—Era castaña, coño, y no me interrumpas que pierdo el hilo… Sería más bien Argentina, bueno, no me acuerdo, lo mismo me da, era a tomar por culo de aquí, eso seguro, y a ella le pareció bien, que era un arreglo bueno para todos, y entonces apareció Pedro hecho una furia, el mismísimo demonio parecía, me acuerdo como si ayer mismo le hubiera tenido delante porque me pilló en el pueblo haciendo la compra, aquí no le esperábamos, nadie nos avisó de que fuera avenir, era un martes, la una de la tarde, en primavera, mayo seguramente, hacía muy buen día, si hasta de eso me acuerdo… Todavía le estoy oyendo chillar, lo mismo que chilla un cerdo a medio degollar, con una voz que no le salía de la garganta, te lo juro, Paulina, que le nacía del puro centro de las tripas, y con las tripas llamaba a Teófila a grito pelado, desde la plaza, y sólo de oírle se me pusieron los pelos de punta, porque nunca le había visto tan desesperado, ni el día que murió su padre, ni el día que enterró a su madre, nunca, y nunca he vuelto a verle así, ni cuando nació Pacita, que parecía un toro moribundo, con ese velo que se les pone en los ojos cuando están ya cuajados de banderillas y con la espada en la cruz, así estaba, las cejas le echaban chispas y el cuerpo entero le temblaba como si tuviera fiebres, del empacho de rabia que llevaba dentro.
—¿Cómo se había enterado?
—No lo sé, nunca lo he sabido, pero aquel día vino a por Teófila, y Teófila fue a buscarle al centro de la plaza. Mira que se lo dijo su tía, que no saliera de casa, que no se asomara a la ventana siquiera, pero ella fue, porfiando hasta con su propia tía, que era como una madre para ella, pero fue, y cuando él la tuvo delante, amagó una bofetada pero no la pegó, sólo la cogió de un brazo y, sin decirle siquiera una palabra, la arrastró hasta la Fonda del Suizo, y de allí no salieron hasta pasados cuatro días con sus cuatro noches, el sábado por la mañana.
—Y ¿qué pasó dentro?
—¡Y yo qué sé! Eso no lo sabe nadie. Claro está que me lo imagino, porque cuando se despidieron ella le besó en las manos, no en las palmas, sino en el revés de las manos, como se besa a un obispo, y él ya estaba tranquilo, como siempre. Teófila esperó a que el coche desapareciera por la carretera, y luego atravesó la plaza con los ojos medio cerrados y una sonrisa de boba en los labios que parecía que en vez de en la cama con un hombre había estado mirando de frente a Dios Padre, si sería mema, madre mía, tonta perdida… Y su tía le dijo que todavía estaba a tiempo, que se casara con su primo, que no fuera imbécil… Pero ella no contestó, sólo sonreía, y yo me imaginé que ahí ya no había nada que rascar, que ésa ya iba a ser una desgraciada para toda su vida.
—¡No señora! Y no cuentes así la historia, Mercedes, porque ésa no es la verdad.
—¡Sí que lo es!
—¡No lo es! — y entonces se dirigió a mí—. Aquí la única que sufrió fue tu abuela, Malena, hazme caso, tu abuela, que era una santa, Dios la tenga en su gloria, y la mejor mujer que pudo tener su marido, aunque él la pagara como la pagó.
—El no la quería, Paulina.
—Sí que la quería, y yo lo sé mejor que nadie porque he vivido con ellos en Madrid desde que se casaron, en el año 25 fue, y fíjate si ha llovido, pero todavía me acuerdo, y a mí no me falla la memoria como a ti, yo no confundo Cuba con Argentina, y él la quería, Mercedes, la quiso hasta que Teófila se metió por medio.
