Miguel no comentó nada en casa, donde todos estaban al tanto de que, en semejantes coyunturas, su bando había llevado siempre las de perder, pero acudió a una cita que declinaron muchos de sus amigos. Porfirio, que hasta aquella tarde jamás había cruzado una palabra con él, le esperaba emboscado detrás de unas peñas, rodeado de los suyos y con la honda ya tensa entre las manos, pero cuando le vio aparecer solo, entrando en la cantera por delante de los pocos veraneantes que habían aceptado el desafío, sintió un extraño temor, y la lucidez le deslumbró de golpe, como un chispazo eléctrico que desgarra el cielo negro en una noche de tormenta. Entonces se dio cuenta de que su presa se le parecía tanto que ningún desconocido podría dejar de advertir su parentesco, pero se lo explicó todo de otra manera, afirmando para sí mismo que Miguel era valiente, demasiado valiente como para salir de allí con una brecha abierta en el cráneo antes de haber tenido una oportunidad de defenderse, y mientras aflojaba el brazo, se lanzó instintivamente hacia delante para derribar a uno de sus primos, que calculaba la trayectoria de la piedra que ya se le escapaba de los dedos, y gritó, a ése no le des, que es mi hermano. Miguel, paralizado por la sorpresa, miró a la cara a Porfirio y le dio las gracias. Este las aceptó, quitando importancia a su actuación, y allí acabó la guerra. Los contendientes, sin haber llegado a cruzar una sola pedrada, se dieron la vuelta y cada cual regresó por su camino.
Esa misma noche, Miguel se encontró con Porfirio en el bar de Antonio y le saludó, y su hermano le devolvió el saludo. Durante un par de semanas no intercambiaron otra cosa, hasta que una mañana de domingo, mientras mi tío hacía tiempo en la puerta del bazar, esperando a que llegara la furgoneta de los periódicos, una mujer salió llorando de la carnicería, con el rostro lívido y las piernas blandas, como si estuviera a punto de desplomarse, y antes de hacerlo, consiguió narrar entrecortadamente la horrible escena que venía de contemplar. Así se enteró Miguel de que Porfirio se había triturado dos dedos en la máquina de picar carne, mientras despachaba ante un mostrador abarrotado de clientas para, expresión tan justa como siniestra, echarle una mano a su madre.
Cuando era una niña, los dos me contaron cientos de veces lo que sucedió aquella mañana, y nunca me terminé de creer que la bici de Miguel hubiera sido capaz de subir la cuesta en menos de cinco minutos, pero en cualquier caso debió de pedalear muy deprisa, porque tuvo tiempo para avisar a su padre, para esperar a que éste sacara el coche del garaje y para montarse a su lado desoyendo las tajantes amenazas de mi abuela, que por una vez, en más de veinte años, condescendió a aflojar en público la imaginaria venda que tan eficazmente cubría sus ojos, antes de que Teófila hubiera decidido aún qué hacer con su hijo, porque los encontraron juntos en la puerta de la tienda, ella presa de un ataque de nervios, él muy pálido, pero asombrosamente sereno, comentando que al fin y al cabo había tenido suerte porque la mano dañada era la zurda. Sin embargo, en un angustioso viaje por carreteras polvorientas y llenas de baches, Porfirio se desmayó dentro del coche, y no se recuperó hasta después de haber ingresado en el hospital de Cáceres, donde no pudieron hacer otra cosa que suturar sus heridas para dar la mejor forma posible a los dos pequeños muñones que ocuparían el sitio de los dedos índice y corazón de su mano izquierda, una ausencia que me fascinaría durante todo el tiempo que duró mi infancia.
