Por eso me sorprendió tanto que Reina se enfureciera de aquella manera cuando, antes aún de abrir el paquete, camino de casa, le anuncié que había decidido no volver a jugar más con ella, porque ya teníamos doce años, casi trece, y el Juego no era más que una estupidez de crías. Ella me miró con ojos de alucinada, como si no pudiera confiar en sus oídos, y me pidió que no dijera tonterías, pero yo me mantuve firme y entonces cambió de táctica, insistiendo una y otra vez en que había emprendido todo aquello solamente por mí, afirmando después, con acento amargo, terco, que el Juego era divertido, y un secreto importante, lo único importante de verdad que compartíamos. Yo me limité a repetir que no volvería a jugar, y un par de días más tarde, cuando me disponía a comerme una rodaja de embutido envuelta en pan a las ocho menos cuarto de la tarde, ella me llamó María por última vez y yo me zampé el chorizo delante de sus narices.
Su enfado no sobreviviría al plazo de una semana, pero aquella tarde no me volvió a hablar y yo tampoco le di muchas oportunidades para hacerlo. Cuando llegamos a casa me encerré en el baño, y después de recortar el remite con cuidado, destrocé el envoltorio con dedos histéricos para descubrir una resma de cuartillas blancas, perforadas como los recambios de las carpetas de anillas, y encabezadas por una hilera de letras doradas que componían en relieve la palabra Diario. Me emocioné tanto que me empezaron a temblar las manos, y al final tuve que arrodillarme sobre las baldosas para recoger, una por una, las hojas que se me habían caído, desparramándose por el suelo.
Aquella noche esperé a que Reina se durmiera y extraje sin hacer ruido el penúltimo regalo de Magda del fondo del cajón en el que reposaba, olvidado, desde que ella me lo dio. Recuerdo las primeras frases que escribí, prácticamente a oscuras, como si las hubiera redactado hace solamente un par de horas.
«Querido diario, me llamo Magdalena, pero todos me llaman Malena, que es un nombre de tango. Hace casi un año que tengo la regla, así que ya me parece muy difícil que la Virgen quiera convertirme en un chico, y creo que voy a ser más bien un desastre de mujer, igual que Magda.»
Luego, por precaución, taché las tres últimas palabras.
Escribí cada noche en mi diario desde entonces, y desde entonces, cada mes de mayo, recibí un nuevo recambio, al principio siempre por medio de la portera del colegio, una mujer sombría con la que no recuerdo haber cruzado ni siquiera un saludo hasta que abandoné definitivamente aquella casa, a punto de cumplir los dieciséis, y después por correo certificado, un escueto aviso anónimo que no proporcionaba indicio alguno acerca del nombre o de la dirección del remitente, hasta que lo perdí, sin llegar a comprender cómo se puede perder algo que se guarda siempre en el mismo sitio, justo cuando comenzaba a serme útil, cuando por fin tenía algo importante que escribir en él, y al mismo tiempo, cuando con más frecuencia incumplía mi cotidiano compromiso con sus páginas, porque al llegar a la casa del abuelo, en aquellas sofocantes madrugadas de verano, lo único que me preocupaba era controlar la resonancia de mis pasos, desplegando la angustiosa precisión de un artificiero para evitar los peldaños que crujían en la vieja escalera de madera, temibles sobre todo el tercero, el séptimo, el decimoséptimo y el vigésimo-primero, para pasar de puntillas delante de la puerta del dormitorio de mis padres y ganar por fin la cama, y tumbarme encima, vestida todavía, para ver girar el mundo con los ojos cerrados, víctima y cómplice a un tiempo del mareante olor que las hojas de tabaco negro a medio secar, húmedas aún como frutos capaces de dar zumo bajo mi peso, habían esparcido por todo mi cuerpo, mientras el olor de Fernando llegaba más lejos, y penetraba mi piel, y ascendía por las cavidades de mis vísceras, y trepaba por las paredes de mis huesos, para ganar, navegando en mi propia sangre, el centro de ese alma que no muere porque no existe, y que sin embargo él no ha abandonado todavía.
