero, eso sí, que no me eches antes, ¿eh?
Entonces volvió el señor aquel y siguió leyendo papeles en voz alta, y por un momento pensé que Magda se iba, que se escapaba de Madrid para irse a vivir a aquella casa blanca, sola, erizada de flores y de cactus, y me dije que me gustaría irme con ella, pero luego recordé que era monja, y que por eso no se podía ir, y me la imaginé viejecita, vestida todavía con los hábitos, desmigando pedazos de pan duro para que los pájaros comieran en su mano, como hacía la madre portera, aunque el paisaje de las fotografías parecía tan árido que allí, a lo mejor, ni siquiera había pájaros. Luego, ella se levantó, le dio la mano a aquel señor, me animó a que la imitara, y salimos a la calle, pero no habríamos avanzado aún ni veinte pasos cuando giró bruscamente para atravesar el umbral de una papelería.
—Me acabo de acordar de que te debo un regalo, por las flores de calabacín, ¿te acuerdas?
—Sí, pero estaban podridas, así que…
—No importa, mujer. La intención es lo que cuenta.
Una señora muy mayor, envuelta en una desteñida bata de color añil nos miraba desde el otro lado del mostrador.
—Buenas tardes. Querríamos comprar un diario.
—¿Para un niño o para una niña?
—¿Tiene eso mucho que ver?
—Pues… no, la verdad. Lo digo por el color, y por el dibujo de las tapas.
—¿Es para mí? — susurré en el oído de Magda. Ella me contestó que sí con la cabeza—. Entonces para niño, por favor.
Mi tía, la única persona en el mundo a la que me había atrevido a confiar mis ambiciones, soltó una carcajada, pero la mujer desapareció en la trastienda sin hacer ningún comentario para regresar unos minutos más tarde, cargada con una docena de cuadernos de tapas rígidas, cerrados siempre con una trabilla gobernada por una diminuta cerradura, que fue depositando sobre el cristal del mostrador con expresión impasible.
—Elige el que más te guste.
Los miré con atención, pero no me resistí a mostrar tímidamente mi desacuerdo.
—La verdad es que preferiría que me regalaras un libro, o un plumier de madera…
—No —me contestó Magda con firmeza—. Tiene que ser un diario.
Al final me decidí por el más sencillo de todos, un librito forrado de fieltro verde, con un bolsillo delante que le daba aspecto de chaqueta tirolesa.
La dependienta se ofreció a envolverlo para regalo, pero Magda insistió en que no era necesario, lo pagó, y salimos nuevamente a la calle. Mientras esperábamos un taxi, ella tomó el diario, acarició un momento la tapa, y me lo tendió.
—Escúchame, Malena. Ya me he dado cuenta de que no te hace mucha ilusión, pero sin embargo este diario te puede ser muy útil. Escribe en él. Escribe sobre las peores cosas que te pasen, esas tan horribles que no se las puedes contar a nadie, y escribe sobre las mejores, esas tan maravillosas que nadie las comprendería si se las contaras, y cuando sientas que no puedes más, que no vas a aguantar, que sólo te queda morirte o quemar la casa, no se lo cuentes a nadie, escríbelo aquí y volverás a respirar antes de lo que te piensas, hazme caso.
Yo la miraba, de pie sobre la acera, y no sabía qué decir, sólo apretaba el diario contra mi pecho, tan fuerte que, alrededor de las uñas, las yemas de mis dedos se estaban volviendo blancas, Magda miraba a lo lejos, pero los taxis libres pasaban a nuestro lado sin que ella quisiera verlos, concentrada en las palabras que brotaban de su boca como si sus labios no se decidieran a querer pronunciarlas del todo.
—Sólo hay un mundo, Malena. La solución no es convertirse en niño, y tú nunca te volverás un niño, por mucho que reces, esto no tiene remedio. Ellas son iguales, ya lo sé, pero tú tienes que aprender a ser distinta, y tienes que aprender a ser tú sola. Si eres valiente lo conseguirás, antes o después, y entonces te darás cuenta de que no eres mejor ni peor, ni más ni menos mujer que tu madre o tu hermana. Pero, por el amor de Dios, Malena —sus labios comenzaron a temblar pero aún no sé si los movía la emoción o la ira—, no vuelvas a jugar al Juego nunca más, ¿me oyes?, nunca, nunca más, no le consientas a Reina que siga jugando, ni en serio ni en broma, tienes que acabar con eso, acabar de una vez, antes de hacerte mayor, o ese maldito juego acabará contigo.