Desde entonces Miguel y Porfirio formaban, más que un equipo, una sola persona, porque iban juntos a todas partes, hasta el punto de que cuando alguien se veía obligado a referirse a uno de ellos en solitario, quienes escuchábamos sentíamos que nos faltaba algo, como si acabáramos de oír una canción muy famosa a la que algún osado hubiera privado del estribillo. Su unión, que mientras fueron adolescentes parecía casi una dependencia mutua, era tan fuerte porque ambos habían gozado de la rarísima oportunidad de elegirse libremente siendo hermanos, y aunque su relación nunca fue fraternal, sino más bien una de esas férreas amistades íntimas típicamente masculinas, siempre tuvieron en común más de lo que es habitual entre dos amigos, y menos de lo que suele haber entre dos hermanos, porque cuando se conocieron, cada uno disponía ya de un mundo propio, distinto del que poseía el otro. La combinación de estos factores resultó tan explosiva que nadie tuvo fuerzas bastantes para oponerse a lo que, como mínimo, se podría haber catalogado como una simpatía antinatural, y aunque durante algún tiempo ambos tuvieron la precaución de preservar al otro del contacto con su propio ambiente, encontrándose siempre en terreno neutral, o en la estrecha franja favorable que representaba su propio padre, con quien salían a menudo al campo a cazar, un buen día Porfirio llevó a Miguel a cenar a su casa, y cuando éste era ya un invitado habitual en la mesa de Teófila, correspondió apareciendo con su hermano en la Finca del Indio a la hora de comer.
Yo estaba presente, pero no recuerdo nada porque debía de tener solamente seis o siete años. Clara, en cambio, sí que se acordaba, y cuando alguna de las demás le demostraba que estaba enfadada con ella por el procedimiento de ponerse tiesa y no dirigirle la palabra, solía decir siempre lo mismo, ay hija, por favor, pareces la abuela el día que vino Porfirio a comer… Pero incluso ella acabaría aceptando la situación, y con mucho menos esfuerzo del que cualquiera habría podido prever, porque antes de que terminara el verano, ya había empezado a llamarles «los pequeños», como hacía todo el mundo hasta en el pueblo, y aquel mismo año hubo un regalo de Reyes para Porfirio debajo del árbol de Navidad instalado en el salón de Martínez Campos.
Mamá, que ya idolatraba a un hermano adolescente y estaba predispuesta a idolatrar a otro tan parecido, decía siempre que la abuela había aceptado a Porfirio para no enfrentarse con Miguel, pero que había terminado por encariñarse con él porque era un crío absolutamente encantador, y no lo dudo, pero siempre he pensado que hubo algo más, porque en aquel pueblo todo el mundo estaba ya cansado de guerra, y ni la abuela, que había tenido a Miguel con cuarenta y seis años, ni Teófila, que por aquel entonces contaba once menos, pero que ya pasaba de los cincuenta cuando Porfirio empezó a pasearse por la casa de arriba como si llevara haciéndolo toda la vida, debían de tener muchas ganas de desperdiciar las energías que conservaban en una agonizante prórroga de esa lucha que una vez fue a muerte, y luego sólo a sangre, a despecho, y por fin, a indiferencia, todo por la posesión del poderoso jinete que apenas se adivinaba ya en un anciano cansado de ser bígamo, aburrido de estar solo, y de fingirse mudo, y de buscar en la ropa más cara que podía comprar una clase de aplomo que nunca estaría a su alcance, la herrumbrosa medalla que se cuelgan en el pecho algunos hombres que son mucho más malos de lo que él fue jamás, porque son además mucho más tontos. El tiempo había abierto demasiadas heridas que no se había ocupado de cerrar a su paso, y sus labios reblandecidos, blanquecinos, intactos, rezumaban pus y un líquido apestoso, cuyo hedor aún no les consentía dormir bien por las noches. Y treinta y cinco años de insomnio son demasiados hasta para un hombre culpable, hasta para una esposa mal amada, incluso para una favorita que no ha corrido, en definitiva, mejor suerte que su rival, así que la unión de Miguel y Porfirio resultó a la larga más útil que cualquier somnífero, porque les ofreció una preciosa oportunidad para olvidar, y ellos la aprovecharon. Olvidaron.