Hasta entonces, supongo que mis reflexiones no encerraban gran interés, sobre todo durante el curso, cuando los días eran siempre iguales, aburridos y neutros, jalonados a lo sumo, de año en año, por acontecimientos oficialmente transcendentales que a mí, por lo general, no me lo parecieron tanto, como la confirmación, o la reválida de cuarto, o mi primer viaje al extranjero, que podría quizás recordar como una magnífica y excitante aventura si no fuera porque las monjas nos llevaron a la gruta de Lourdes —la ciudad casi ni la vimos— en un tren abarrotado de ancianos y enfermos que olían muy mal. Recuerdo mejor otras cosas, seguramente igual de importantes pero a la vez más ajenas a mi propia vida. Murió la abuela Reina, de una muerte generosa y breve, y el abuelo, de golpe, se hizo mucho más viejo, tal vez porque el coma hepático que acabaría con su mujer la sumió, durante sus últimos días, en un dulce delirio juvenil, y se fue acariciándole, e intentando entre risas colgarse de sus brazos, y llamándole con nombres que él, quizás ella también, había querido borrar de su memoria en una fecha tan remota que ya ni siquiera era capaz de recordarla. Mi hermana intervino en algunos recitales colectivos de piano, y mamá y yo, y creo que también papá, aunque él se empeñaba en disimularlo, nos sentimos más orgullosas de lo que habíamos estado nunca. Angelita se casó en Pedrofernández, y todos fuimos a su boda, y mamá nos enseñó un edificio semiderruido, con un escudo encima de la puerta, que había sido la casa de nuestra familia antes de que el abuelo de mi abuelo, al decidirse a volver a España e instalarse en Madrid con todos los suyos, prefiriera edificar de nueva planta en la finca que había comprado en Almansilla, a poco más de un centenar de kilómetros en dirección nordeste, a la sombra de Gredos, en una comarca, La Vera, más fértil y rica que aquella en la que sobrevivía un pueblo con su propio nombre.
Aquello sí que fue un viaje divertido, y no lo de Lourdes. Reina estuvo muy ñoña todo el tiempo, porque el chico que le gustaba se le había declarado por teléfono el jueves anterior, y como sólo nos dejaban salir los sábados y los domingos, se había visto obligada a aplazar en una larga semana el principio real de su primer noviazgo, así que apenas abrió la boca para decir que el traje que había elegido la novia —un vestido como los de las películas de Sissi, con miriñaque, y muchas sobrefaldas, y perlas por todas partes— era horroroso, pero a mí me gustaba Extremadura, incluso con Guadalupe dentro, más que cualquiera de los chicos que había conocido hasta entonces, y encontré a Angelita muy guapa, y sobre todo muy contenta, y disfruté mucho viendo el campo nevado, el espectral esqueleto de los cerezos, blancos por fin de nieve auténtica, y comiendo cuchifrito en el banquete, y bebiendo más vino del que hubiera debido, y bailando después con los mozos del pueblo, que me distinguieron con el honor de admitirme en la cuadrilla responsable de quitarle la corbata al novio, y la liga a la novia, y pasar el plato pidiendo dinero para los recién casados, antes de que la tata Juana y su hermana María, más encorvadas aún por los licores y la risa de lo que ya era habitual, se decidieran a bailarse una jota al ritmo de las palmas y las voces, tan cascadas ya como sus espaldas, de la mayoría de los asistentes, para poner así punto final a mi insólita velada de libertinaje, porque cuando me acerqué a pedir permiso para ir con los mozos a rondar a los novios, mamá casi se desmaya, y al final fue mejor, porque estaba tan borracha que en el breve trayecto que separaba el restaurante del coche, me di cuenta de que no podía andar en línea recta, y presa de un arrebato de pánico tardío, me estremecí al recordar que si la hermana pequeña de Angelita no llega a salir del baño justo en el momento en que él me estaba empezando a acorralar en una esquina, me habría dejado besar encantada por aquel primo suyo, que era feo y un poco gordo, pero muy bestia, y el más divertido de todos, y eso luego no me hubiera gustado porque ni siquiera sabía cómo se llamaba.