Entonces comprendí que Magda se marchaba, que se iba lejos, a esa casa blanca que era mía, al desierto donde no había pájaros, y que allí se llevaba los espejos, y mi esperanza, y me dejaba sola, con un cuaderno forrado de fieltro verde entre las manos.
—Yo también me voy, Magda.
—Pero ¡qué dices, tonta! — me limpió las lágrimas con la punta de los dedos e intentó sonreír—. Nadie se va a ir a ninguna parte.
—Me voy contigo, déjame ir, por favor.
—No digas tonterías, Malena.
Entonces sí levantó la mano para parar un taxi, y abrió la puerta, y le dio al taxista la dirección de mi casa, y a mí un billete de quinientas pesetas.
—Sabrás calcular el cambio, ¿verdad?
—No te vayas, Magda.
—Pues claro que no me voy —me abrazó y me besó como lo había hecho miles de veces, esforzándose por no imprimir a sus gestos una intensidad especial—. Te acompañaría, pero se me hace tarde. Y tú también tienes prisa, tu madre tiene que estar preocupada, vete ya, anda…
Me metí en el taxi, pero el coche no se movió porque, ante nosotros, el semáforo se había puesto rojo. Ella se inclinó hasta colocar la cabeza a mi altura, al otro lado de la ventanilla.
—¿Puedo confiar en ti?
—Claro que sí, pero déjame ir contigo.
—¡Menuda manía que te ha entrado ahora con eso! Nos vemos mañana en el recreo, ¿vale?
—Vale.
Nos pusimos en marcha bruscamente y saqué la cabeza por la ventanilla para mirarla, y encontré su cuerpo quieto, y una sonrisa forzada en sus labios, y un brazo rígido que oscilaba como accionado por un motor, de izquierda a derecha, la palma tiesa, en un adiós mecánico y constante. Seguí hablando sin mover los labios, rogándola que no se fuera mientras mis ojos pudieron atisbar su silueta. Al día siguiente no la encontré en el recreo. Entonces aprendí lo que significa estar sola.
Durante mucho tiempo conservé la sensación de haber nacido por error.
Supongo que las profundas sombras que oscurecieron nuestro nacimiento, transformando en un episodio doloroso el feliz acontecimiento que todos esperaban, determinaron este confuso sentimiento antes de que yo misma pudiera encontrar a mi alrededor otros argumentos en los que apoyar mi sólida intuición de disponer solamente de una vida equivocada. Nunca, mientras fui una niña, llegué a aceptar con serenidad la autoría de los destrozos que yo, y nadie más que yo, había cometido dentro del útero de mamá, y siempre me sentí en deuda con Reina, como si viviera de más, usurpando sin querer, pero sin remedio, una dosis considerable de la pura capacidad de existir que ambas compartimos una vez, y que a ella, y no a mí, le habría correspondido disfrutar después.
Nadie me culpó jamás, pero tampoco nadie me dijo nunca que no debería sentirme culpable. Todos parecían asumir la situación con una especie de serenidad fatalista que les permitía vivir tranquilos mientras a Reina le medían la cabeza cada seis meses y le radiografiaban la muñeca constantemente, como si los médicos temieran por la estabilidad de los tímidos resultados positivos que cosechaban en cada prueba, como si sus huesos, elásticos, pudieran encogerse y estirarse a placer, al ritmo de la angustia que desencajaba la expresión de mi madre ya desde el momento en que nos ponía el abrigo para salir de casa, y que apagaba definitivamente el brillo de sus ojos mientras, sentada a mi lado en la sala de espera, intentaba en vano prepararse para escuchar el espantoso veredicto —lo sentimos, señora, pero esta niña ya no crecerá ni un solo centímetro más— que sin embargo nadie llegaría nunca a pronunciar, porque antes o después salía el doctor, y nos devolvía a Reina con un puñado de caramelos Sugus, y miraba a mamá con una expresión ambigua, que quería decir que la muñeca de mi hermana no se cerraba, pero que su cuerpo se obstinaba en crecer tan lentamente como se estira el diminuto cuerpo de una oruga, y que habría que esperar, y volver a intentarlo, quizás dentro de seis meses. Entonces la enfermera se acercaba a mí, sonriente, y me cogía de la mano, pero la voz de mi madre la detenía con un seco estallido que parecía descender de las alturas, como la sentencia de un dios rencoroso.