Desde aquel momento, los pequeños disfrutaron del trato más abiertamente privilegiado, arbitrario y parcial que se había procurado jamás a nadie en aquella casa, porque todos quienes habitaban allí, excepto los niños, hallaron en ellos una válvula de escape adecuada para desprenderse de la mala conciencia que se les había enquistado dentro a lo largo de una vida repleta de agravios, tan dolorosos quizás en el recuerdo los infringidos como los recibidos, y cada vez que la tía Conchita, o mamá, las más batalladoras en otro tiempo, le hacían una carantoña a Porfirio, cerraban una puerta, saldaban una deuda, o se la cobraban, y en el pueblo debía de pasar algo parecido, porque en realidad las circunstancias permitían que la situación se fuera alargando hasta alcanzar la indefinida duración de las cosas que han existido siempre, sin que nadie sufriera demasiado por ello. Desde que Pacita murió, Magda y mamá, catorce años mayores que él, eran las hermanas más cercanas en edad a Miguel. Porfirio también fue el pequeño en solitario durante mucho tiempo, porque Lala, que le sacaba sólo dos años, se marchó de casa antes de que él pisara la Finca del Indio por primera vez, y Marcos, su hermano inmediato, le aventajaba en diez años. Todos, menos ellos, se habían fabricado ya una vida de adulto, cada vez más alejada de los conflictos que atormentaron su infancia, tan neutrales ya, tan ajenos, como el propio paisaje. Así se fue forjando una normalidad sólo aparente, un espejismo que nunca superó las fronteras de la diminuta isla que habitaban mis dos tíos, como un iceberg que flotara a la deriva en el océano, acercándose tanto a la costa que, en ocasiones, pareciera anclarse en ella, quedarse allí para siempre, confundiendo sus límites con los de la tierra firme, hasta que un capricho de la corriente se lo llevaba lejos para hacerlo flotar de nuevo en el agua, aislado y solitario, dirigiéndose quizás ahora al continente opuesto al que acababa de abandonar.
Yo pagué un precio muy alto por esta ilusión, pero para todos los demás, que tuvieron, o eligieron, la suerte de vivir encerrados en un mundo compacto, tan distante de ese otro mundo paralelo que giraba sobre idénticos ejes como dos planetas en el universo, se convirtió en un ingrediente más de la vida conocida, el escenario que nunca cambia del todo por más brincos o cabriolas que lleguen a desgastar sus tablas. Y algunas veces pensé que sólo Porfirio y Miguel habían llegado a advertir la esencial naturaleza de la verdad antes de que yo me estrellara brutalmente contra ella, porque no podía evitar la sensación de que ambos recelaban, recelaban siempre, de cada bien, de cada sonrisa, de cada caricia, de todo y de todos, aunque con el tiempo deseché aquella idea, intuyendo que eso es exactamente lo que le debe ocurrir a cualquiera cuando le aman demasiado.