Para ir a aquella boda me puse las primeras medias transparentes que usé en mi vida. Tenía catorce años, y mi cuerpo había cambiado mucho, pero yo no me di cuenta del todo de aquel fenómeno hasta que me sorprendió el hallazgo de mis propias piernas, desnudas y enteras bajo una funda de nailon que emitía destellos plateados al chocar con la luz, enmascarando con milagrosa eficacia la cicatriz alargada, como un hilo grueso de piel más clara, que siempre intentaba esconder estirándome la falda en esa dirección. Me miré en el espejo y me descubrí, fundamentalmente redonda, bajo la funda de punto amarillo claro que tantos disgustos me había costado, y me sonrojé por dentro al comprobar que yo tenía razón, porque aquel vestido sería italiano y una monada, como dijo mamá en el probador, pero me prestaba un indeseable aire de familia con las vacas lecheras de origen suizo que criaba Marciano en los establos de la Finca del Indio, y no sólo a la altura del pecho, sino en las direcciones más insospechadas. Mi cuerpo entero se había llenado de bultos, en los brazos, en las caderas, en los muslos, y hasta en el mismísimo culo, que de repente, había dado en crecer hacia fuera sin el menor respeto por los cánones estéticos vigentes, y el acentuado estrangulamiento de mi cintura no hacía otra cosa que empeorar una imagen que, exagerando muy poco, podría haberse calcado de un cartel de propaganda de cualquier película italiana de los años cincuenta, aquellas rollizas tetonas que se arremangaban la falda hasta la cintura nada más y nada menos que para cosechar cereales. Con un poco de buena voluntad, mis últimas costillas podían detectarse a simple vista, pero aparte de eso, sólo se me notaban los huesos en los tobillos, en las rodillas, en las muñecas, en los codos y en la clavícula. Todo lo demás, súbitamente, se había hecho carne. Basta, ordinaria, morena y vulgar carne humana que ya no me abandonaría jamás.
El contraste de mi aspecto con el de mi hermana, que iba vestida con un conjunto austriaco de loden verde y leotardos grises de lana calada, porque mamá había claudicado ya ante la evidencia, al menos provisional, de que, a aquellas alturas, yo habría resultado tan ridícula vestida de niña como Reina hubiera conseguido parecer vestida de jovencita, agigantó en un segundo mi conciencia de una metamorfosis que en ella no llegaría nunca a consumarse del todo. Durante muchos años envidié sus huesos, las escuetas líneas de su silueta evanescente, su incorpórea elegancia de ninfa aplazada, su no cuerpo, su no carne, y esperé, pero mis bultos no la informaron nunca, una ausencia tanto más sorprendente en cuanto que ella se mostraba decididamente más audaz que yo, y con más razones, en sus contactos con ese conjunto de criaturas a las que ya entonces, por un prejuicio estético tan invencible como a la larga fatal, yo prefería llamar hombres.
El tremendo éxito que mi hermana cosechaba entre las filas del enemigo me desazonaba por varios motivos, entre los cuales el principal, por más que me hubiera atrevido a cortarme la mano derecha con un cuchillo manejado por mi mano izquierda, antes que a admitirlo en el más secreto de los íntimos coloquios que hubiera podido llegar a sostener conmigo misma, era una envidia tan pura, tan simple, tan insana y tan elemental, que llegó a encarnarse en el primer factor eficaz entre los que me permitirían superar la extraña angustia derivada de mi fantasmagórico crimen prenatal, porque si no dejaba de ser cierto que yo seguía siendo la culpable última de la fragilidad física de Reina, no era menos cierto que ella conseguía sacarle a su aparente debilidad mucho más partido del que yo podía soñar con extraer jamás de mi saludable y vigoroso aspecto, que si bien inspiraba en la tata Juana la legítima satisfacción precisa para exclamar, cuando había visitas y sólo después de darme un cachete en el culo, que daba gusto verme de lo hermosa que me había criado, operaba a cambio el milagro de hacerme invisible a los muchos pares de ojos que, cada fin de semana, recogían ansiosamente hasta el más pequeño de los gestos de mi hermana, con el tibio brillo intermitente que traicionaría la uniforme mirada de un ejército de suicidas frustrados si no se hubieran decidido a escoger aún entre la muerte acogedora y el insoportable desgaste diario de una esperanza crónicamente enferma. Porque Reina, que era tan buena con todo el mundo, nunca se portaba bien con ellos.