—No, ésta no. Esta está sana.
Yo estaba sana, yo crecía y engordaba, mis progresos eran evidentes, tanto que ya antes de que cumpliéramos seis años el pediatra dejó de pasar dos facturas y sólo cobraba por Reina, porque a mí me controlaba de un vistazo. En aquella época, la remota infancia de la que apenas puedo recordar con nitidez este sentimiento, yo hubiera entregado todo cuanto poseía a cambio de una sola oportunidad para desandar mi vida hacia el principio, hasta esa larga noche uniforme donde intercambiaría, sin dudarlo un instante, mi cuerpo con el de mi hermana. Renegaba de mi buena suerte como de la tara más cruel, aunque aún no me atrevía a sospechar que tal vez lo fuera.
Tardé mucho tiempo en admitir que aquella asfixiante culpa que no me abandonaba siquiera durante el sueño, alentando pesadillas que aparentemente no eran tales, sino inocentes fantasías impregnadas de la neutralidad de lo cotidiano, no tenía tanto que ver con el sincero amor que sentía hacia mi hermana como con el disgusto, igualmente sincero, que sólo podía inspirarme a mí misma, porque a pesar de la vaga amenaza de precariedad que planeó durante años sobre la propia existencia de Reina —aunque tal riesgo, siempre teórico, tuviera más fundamentos en la deformada hipersensibilidad de una madre hipocondríaca que en la realidad inspirada por datos objetivos—, yo ya podía darme cuenta de que el mundo, o al menos esa precisa parcela del mundo donde ambas habitábamos, estaba hecho a su medida y no a la mía. Por eso la situación me parecía todavía más injusta y, aún peor, peligrosamente errónea, y cuando me despertaba en plena noche temblando, empapada en sudor, después de haber estrellado contra el suelo, a veces por accidente, otras solamente por cansancio, o por curiosidad, esa diminuta figura viviente en la que al principio presintiera a mi hermana, hasta que, confundida por el lugar que ocupaba entre los peluches de la estantería, me hubiera decidido a jugar con ella como si fuera una muñeca habladora más, me sobrecogía la magnitud de mi crueldad imaginaria, porque cuando el cuerpo de Reina estallaba sobre la tarima, desvelando la sangre y las vísceras de un ser vivo donde yo sólo esperaba descubrir engranajes mecánicos entre tripas de lana y de esparto, mi conciencia se desdoblaba, y yo, que vivía en el sueño, salía tranquilamente de la habitación, indiferente a la tragedia provocada por mi torpeza, pero no tan estúpida como para olvidarme de cerrar la puerta con mucho cuidado y comenzar inmediatamente a elaborar una coartada que encubriera mi crimen, mientras yo, que durante el sueño no vivía del todo, me horrorizaba de lo sucedido hasta el punto de despertarme, ahogada en mi propia angustia, para contradecir misteriosamente la serenidad con la que, al mismo tiempo, contestaba a las preguntas de mi madre, acusando a la tata Juana, que pasaba el plumero con demasiada brusquedad, de la estúpida muerte de su hija. Luego, ya despierta del todo, la respiración casi sosegada, la boca amarga todavía, miraba a mi hermana, que dormía plácidamente a mi lado, en una cama igual que la mía, y adivinaba que sus sueños eran dulces, porque su vida era la correcta y las niñas de verdad no tienen pesadillas criminales, y se pliegan a su destino soñando solamente con esas hadas azules que salvan a las princesas extraviadas, desfallecidas ya, que sobreviven apenas a base de bayas y grosellas del bosque, incluso cuando, como Reina, no han visto en toda su vida ni una sola grosella auténtica.