Y nosotros les amábamos, desde luego. Yo les amaba ciegamente, y Reina también les amaba, y mi padre, y mi madre, y mis primos y mis tíos, todo el mundo, y ellos nunca dejaron de merecérselo, porque tenían algo especial, una gracia distinta al hablar, un encanto distinto al reírse, una belleza distinta en la cara, puro carisma, un poder de atracción irresistible sobre todo para las mujeres. Cada una de nosotras afirmaba tener una razón especial para mimarlos, pero supongo que todas confluían en una sola, quizás el cálido placer de verlos aparecer por la cocina, recién levantados, vestidos solamente con un pantalón de pijama de algodón blanco con finísimas rayas azules, o verdes, o amarillas, igual de altos, igual de flacos, dos rostros sonrientes y embellecidos por las huellas del sueño, las mismas cejas, la misma boca, el mismo cuerpo perfecto, un trapecio impecable de piel lisa, bronceada sin estridencia, y hubiéramos pagado por aquel espectáculo, pero no hacía falta, era gratis, por eso había que compensarles de otra manera. Por eso nos parecía natural que Paulina se afanara sobre besugos y lubinas como un cirujano, malgastando su tiempo de ocio en abrir el pez con infinito cuidado y recomponerlo después, para que nadie en la mesa notara la ausencia de las huevas, que estaban ya en la nevera, bien camufladas en papel de plata, esperando a que Porfirio apareciera por allí a cenar cualquier noche, porque al pobre, como decía Paulina con una sonrisa, le gustaban tanto las huevas rebozadas, bien fritas… Y cuando había ensalada de primer plato, se tomaba el extravagante trabajo de repartirla en platos individuales, de aliñarla por separado, y hasta de replicar a la abuela, que no entendía de qué revista había copiado su cocinera ese ridículo método de servir la ensalada cuando siempre se había llevado en una fuente a la mesa, pero todos, incluso ella, sabíamos que el plato que encontraría Miguel junto a su servilleta no tenía cebolla, porque pese a las reiteradas prohibiciones de su señora, que no quería caprichitos a la hora de comer, pues si al pobre no le gustaba la cebolla, estaba en su perfecto derecho de que no le gustara la cebolla, repetía Paulina con otra sonrisa, y yo no se la voy a dar, pues faltaría más, pobre Miguelito… Y a uno había que hacerle la cama con el embozo muy alto porque, si no, no dormía a gusto, y al otro había que ponerle el cojín de una butaca del salón en lugar de la almohada porque si no, no descansaba bien, y a uno había que plancharle las camisas con mucho cuidado porque le gustaba ponérselas dobladas, y al otro había que colgárselas en una percha porque no le gustaba que se marcaran los dobleces, y daba lo mismo que vinieran a comer tarde y sin avisar, con cuatro invitados, o que no vinieran, que llegaran borrachos a las seis de la mañana, despertando a todo el mundo, o que no aparecieran a dormir siquiera, y si por la mañana ofrecían la vida a grito pelado desde la buhardilla a cambio de un vaso de agua, no tenían resaca, sino que se habían levantado con la boca seca porque aquella noche habíamos pasado un calor terrible, y si cualquiera de los dos arañaba la carrocería del coche que compartían, la culpa siempre había sido del otro, y cuando Antoñita la del estanco fue contando por todo el pueblo que Porfirio y Miguel se habían pasado mucho, pero mucho, con ella, la tata, que por aquel entonces ya nos llamaba putas con todas las letras cada vez que nos escuchaba explicarle a alguien que no nos podíamos bañar porque estábamos malas, dijo en la cocina, ignorante de que yo la escuchaba, que ésa ya podía ir dándole gracias a Dios en lugar de quejarse, que no se iba a ver en otra igual en lo que la quedaba de vida, y que si los pequeños se hubieran pasado con ella cuarenta años antes, que a buenas horas iba ella a abrir la boca, pues no faltaría más, echarle la culpa a los pobres chicos, y a ver qué andaba buscando ésa para montarse con ellos en el coche a las cuatro y media de la mañana, con todos los bares cerrados…
Yo siempre estaba de acuerdo con quien les defendía, les mimaba, les favorecía o les adoraba con los gestos más fervientes, y desde el primer día de julio esperaba su llegada con una nerviosa impaciencia que jamás me inspiraron los retrasos de mis amigas cateadoras, como si solamente con ellos en casa el verano fuera de verdad verano, como si las vacaciones de verdad empezaran solamente cuando escuchaba la ensordecedora canción de aquel claxon que empezaba a atronar en el aire cuando su coche apenas había enfilado la verja, y sentía una imprecisable desazón, un disgusto liviano, pero disgusto, cuando distinguía en el asiento contiguo al del conductor la figura menuda y nerviosa de Kitty, la novia que compartían, alternándose periódicamente en su vida con la misma risueña tranquilidad que gobernaba su convivencia en un mismo apartamento, sus estudios simultáneos en una misma facultad, o su mancomunada propiedad de un solo vehículo.