El malestar que llegó a producirme esta actitud mientras todavía me atrevía a catalogar la calidad de Reina como un bien más de mi propio patrimonio, llegó casi a adquirir la consistencia del rencor cuando advertí con cuánta naturalidad lograba ella prolongar en tan flamante, improvisada astucia, su admirable bagaje de niña perfecta, como si la repentina impotencia de su corazón fuera una estampa más que se pudiera clavar con una chincheta sobre el cabecero de la cama ante la complacida mirada de mi madre, que en Almansilla, aquel mismo verano, creería asistir desde una privilegiada tribuna al concienzudo florecimiento de la pequeña mujer fatal, evocando con nostalgia viejas reglas de oro, prudencia y sabiduría, ante el desolado espectáculo de aquel páramo desierto de misericordia. Ella ignoró siempre que la llegada de Bosco, el pobre primo Bosco, actuaba solamente como el detonador público de la imperceptible explosión controlada a la que yo asistía en privado como único testigo, aun en contra de mi voluntad, desde que regresamos a Madrid tras la boda de Angelita y Reina empezó a salir con Iñigo, intercalando el exhaustivo control de las manos de su novio, a las que permitía ascender sobre su cuerpo a razón de un centímetro por semana mientras su propietario la aplastaba contra el portal para intercambiar con ella un beso húmedo e interminable —diez, quince, veinte minutos sin parar, lo recuerdo de sobra porque yo estaba allí, apoyada en una farola, afrontando de mala gana la proeza de mirarles fijamente con los brazos cruzados para eludir la bronca que me esperaba el día que regresara a casa sin mi hermana, que era, paradójicamente, quien estaba encargada de vigilarme a mí—, con la Adoración Nocturna en la capilla del colegio, y más tarde, también con sesiones equivalentes, aunque levemente más apasionadas, dada la circunstancia de que Angel era tres años mayor que Iñigo y proporcionalmente exigente, con un amigo de nuestro primo Pedro que hacía primero de agrónomos.
Entonces, cuando la ausencia de Magda, el desapego de mi padre y mi progresiva conformidad con mi destino parecían haber borrado ya todos los signos extraordinarios que me inquietaron durante la infancia, haciéndola tan diferente de esos años de paz que disfrutara mi hermana, volví a mirar a mi alrededor, y lo que vi me retornó a la odiosa perplejidad de la que creía haberme desprendido como de una piel inservible, desgastada, muerta, cuando acepté con desgana la certeza de mi sexo. Porque yo, que había recibido la misma educación que Reina, que había dormido en el mismo cuarto, que había vivido sometida a idénticas presiones, era incapaz de comprender la placidez con la que ella afrontaba su nueva situación, caminando kilómetros enteros bajo la lluvia para entregar la hucha más repleta el día del Domund, sacrificando noches de sueño para rezar ante una imagen de madera con la mente perdida y los ojos en blanco, o coqueteando en público con el proyecto de irse de misionera a Africa al acabar la carrera, para que mi madre y la tata se la quedaran mirando, tan aterradas como si se acabaran de enterar de que los zulúes estaban chupando ya el tuétano de sus huesos, mientras le ponía los cuernos al mismo tiempo a los dos tíos que la gustaban, sin experimentar, y esto era lo más pasmoso, el más mínimo sentimiento de culpa por todo ello, cuando yo, que tantos años antes había perdido la facultad de rezar con emoción y que debía de estar varias veces condenada por albergar los sombríos secretos que se pudrirían en mi interior antes de que mis labios traicionaran el más liviano entre ellos, era capaz de acusar con una fuerza insólita el peso de los pecados de Reina, e incluso de compadecerla vagamente, como si intuyera que se estaba perdiendo algo, que los besos culpables siempre saben mejor.