—No la quería, no. Habría tenido que quererla, era su obligación, pero no la quería. Que se llevaran bien, no te digo que no, porque él se encaprichaba de las mujeres tan deprisa que cuando conseguía a una, ya andaba detrás de otra, así que, al cabo, todas le daban lo mismo, pero quererla, lo que se dice quererla, no la quería, no. Tú no le viste aquí con Teófila, cuando la guerra…
—Y tú no viste en Madrid a la señora, ¡maldita sea!, que se me caía el alma a trozos cuando la veía arreglarse cada tarde, que entonces empezó a pintarse, ella, que había salido siempre a la calle con la cara lavada, pobre infeliz. Se ponía de punta en blanco para sentarse en la sala, al lado del balcón, y sonreía todo el tiempo, para que los niños se creyeran que no pasaba nada. Fíjate, Paulina, me decía, me da en el corazón que el señor va a volver hoy, así que mejor me quedo en casa. Y hacía ya meses que había acabado la guerra, y desde entonces tu marido venía a vernos una vez al mes para traernos comida, que en Madrid no había, y ella siempre le preguntaba, ¿qué tal van las cosas por Almansilla, Marciano?, y tu marido mentía como un bellaco, que todavía le estoy oyendo, muy liadas, señora, muy liadas, pero el señor me ha dicho que le diga que se acuerda mucho de usted y que tiene muchas ganas de volver, que ya están casi arreglados los asuntos… ¡Y todos sabíamos que aquí no había líos, y que aquí no había asuntos, y que aquí, por no haber, casi ni había habido guerra, sólo la zorra esa metida en la cama de mi señora, que no sé cómo ese… hombre… pudo tener tanto valor!
—Porque le corre la sangre de Rodrigo, Paulina, por eso y porque hubo mala suerte, que nadie tuvo la culpa de que a Pedro le pillara la guerra aquí, con Teófila, y a la señora en Madrid, con los niños.
—¡Porque él ya se ocupó de que la guerra le pillara aquí! Los bombardeos nos los dejó a los demás. Y el miedo. Y el hambre, que tú no viste cómo lloraba la señora el día que se quedó seca, que había estado amamantando a las mellizas, a Magda y a la madre de ésta, me refiero, casi un año, pero se quedó seca, porque no comía bastante para que comieran los otros hijos, y tuvo que destetarlas con un puré de lentejas, con un maldito puré de lentejas, agua con pimentón, más que otra cosa, que algún día estuve tentada hasta de echar las piedras en la olla, para que hicieran bulto, porque no teníamos ni para comer, no comíamos, ¿me oyes?, los niños se lo comían todo y seguían teniendo hambre, se me despertaban llorando por las noches y no tenía otra cosa para darles que el pan que tendríamos que habernos comido su madre y yo al día siguiente, y así estuvimos, ayunando un día sí y al otro también, tres años seguidos, y sobre todo el último, que todos los días amanecían Viernes Santo, mientras él se pegaba la gran vida, atiborrándose de matanza con esa puta, y tú y tu marido con ellos.
—No digas eso, Paulina, porque no es verdad. No fue culpa de nadie, de nadie, de Franco si acaso…
—¡Ya estamos!
—Pues sí, claro que estamos, porque si ese pedazo de cabrón no hubiera empezado la guerra… ¡A ver de qué se habrían liado esos dos como se liaron! Y eso que el verano del 35 ya no vinisteis, ¿o es que no te acuerdas?, porque a la señora le daba miedo, que el asunto de los colectivistas se estaba poniendo rabioso y se decía por el pueblo que los Alcántara eran los primeros a los que había que expropiarles todo lo que tenían. Entonces vino él solo, y a su mujer le pareció bien, porque al fin y al cabo venía a defender lo que era suyo. Ella no podía saber que la cosa estaba caliente, porque el primo de Teófila todavía la rondaba, no habían debido de pasar ni tres meses desde aquello que te he contado, así que anduvieron enredados todo el verano, pero Pedro viviendo aquí, solo, y ella en la casa de su tía, en el pueblo. Y es cierto que él vino muchas veces aquel año, y siempre solo, pero también es cierto que todo se le estaba poniendo muy feo, que aquí hasta llegaron a amenazarle de muerte más de una vez, aunque nunca tuvo miedo.
—Porque para tener miedo hay que tener vergüenza.
—¡O porque siempre ha sido un hombre! Todo lo malo que tú quieras, eso sí, pero un hombre entero, de los pies a la cabeza… Luego ya, es verdad, cuando estalló la guerra él estaba aquí, y no podía volver a Madrid, Paulina, aunque hubiera querido, que no digo yo que quisiera, pero desde luego no habría podido volver. Entonces, todo importaba poco, nadie tenía tiempo ni ganas de chismorrear, y Pedro se volvió loco, es que yo ya ni lo reconocía, vamos, que un día me lo encontré detrás de un árbol, sin hacer nada, y cuando le saludé me chistó con un dedo encima de los labios, como se hace con los críos, para que me callara, y señaló al porche, a Teófila, que estaba allí sentada, cosiendo, y entonces me dijo que estaba mirándola, así, sin más. Es que hay que joderse, para que luego digas que ése no tiene la mala vena, calla, que estoy mirándola, me dijo. ¡Pero si se volvió maricón perdido, todo el día pendiente de la muchacha, con la baba colgándole de la boca…! Y a ver cuándo había tratado así a la señora, nunca, Paulina, nunca, ya lo sabes tú bien y no mientas… Lo malo es que acabó por contagiarle la locura a Teófila, y habrías tenido que verles aquí a los dos, que parecían dos niños chicos, besándose todo el tiempo delante de cualquiera, y paseando por el jardín como si estuvieran de vacaciones, que se diría que la guerra les había tocado en una tómbola… Yo al principio no me lo tomaba muy en serio, creíamos que eso no iba a durar mucho, porque aquí casi ni nos enteramos, en eso tienes razón, pero Madrid no caía, Madrid resistía, y luego Teófila se quedó embarazada otra vez, y nació María, en esta misma casa, y Pedro lo celebró por todo lo alto, es que ni te lo imaginas, todo el pueblo pasó por aquí y ella parecía una duquesa recibiendo a los invitados, ¡matamos dos cerdos sólo para celebrar el bautizo…! Ahora, que yo, aquel día, ya no me callé, porque no me podía callar, y se lo solté en la cara, que se hiciera cuenta de una vez de que su mujer no estaba en la luna, sino a trescientos kilómetros escasos de aquí, y de que la guerra no iba a durar siempre… Entonces fue cuando toda Extremadura empezó a murmurar, y con razón, no te digo que no, porque esto era ya un pedazo de escándalo, pero a él le daba lo mismo, que el día que la señorita Magdalena, la que vivía en Cáceres, le mandó aviso de que, para ella, desde aquel momento, como si estuviera muerto, ¿sabes lo que me dijo? ¡Pues que le tocaban mucho los cojones su hermana, Franco y el Papa de Roma!
—¡Mercedes, no seas burra! Hay que ver, si es que no tienes cultura… Mira lo que dices, mujer.
—¡Pero si me lo dijo así, Paulina! ¡Qué tendrá que ver la cultura con todo esto! Ni le he quitado ni le he puesto una coma, te lo juro… Ahora que, lo mismo que te digo una cosa te digo otra, y mucha chulería, eso sí, eso que no falte, pero él no estaba bien, no señora, no estaba ni pizca de bien, sobre todo al final, cuando ya sabíamos que la guerra iba a terminar, y quién la iba a ganar, ya lo sabíamos, y una tarde le pillé aquí, echando un cigarro con mi marido, y me quedé de piedra al escucharle… Madrid resistirá, estoy seguro, decía, Madrid resiste, y si Barcelona aguanta hasta que lleguen de una puta vez refuerzos desde Francia… ¡Si será cabrón!, pensé entonces. Mira, no quieras saber cómo me puse, no quieras saberlo, que mandé a Marciano a casa de un berrido y entonces me lo eché a la cara. ¡Qué va a aguantar Barcelona!, le dije, ¡desgraciado!, con todo el dinero que tú tienes… ¿Qué te van a dar a ti los republicanos, más que disgustos? Que sea roja yo, que no tengo donde caerme muerta, le chillé, pero tú… mamón, más que mamón… ¿es que te has vuelto loco? ¿Es que has perdido la poca cabeza que te queda? ¡Que tienes siete hijos en Madrid, coño, siete hijos y una mujer! ¿Y todavía quieres que dure más la guerra…? Y entonces se me vino abajo, Paulina, se me vino abajo, tendrías que haberle visto, primero se quedó quieto, sin moverse, sin hablar, hasta que la brasa del cigarro que tenía entre los dedos le quemó la piel. Luego se apoyó contra la pared, contra esta misma pared que estoy yo tocando ahora, y se me echó a llorar. Todo lo hago mal, Mercedes, es que todo lo hago mal, estuvo así más de una hora, repitiendo todo el rato la misma frase, murmurándola más bien, bajito, como si fuera una letanía, todo lo que toco se estropea, eso decía, todo lo hago mal, y a mí se me puso el corazón en un puño, te lo juro, Paulina, porque yo le quiero, ¿cómo no le he de querer, si nos criamos juntos? y era verdad lo que decía, que siempre lo ha hecho todo mal, porque le corre la sangre de Rodrigo, y él no tiene la culpa, la podría haber heredado otro…, cualquiera…, pero le tocó a él, la mala vena…
—No llores, Mercedes, mujer, si de eso hace ya mucho tiempo…
Ninguna de las dos se dio cuenta de que yo también estaba llorando, luchando con desesperación contra dos lágrimas indecisas que no lograría retener, ni impedir que abrieran el camino que seguirían después muchas otras, alimentando dos regueros calientes y regulares que serpenteaban por mis mejillas para disolverse en la comisura de mis labios, y sabían amargo, como los silencios del abuelo, que nunca se dejaba ver pero se acordaba de mirarme mientras me veía, y me regaló una esmeralda para que me guardara de mí misma, de mi mala sangre, que era la suya, y porque me quería, porque no le quedaba otro remedio que quererme, porque él también, y sólo en aquel momento lo comprendí, había nacido por error, en la fecha, y el lugar, y la familia que no le correspondían, hombre por fin entero, pero equivocado.
La emoción que me asaltó entonces, una pasión tan intensa que hizo brotar un cerco casi doloroso alrededor de cada uno de los poros de mi piel erizada, súbitamente transfigurada en un órgano cuya posesión era capaz de sentir, como siempre me había sentido en posesión de mis brazos o de mis piernas, no logró contener sin embargo la frenética actividad de mi pensamiento, y presentí que no saldría indemne de la batalla que todavía libraba con mi conciencia, y que al cabo me precipitaría, como un peso muerto e indefenso, en un abismo mucho más hondo aún del que, siempre a mi pesar, se había ido abriendo hasta entonces entre mi voluntad y mi corazón, entre lo que yo quería, lo que yo sabía que debería ser, y lo que yo era, entre Reina y yo en definitiva. Y antes de conocerla por completo, decidí que jamás le contaría a mi hermana la historia que había escuchado aquella tarde, y que no lo haría para poder escapar a su veredicto, que sería sin duda justo y certero, una sentencia apoyada en verdades axiomáticas, reivindicaciones legítimas, resentimientos solidarios, porque hasta si ella dejaba escapar alguna lágrima al evocar la figura de mi abuela, la mujer sola de los pechos secos, e incluso si condescendía a compadecerse, con la exacta dosis de generosidad que le permitía derrochar su posición en aquella familia, de la tosca huérfana de pueblo que se había dejado embaucar en un amor sin salidas, Reina nunca entendería la infinita ternura que sentía yo por mi abuelo, el deseo de ir hacia él, de tocarle y de besarle, que me urgía como una necesidad física, la irresistible tentación de fundir entre sus brazos mis errores con los suyos, porque él no sabía hacer nada bien, y yo tampoco, yo me estaba traicionando a mí misma, estaba traicionando a mi madre, y a mi abuela, y a Teófila, mientras lloraba por él, que había sido un mal padre, y un mal marido, y un mal amante pero, sobre todo, un hombre amable a quien el azar transformaría en el desesperado habitante de una soledad completa, mucho más desoladora y terrible que aquella a la que él mismo condenó a sus dos mujeres.